Yo soy aquella en la fotografía,
de pie,
entre el miedo y el deslumbramiento.
Yolanda Pantin. País
de pie,
entre el miedo y el deslumbramiento.
Yolanda Pantin. País
Mi madre ocupa el centro de una foto blanco y negro. Sentada en el suelo, sobre una leyenda del periódico local de Turmero, parece venida de un lugar anterior. Tiene cuatro años y el cabello largo, peinado con una raya en el medio y dos ganchos del que caen bucles, y bucles, y bucles. Su niñez me toma por sorpresa y revuelve mis pestañas.
Sostiene un balón que se desinfla de ternura y una fecha manuscrita identifica el año en que se publicó la noticia. La miro allí, angelito entre adolescentes buenasmozas listas para envejecer, con esa cara de pajecillo extraviado.
Corría algún mes de 1948, Rómulo Gallegos gobernaba el país el mismo año en que el “batallador conjunto Revenga”, del que mi madre era mascota, “cayó en el partido inaugural del torneo Pre Estudiantil organizado por la dirección de Educación física del Estado Aragua”. Así glosa la derrota del combinado aquella leyenda de la foto.
Todas en la foto parecen mirar a otro lugar. Mi madre también. Luce una cabellera profunda, demasiado negra para la edad de sus ojos. Los rastros de un peine perfecto separan sus rizos. Mi madre tiene cuatro años y la cara lavada, blanca, blanquísima, como la niña de la edición ilustrada de Margarita está linda la mar que teníamos en la biblioteca de casa y que yo buscaba para ver cómo la blanca princesilla viajaba para devolver la estrella que había cortado sin permiso de su padre.
Mirándola, estudiando su trajecito, imagino la casa detrás de los botones; tanteo en el ruedo de la falda algo que me habla de aquel panal de mujeres que pudo ser su infancia: señoritas viejas, mujeres roble de modales solitarios. Miro el hilo blanco de la camisa pequeñita, y la imagino tendida al sol en el patio.
Voy recorriendo la foto con el cursor del teclado y algo parecido a un país se me viene encima: mi abuela sosteniendo alfileres en la boca, mi madre sin moverse para no arrugar la falda y la máquina Singer al fin quieta después de las noches de costura.
De sus hermanos, mi madre era la única que no se montaba en las matas de mamón, ni llenaba de tierra su overol de esperar a mi abuelo los domingos, cuando, al fin, después de toda la semana, llegaba de la empresa Aeropostal con la mesa puesta y la familia en orden.
Si la infancia es esa colección de patrias abolidas, me pregunto qué idioma hablaría mi madre esos feriados. Ella misma me contó una vez que tuvo una época en que le dio por tocar las cosas, como si sólo así pudiese comprobar su existencia. ¿Temía acaso que el suelo se sacudiera, que la noche durara más de la cuenta?
Sé, por sus propias palabras, el peregrinaje a las camas de mis tías en la noche. No sé si por temor a la oscuridad, o por el frío de haber mojado la cama. Da lo mismo, el miedo, como el frío, forman parte de la misma intemperie.
Pequeña reina silenciosa de las tijeras punta roma, mi madre se sentaba en la esquina a recortar figurillas, vestidos y muñecas de papel, confeccionándose quién sabe qué ajuar imaginario. La miro, la imagino. La tengo cerca con desventaja, con esa idea fija de que viene de un lugar anterior.
Quizás si le pregunto ahora porqué no miraba de frente a la cámara, se ría y me diga que en Turmero las primas Borgo habían sido un acontecimiento en la prensa local, y no lo dudo, porque alguien muy prolijamente ha guardado esa foto, alisada como un mantel en una fecha patria.
La foto, agrietada como se ve en la pantalla del ordenador, rezuma algo que no conozco. Y quizás lo que más me sorprenda no es que la foto exista, sino que yo pueda verla para contar los bucles borrosos en su pelo.
Algo viaja en el tiempo hasta ella. ¿Acaso alguna brisa que desconozco? Algo golpea la calle y me trae un olor transeúnte. Si la infancia es una patria abolida, si los panales perdieron su sitio y alguien bordó manteles con canutillos, prefiero quedarme mirando la foto de mi madre hasta quedarme dormida. Hasta que el viento golpee y me lleve de vuelta al lugar donde sus cabellos vayan, de una vez, lejos de la intemperie.
1 comentario:
Prima... besos.. me encanta que la foto les causo(a ti y mi tia hasta donde se) una gran satisfacción ver ese lindo recuerdo, pero hay que darle honor a quien honor merece, esa foto me la dió muy amablemente el señor Juan Cortéz(gran amigo de la familia Borgo) jugaba voleibol en la casa de tus abuelos.. un gran abrazo..
Publicar un comentario