No hay paso en ninguno de los dos sentidos de la avenida Miraflores. Dos manzanas más abajo, un hombre con capirote negro atraviesa la calle; lleva prisa y los pies descalzos. Más allá, dos costaleros se enderezan las fajas y un trompetista se abrocha los botones dorados, lustrosos, de su chaqueta.
"Ole, ole, ole por los pasos de Sevilla", grita una mujer de ojos demasiado maquillados. Su hija le riñe, varias veces, pero a ella no le importa, vuelve a gritar mientras mueve sus manazas y bebe un largo trago de cerveza."Ole, ole, ole por los pasos de Sevilla".Desde los balcones, un par de niños vestidos de traje y corbata escupen hacia abajo. En la acera de enfrente, chicos llenos de piercings y dorados anillos hacen fila frente a los locales cerrados. Llevan pantalones de deporte, sudaderas blancas y mucha gomina en el cabello. Custodian con igual celo su moto y la descotada chica –también llena de argollas y anillos- que está sentada en ella.
La Macarena será la primera en salir; aún faltan quince minutos. En ese momento será tarde dos veces: a las doce, cuando termine el día, y a las doce y un minuto, cuando empiece La Madrugá. Seis cofradías, doce pasos y más de 14.000 nazarenos, todos en la puta -o la santa- calle, porque aquí, en Sevilla, todo ocurre hacia afuera, con las ventanas y el pecho abierto, cual un melodrama entrañable. Aquí todo excede, todo parece más de lo que es. La lógica de la representación y su enternecedora ceremonia.
"Ole, ole, ole por los pasos de Sevilla", grita una mujer de ojos demasiado maquillados. Su hija le riñe, varias veces, pero a ella no le importa, vuelve a gritar mientras mueve sus manazas y bebe un largo trago de cerveza."Ole, ole, ole por los pasos de Sevilla".Desde los balcones, un par de niños vestidos de traje y corbata escupen hacia abajo. En la acera de enfrente, chicos llenos de piercings y dorados anillos hacen fila frente a los locales cerrados. Llevan pantalones de deporte, sudaderas blancas y mucha gomina en el cabello. Custodian con igual celo su moto y la descotada chica –también llena de argollas y anillos- que está sentada en ella.
La Macarena será la primera en salir; aún faltan quince minutos. En ese momento será tarde dos veces: a las doce, cuando termine el día, y a las doce y un minuto, cuando empiece La Madrugá. Seis cofradías, doce pasos y más de 14.000 nazarenos, todos en la puta -o la santa- calle, porque aquí, en Sevilla, todo ocurre hacia afuera, con las ventanas y el pecho abierto, cual un melodrama entrañable. Aquí todo excede, todo parece más de lo que es. La lógica de la representación y su enternecedora ceremonia.
"¡Macareenaaaaaaaaaaaaa!", grita una mujer al ver pasar a la virgen. "¡Guapa, guapa, guapa!", responden en coro, al otro lado. Lo dirán más veces de aquí que acabe su paso. Han venido a eso. ¿Hemos? venido a eso. Los nazarenos avanzan con el mismo paso de balancín de la imagen que veneran, así pasarán toda la noche, hasta que venga el día, and beyond.
Amanece como si nadie les hubiese tocado la fe. La luz saca a relucir cosas que la noche esconde. Huele a sudor, incienso y vela consumida. Huele a cerveza, a pipas y a cualquier cosa que hierva bajo el sol. Bajo los capirotes, veo ojos rojos. Ojos jóvenes, ancianos, cansados, enfermos. Ojos que son ojos. El Cristo de los gitanos arranca saetas espontáneas pero también otras de mayor postín. “¡Alesia! ¡Alesia, hija! Que la saeta la está cantando Perejil, ¡Perejil!”, a lo que su hija, un voluminoso esperpento de unos seis o siete años, contesta: “¿Pero es famoso?”. “¡Claro, Alesia!”. No muy convencida, el crío responde: “¿Pero sale o no en la tele?”.
Y justo cuando estoy a punto de darme por vencida, a unos pocos minutos de sentir que ese cristo se parece al que he visto hace diez minutos, y el de diez minutos antes, y al de diez minutos antes de esos diez minutos, un puñado de pétalos de rosas cae desde una azotea. Caen, rojas, rojísimas, bajo el sol de las doce. Caen sobre el paso de la virgen de las Angustias. “¡Ole, Ole, Ole por los pasos de Sevilla!”, escucho con el corazón hecho una alfombra.
Amanece como si nadie les hubiese tocado la fe. La luz saca a relucir cosas que la noche esconde. Huele a sudor, incienso y vela consumida. Huele a cerveza, a pipas y a cualquier cosa que hierva bajo el sol. Bajo los capirotes, veo ojos rojos. Ojos jóvenes, ancianos, cansados, enfermos. Ojos que son ojos. El Cristo de los gitanos arranca saetas espontáneas pero también otras de mayor postín. “¡Alesia! ¡Alesia, hija! Que la saeta la está cantando Perejil, ¡Perejil!”, a lo que su hija, un voluminoso esperpento de unos seis o siete años, contesta: “¿Pero es famoso?”. “¡Claro, Alesia!”. No muy convencida, el crío responde: “¿Pero sale o no en la tele?”.
Y justo cuando estoy a punto de darme por vencida, a unos pocos minutos de sentir que ese cristo se parece al que he visto hace diez minutos, y el de diez minutos antes, y al de diez minutos antes de esos diez minutos, un puñado de pétalos de rosas cae desde una azotea. Caen, rojas, rojísimas, bajo el sol de las doce. Caen sobre el paso de la virgen de las Angustias. “¡Ole, Ole, Ole por los pasos de Sevilla!”, escucho con el corazón hecho una alfombra.
5 comentarios:
Hermosa crónica..."con el corazón hecho una alfombra".........
Me alegra que te haya gustado al Semana Santa Sevillana. Muy bonita tu crónica.
Estas invitada a volver cuando quieras
Emiliooooooooooooooooooooo...moymoypalaboy...
Inés... gracias, que me pongo chiquitica
Tienes una deuda con tus lectores...Te faltó la foto de una sevillana de fuego vestida con sus avíos negros.
Ja ja ja ja ja
Oye: es cierto, tienes razón. Lo lamento....
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