Jorge Aguirre, Cadena Capriles, año 2006; Jesús Rafael Rojas, diario La Región, año 2006; Mauro Marcano, Radio Maturín, 2004; Jorge Tortoza, diario 2001, 2002; María Verónica Tessari, Centro de Medios Independientes, 1993; Virgilio Fernández, diario El Universal, 1992 y finalmente Héctor Rondón, diario la República, 1962. Siete periodistas; seis asesinados y un Premio Pulitzer.
El Newseum, en el 555 de la avenida Pennsylvania de Washington D.C, tiene un aire monumental. Como todo en esta ciudad, es severo y trágico. Todo en él es blanco, limpio y loable. En sus galerías puede verse lo que quedó de la antena del World Trade Center, una enorme chatarra abatida; pedazos enteros del muro de Berlín; algunas de las libretas de Woodward y Bernstein y al muy avergonzado Nixon renunciar a la presidencia en un vídeo descolorido; el asesinato de J.F Kennedy, el de Lee Harvey Oscar –transmitido en directo por un reportero de CBN- y el de Robert Kennedy.
Al lado de cada incidente, cual fetiche corporativo, está la pluma, los lentes machacados o la cámara quemada del periodista que cubría lo que entonces era noticia. El periodismo siente demasiada autoridad como para que se le deje de lado en la historia. De ser nosotros –la prensa, the media- los que la contamos la historia, merecemos nuestro propio Arlington, ¿no? , parece decir este lugar en cada una de sus paredes. Cuántos males evitamos, cuántas cosas hicimos por ustedes, siento que está dicho en cada fotografía y en cada pasillo.
Me paseo intranquila. Me reprimo, me juzgo. Me molesta que este sitio me arranque gestos de asombro. Me molesta que la carne se me ponga de gallina. Me molesta alimentar la épica del reportero héroe, imparcial hasta la tumba. Me molesta darle la razón el periodismo especialista en sí mismo, detector de la verdad y juez de todos excepto de sí. Me molesta poner cara de periodista, y pose de periodista, y gesto de periodista. Me molesta, sí. Pero lo que más me molesta, es que de los siete reporteros que se menciona en este lugar, seis lo estén por haber sido asesinados mientras hacían su trabajo, y que el único que ocupe la galería de Los Pulitzer, Héctor Rondón, tenga que soportar que su foto del Porteñazo se mal exponga, cortada toda en su primera franja –la que indica el letrero Carnicería La Alcantarilla sobre la imagen del sacerdote con el cadáver del soldado-.Ahí está, aislada de su sangrienta poesis, la única que la historia parece estar dispuesta a concedernos.
Los pasillos se me atragantan. Una soledad agria me parte la lengua. Todos los periodistas asesinados, todos, murieron en el mismo tiempo histórico. Sí, un tiempo histórico que comienza un 4 de febrero de 1992 en el primer alzamiento militar contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, continúa en la alcabala del 11 de abril de 2002 y avanza, aún hasta ese día en el que, amarga y tonta turista, me planté frente a un mapamundi de libertad de expresión. Un mapa en el que Venezuela no está. Bueno sí, aparece pintada toda rojo en la categoría de los países sin prensa libre. Es un país rojo, como nuestra poesis. Rojo como los seis periodistas asesinados. Rojo como el Porteñazo. Rojo como sangre que, con la rabia y el periodismo, se me sube a la cabeza.
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4 comentarios:
Excelente cronica,
Me gusto muchísimo!!!
buenísimo... realmente muy bueno.
pero se deduce que existe una prensa libre, no? vive dios si encuentra alguien un periodista que muerda la mano que le da de comer
periodistas con p de puta
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