viernes, 17 de septiembre de 2010
Página 29
Ya lo he dicho, cada día me apetece un poco más perder el habla. Darme la vuelta. Irme. Que los demás tengan la razón no me molesta; me aburre. Por eso la he cedido, antes de comenzar. Por eso doy largos rodeos a las calles sin transeúntes y me demoro aposta en las vitrinas sin luz, mientras las manos me hormiguean. Perder la batalla de las estaciones y los sermones. Hacer las cosas dos veces. Una para afirmarlas, otra para corregirlas. El ruido constante que lo duplica todo.
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Y mientras me entreno en esto de perder el habla -no es fácil, no hay que confunfir el desinterés con la disciplina-, me descubro releyendo, buscando más silencio -si es posible, por favor- en los retazos de mi biblioteca. Me topo con La Modestia, un relato escrito por Enrique Vila-Matas incluido en los Exploradores del abismo (2007), un volumen de cuentos que escribió justo entre Doctor Pasavento y Dublinesca. La primera vez, releo el relato a picotazos. La segunda vez ya fumo. A la tercera me he quitado los zapatos.
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Un cazador de frases que viaja en la línea 24 del autobús (en el relato desemboca siempre en la estación Fontana), en Barcelona, es atrapado por una mujer. No es hermosa, tampoco fea. Dice él que así se describe ella. Mujer gris. Y en una obsesiva cadena de eventos y visitas callejeras, el pasajero-narrador, esparce a esta dama del 24 por todas partes. Le parece, cree él, la imagen de la modestia reflejada en la madre de Nerval.
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Sobre esta mujer a la que espera, sobre la que reflexiona, el narrador lo piensa casi todo. Son las neurosis de Vila-Spider, su manía de perseguir y obsesionarse. Sigo leyendo hasta dar con la frase. "Descendió del autobús allí en Fontana, y me quedé temiendo que en la calle Mayor de Gracia su belleza se actualizara a cada instante, según el aspecto del rostro de los otros".
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En la página 29 se resolvió el problema de los que hacen ruido, de los que molestan, de los que hablan, de los que se agolpan, de los que votan, de los que se atascan en las puertas giratorias, de los que sobran en los pasadizos y los pasillos. Y descubro que, de tomármelo en serio y no como un arrebato de mal humor, la invisibilidad podría ser una vocación.
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Apresada en ese folio, imaginé a aquella mujer avanzando con los gestos de una pantalla de aeropuerto. Alguien que a cada minuto cambia sus rasgos como lo hacen los vuelos con las horas de sus llegadas y partidas; alguien que muta, que aparece y deja de estar. Sin aspavientos. Shhhhh.
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Darse la vuelta, cambiar el rostro, dulcemente, como una pagoda tartamuda en un cuento de Cortázar que transcribí, hace años, en una libreta. Y después, entonces, derribar a un pasajero; cerrar su grueso libro de Federico Moccia;raptar al niño de la madre esperpéntica; prender fuego al sudoku de aquel anciano; patear al perro como si se tratara de un bulto; hacer estallar la vitrina de un manotón y entonces, sólo entonces, dejar un caminito de migajas para que los que hacen ruido sepan dónde ir a buscarte.
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2 comentarios:
pierdes el habla pero ganas en escritura, bello como siempre
Gracias Adriana. Muchísimas gracias. :)
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