martes, 3 de junio de 2008

Sobre la manía de robar edulcorante



Mi relación con la sacarina nunca ha sido normal. Debo admitir, sí, que mis libres interpretaciones de cualquier posología química han sido conocidas por sus nefastos y a veces repelentes efectos. La dosis de paracetamol de un caballo y la mía han podido llegar a igualarse en más de una ocasión. El ibuprofeno ya prácticamente no me hace efecto y tengo una prohibición expresa de Salvador para alimentar al perro que aún no tenemos, pues afirma que seré capaz de intoxicarlo con mis desvaríos en sus raciones.

Todo eso, sin contar las decisiones poco ortodoxas (como retirar el Prozac sin consultar a nadie) o, sencillamente, y por entrar en materia de una vez, por mi más histórica manía de consumir elevadas cantidades de sacarina en todo cuanto bebo. Considerando que no bebo agua y que mi dosis de líquidos se reducen al café y bebidas cafeinadas, el panorama podría ser, sin duda, la delicia de un urólogo.

La situación no sería curiosa si se mantuviera en los límites del consumo o se atuviese a esas pequeñas y frívolas manías del aspartame y sus derivados. La cajita de 300 grageas en el bolso o la pequeña bolsa escondida en el monedero. Suelo llevar una siempre insuficiente cantidad de provisiones. Sin saber cómo o porqué, la sacarina desaparece, se esfuma, pasa a mejor vida. Incluso cuando me parece que no he sido lo suficientemente vehemente en su consumición.

Todos los días, antes de entrar a trabajar, compro un café que bebo a grandes sorbos y dulces zancadas. La escena siempre se repite. Llego a la barra del Café&Té de Velázquez y no más apoyarme en el mostrador llevo mis dedos ágiles a la cesta de bolsitas de edulcorante que están a la vista –y el alcance- de los comensales. A diferencia de otros establecimientos, donde meseros y camareros administran con avaricia una, (si acaso) dos bolsas de sacarina, en este local el tesoro está allí, justo allí.

No más llegar comienzo por contar cuántas bolsas hay. Primero suelo llevarme unas cinco o seis. Miro a los lados, comprobando si alguien me observa mientras llego a la conclusión de que debo dar lástima o risa. Una vez con la primera parte del botín, experimento una sensación de victoria, una paz que dura poco, pues apenas pienso en lo escasa que resulta la provisión para una mañana, e intento coger un poco más. Entonces la leona matriarca que tenemos dentro sale en forma de extraña y maniática proveedora.

Una vez que he pedido mi café para llevar (con sacarina, claro está), agrego a la cuenta de mi ración legal –dos bolsas- unas tres o cuatro más que caen en mis bolsillos como si se tratara de un descuido cualquiera, una manía de vieja, una extraña compulsión que se alimenta principalmente de la angustia.

Y puede que quien lea esto piense que desvarío, pero es cierto, lo confieso, tengo la manía de secuestrar cantidades importantes de sacarina, preferiblemente en formato de restauración y hostelería, que viven en mis bolsillos como billetes o entre mis libros como marca páginas. Es cierto. Hay gente que le da por robas bancos y a obras de arte; ropa en el Zara o baratijas en un Chino Todo a cien, pero no, a mí tenía que darme por el holocausto del aspartame, que ha comenzado a formar un aura agridulce a mi paladar y una ligera pérdida del gusto que no sé si atribuir al cigarrillo o al ciclamato sódico .

He desviado mi ruta de compra de café sólo por el simple hecho de que en este lugar tengo plena libertad de poder llevarme cuantas bolsitas quiera sin que eso signifique, al menos directamente, un delito.

Mostradores de Starbucks han sido objeto de mi saqueo selectivo, mi cómoda y acicalada doble moral aspartámica; se trata de una impresentable manía. Y podría ocurrirme con los cigarrillos, el café o incluso con químicos de otra índole. Pero no. ¡No! Es sólo sacarina, un polvillo sintético del que –he comprobado- huyen las hormigas. ¿Delictivo? Peor aún, es la sensación de la cobaya que guarda, de alguien que siente que todo cuanto ocurre es provisional e impredecible.

Que sea edulcorante no puede resultar más ridículo. Semejante coqueta y maricona patología. La compra compulsiva e incluso el hurto atenuado parecen venir de otro lugar donde nadie te asegura que mañana puedas conseguir tu ración ciudadana de paz y sosiego. Es el síndrome, esa extraña apoplejía que me escandaliza cuando mis hermanos miran con envidia el suministro diario de leche, carne, huevos, queso y azúcar, tratando semejante víveres como si de excepciones gastronómicas se tratara. Y hay calma en su análisis, aunque no por ello se disuelva ese pequeño brillo de lo codiciado. La provisión hace que la angustia merme, va a menos. Y ahora que miro las bolsitas dentro de mi bolso, no hago más que molestar,e.

Definitivamente, llevo mucho tiempo fuera de Caracas. Y eso me espanta.

5 comentarios:

rolando peña dijo...

KARINA,LA VERDAD QUE TODO TU BLOG ME PARECE ESTUPENDO,LO CUAL NO ME EXTRAÑA,CONOCIENDO UN POCO TUS TRABAJOS ANTERIORES,TE FELICITO DE VARDAD..........SALUDOS DESDE LOS TRISTES Y EXITANTES TROPIKOS....R.P.

La KSB dijo...

Gracias Príncipe.
Un abrazo enorme

[H] dijo...

Robar edulcorante es placer puro, y si se trata de Splenda el placer se multiplica, no es lo mismo robar equal o sweet&low, no, no es lo mismo señores !
Robar una bolsita de Splenda es como robarle un beso a la chica de tus sueños, se premedita, hay que hacerlo rápido con decisión y con algo de timidez para finalmente poder terminar cometiendo el mas dulce de los delitos!!!
Cuando se roba una bolsita de cero calorías se siente que el café ha sido gratis, y que todo lo demás ya sea una buena conversación, o el pan dulce ha sido simplemente un bono, ni hablar cuando el robo alcanza las dos bolsitas ese día la dicha es plena y te acompaña hasta la próxima tasa, hasta el próximo beso.
Lamentablemente en Caracas el Splenda comienza a escasear como la leche, el pan y los huevos y cada vez son menos las panaderías y cafeterías que lo ofrecen, algunas se dan el tupe de cobrarlo, sin embargo aun es posible salir con una sonrisita y porque no con un gran beso de alguna panadería en Caracas.

Saludos Karina me he reido mucho con "tu mania de robar edulcorante"

La pelúa dijo...

A finales de enero del año 2007, Ronald Rodrígues (alias el Padrino) te llevó Splenda a Madrid. Tengo fotos de ese momento, es más, tengo un video de ese momento, y es que sencillamente no pasó desapercibido.

Ahora entiendo la reacción compulsiva de ese momento, y todo por un pequeño dispositivo amarillo capaz de EDULCORARTE. Justo año y medio después leo esto, me acuerdo de aquello, y me causa gracia.

Te dejo besos, pronto te paso el video.

María dijo...

Ei estoy 200% de acuerdo con [H].....
splenda es comoprobar un pedacito deangel,sencillamentelo mejor que puedieron inventar..
Sin Splenda,nohabría delicias que seguir descubriendo en el mundo tan azucarado y lleno de calorias.
Es una adicción rara, pero dulce,amarilla y pequeña...romper un sobrcitode splenda es abrir la puerta del cielo!