Existe un impuesto a la memoria. Yo pensé que se trataba de un derecho de libre uso, pero resultó ser todo lo contrario. Es un gravamen que determina de cuánta autoridad moral dispone un individuo para hacer uso de sus propios recuerdos.
Ahora que no se sabe qué está más de moda, si el recuerdo o el olvido, el impuesto a la memoria se ha convertido en uno de los mecanismos principales de recaudación. Lo usa el Gobierno; las personas jurídicas; los particulares; las víctimas y los victimarios; los escritores y los periodistas –que viva la novela histórica-. Si quieres recordar, tienes que pagar.
No me hubiese enterado de nada de esto de no ser por una buena amiga que se encargó de sacarme de mi error. Y no fue porque me recomendara a Primo Levi, a Arendt, Derrida, Agamben, ni a Walter Benjamin y compañía; tampoco porque yo le contara lo agresiva que podría ser Almudena Grandes en un foro sobre la guerra civil. Fue algo mucho más folclórico y local.
Unas noches atrás, yo había soñado con Rómulo Gallegos. Fue un sueño largo y doloroso que se esfumó no más abrir los ojos. Pero al igual que ocurre con las frutas cuando se pudren, el sueño esparció un tufo angustioso y agresivo entre mis cosas.
Me descubrí de pronto buscando fotos viejas, haciendo pesquisas. Comencé a apilar carpetas de imágenes bajadas de Internet y archivos a medio escribir. Activé una correspondencia agresiva con mi propio más allá.
Satisfactorios o no, comenzaron a salir textos longanizos que hice llegar a mi tan buena amiga, generacionalmente algo más cercana a Gallegos –bastante más, ella tenía 16 años cuando le derrocaron- . Obtuve por respuesta el más desconcertante de todos los correos.
Chiquilla, dos puntos. Y así comenzó la andanada. Mi amiga la cronista me censuró. Yo no tenía derecho a recordar a Gallegos, por el simple hecho de no haberlo vivido directamente. Me incriminó por mi condición de lector, me apartó de la historia y me acusó de plagiar el argumento de su última novela.
No pensé que fuera para tanto, de no ser por una cosa: ella me había vetado, me prohibía el recuerdo y se hacía con una historia para sí y su generación. Para hacerse con el derecho había que pagar el peaje moral, el mismo que se imponen los sobrevivientes entre sí; el que usan los testigos para que nadie los juzgue por haber mirado en lugar de actuar.
Entendí que el mecanismo inicial comenzaba a enmarañarse. Que el que se va de la villa pierde su silla. Que en este momento si no eres testigo eres culpable. Si estás lejos es porque así lo quisiste y así lo habrás de aceptar. Y pagarás doble tributación: la que te autoriza a recordar y la que desautoriza la calidad de tus recuerdos. Aún así el resultado suele ser el mismo: uno queda mirándose al espejo, como si eso fuera a cambiar las cosas.
Y como a los presos, me queda mucho tiempo para pensar en estas cosas. Nadie me pide, tampoco me interesa hacerlo, que participe de los titulares locales. El periódico me da igual. Es inofensivo. No me afecta, no me importa, no me lastima.
Desde ese día, cada mañana, pienso lo mismo, en un lugar en el que nada me importa y en el a veces parece que sólo me acompaña lo que escribo. Hasta que un día me dé por mirar una portada increíble; una imagen más potente y onírica que mi Gallegos technicolor; una foto que me sacuda y me quite el habla, de pie, en un quiosco de Goya, mirando una portada del diario El País en el que dos jóvenes disparan detrás de una puerta mientras otros dos, desarmados e igual de jóvenes, empujan para evitar las balas.
Entonces el tufo y la furia me sobrecoge. Y miro a mi alrededor para que alguien reconozca que no es Beirut, tampoco Marruecos. Es mi país, desangrándose poco a poco. Supongo que así me quedo, largo rato. Sé que tarde o temprano, alguien vendrá a hacerme pagar arancel por mis propios platos rotos.
Ahora que no se sabe qué está más de moda, si el recuerdo o el olvido, el impuesto a la memoria se ha convertido en uno de los mecanismos principales de recaudación. Lo usa el Gobierno; las personas jurídicas; los particulares; las víctimas y los victimarios; los escritores y los periodistas –que viva la novela histórica-. Si quieres recordar, tienes que pagar.
No me hubiese enterado de nada de esto de no ser por una buena amiga que se encargó de sacarme de mi error. Y no fue porque me recomendara a Primo Levi, a Arendt, Derrida, Agamben, ni a Walter Benjamin y compañía; tampoco porque yo le contara lo agresiva que podría ser Almudena Grandes en un foro sobre la guerra civil. Fue algo mucho más folclórico y local.
Unas noches atrás, yo había soñado con Rómulo Gallegos. Fue un sueño largo y doloroso que se esfumó no más abrir los ojos. Pero al igual que ocurre con las frutas cuando se pudren, el sueño esparció un tufo angustioso y agresivo entre mis cosas.
Me descubrí de pronto buscando fotos viejas, haciendo pesquisas. Comencé a apilar carpetas de imágenes bajadas de Internet y archivos a medio escribir. Activé una correspondencia agresiva con mi propio más allá.
Satisfactorios o no, comenzaron a salir textos longanizos que hice llegar a mi tan buena amiga, generacionalmente algo más cercana a Gallegos –bastante más, ella tenía 16 años cuando le derrocaron- . Obtuve por respuesta el más desconcertante de todos los correos.
Chiquilla, dos puntos. Y así comenzó la andanada. Mi amiga la cronista me censuró. Yo no tenía derecho a recordar a Gallegos, por el simple hecho de no haberlo vivido directamente. Me incriminó por mi condición de lector, me apartó de la historia y me acusó de plagiar el argumento de su última novela.
No pensé que fuera para tanto, de no ser por una cosa: ella me había vetado, me prohibía el recuerdo y se hacía con una historia para sí y su generación. Para hacerse con el derecho había que pagar el peaje moral, el mismo que se imponen los sobrevivientes entre sí; el que usan los testigos para que nadie los juzgue por haber mirado en lugar de actuar.
Entendí que el mecanismo inicial comenzaba a enmarañarse. Que el que se va de la villa pierde su silla. Que en este momento si no eres testigo eres culpable. Si estás lejos es porque así lo quisiste y así lo habrás de aceptar. Y pagarás doble tributación: la que te autoriza a recordar y la que desautoriza la calidad de tus recuerdos. Aún así el resultado suele ser el mismo: uno queda mirándose al espejo, como si eso fuera a cambiar las cosas.
Y como a los presos, me queda mucho tiempo para pensar en estas cosas. Nadie me pide, tampoco me interesa hacerlo, que participe de los titulares locales. El periódico me da igual. Es inofensivo. No me afecta, no me importa, no me lastima.
Desde ese día, cada mañana, pienso lo mismo, en un lugar en el que nada me importa y en el a veces parece que sólo me acompaña lo que escribo. Hasta que un día me dé por mirar una portada increíble; una imagen más potente y onírica que mi Gallegos technicolor; una foto que me sacuda y me quite el habla, de pie, en un quiosco de Goya, mirando una portada del diario El País en el que dos jóvenes disparan detrás de una puerta mientras otros dos, desarmados e igual de jóvenes, empujan para evitar las balas.
Entonces el tufo y la furia me sobrecoge. Y miro a mi alrededor para que alguien reconozca que no es Beirut, tampoco Marruecos. Es mi país, desangrándose poco a poco. Supongo que así me quedo, largo rato. Sé que tarde o temprano, alguien vendrá a hacerme pagar arancel por mis propios platos rotos.
2 comentarios:
La mirada ebria del protagonista, tuene sus distorsiones. saludos.
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