Las mujeres de mi familia, insisto, eran hermosas y parecían haber nacido ya formadas. Venían ya hechas, por eso sabían cómo reaccionar ante todo: la muerte, el nacimiento, el olvido, el abandono, la soledad de las máquinas Singer y el viento duro que soplan hijos y maridos. Todo lo sabían, todo.
Las miro con atención. Repaso sus fotos. Sus anillos. Me gustaría vestirme como ellas, pienso. Me gustarías vivir en casas como las suyas y presidir enormes zagüanes en mecedoras de madera. Me gustaría haber alumbrado con su fuerza. Me gustaría, insisto, vestir sus zapatos.
Ellas vienen de otro siglo, de otro tiempo, de otro lugar que ahora se me antoja habitable, perfecto y sincero. Ha de ser la tarde, el calor y el sonido de una chicharra triste al final del invierno. Falta poco para que la lluvia se marche definitivamente. Y aún así no entiendo de dónde sale esta costura que estropea mi ropa y me separa de las bellas. Porque eso son. Las bellas.
Desde hace unos días he comenzado a escribirles cartas; imaginarias y reales. Varias de ellas las dirijo a una en especial. Estoy segura de que, si pudiera leerlas, cantaría algo hermoso, me diría esas cosas que sólo ella era capaz de saber, con esa sabiduría de manos cuarteadas y ojos limpios. Siempre pensé que ella sabía hablar con los pájaros. De otra forma, no habría manera de explicar cómo, desde su balcón en un primer piso, era capaz de verlo y entenderlo todo.
Aquí, en esta carta rara e impotente, sólo le pido, si me está viendo atravesar la calle, que susurre. Que me explique el vuelo de otros pájaros mecánicos que depositan gente en tierra. Trasunto de viajeros. Gallinero feroz. Aeropuerto en punto. Llegadas y salidas. Gorriones en el cableado de la luz.
Si me estás viendo, susurra. Puedo oírte, de verdad. Susurra, por favor. ¿No me reconoces? Soy yo, el gorrión.