Hoy, por alguna razón, me levanté pensando en piñatas. No hace mucho organicé una (la segunda después del osito amoroso de mis ocho años). Y aunque esa vez, a mis 24, pretendí lo mismo, no funcionó. Todo fue demasiado adulto. Ningún ajusticiamiento es moderado. Nadie se pone de acuerdo para apalear un muñeco así como así, sólo porque sería una buena idea. No. La piñata es un instrumento de la infancia. Un propedéutico ciudadano y sentimental con el que aprenderemos a reír y golpear al mismo tiempo, como si lisiar a un osito a palazos fuera algo normal.
Las piñatas son el abecé del hombre masa, la gragea del alegre maltratador, el proyecto del juez y delincuente que seremos. Ocurren siempre en el transitado patio de colegio, en la plaza del barrio o el parking del edificio. Se celebran en sitios públicos, en lugares de paso para el escarmiento y la alegría.
Decorado el lugar para la ocasión, la piñata requiere el acompañamiento, el sentimiento primigenio de multitud que un niño puede tener a su alcance, familia y amiguetes. Y todos arengan al enclenque homenajeado en su paliza contra el superhéroe o la princesa de papel higiénico al que, curiosamente, ha elegido por una cuestión de afecto. Y ahí radica otra sádica característica de la ocasión: el niño escoge una figura por la que existe algún afecto, para pegarle más duro. Con la mayor suma de felicidad y bienaventuranza posible.
Porque las piñatas son y han sido siempre lo mismo, un festivo linchamiento, un sacrificio en honor del anfitrión y sus invitados, una tierna lapidación con tarta y gelatina de fresa al final de la masacre. La piñata es el único crimen contra los derechos humanos al que eres invitado con una linda tarjetita. “Ven a mi cumpleaños”, algo así como, ven al linchamiento que ofrecen mis papis.
Algunos padres intentaron alguna vez enmendar la crudeza del ritual. Pero en lo que a piñatas se refiere, de nada sirven los paliativos civilizadores. Eso de sólo abrir la panzuda coraza, sacar los caramelos y arrojarlos cual improvisada lluvia, ¡ni pensarlo!
El verdadero espectáculo de la piñata consiste en el acometimiento colectivo de su fin. Se trata de aguardar por el turno. Esperar ansioso el grueso palo de escoba y una vez con él en las manos, dárselas de feliz verdugo y emprender a palazos contra el mundo. Entonces uno golpea ciegamente, con furia y ansiedad. Uno golpea con la esperanza de ocasionar el diluvio de caramelos, soldaditos, confetis y piruletas. Lloverán caramelos, se dice uno, con la mano derecha metida en una bolsita de plástico –a juego con la piñata- dentro de la que se sancochan los dedos.
Y cada quien desarrolla su propia coreografía criminal. Las niñas de nueve lo hacen de una forma distinta de las de cuatro, que apenas tienen fuerza y altura para llegar al monigote. Los primeros y más feroces suelen ser, sin embargo, los varones. Sólo superados en número y resultados por un cierto tipo de abuela cabrona, de procedencia no del todo identificable, y que suelen ser las más crueles a la hora de arrebatar caramelos. Lo hacían con la saña de la medicación caducada, raspándole a uno el alma contra la grama con esas uñas color escarlata.
Hoy, por alguna razón, me levanté pensando en piñatas. Sentada en una antigua plaza de la ciudad, desplumo palomas con el corazón. Repaso con horror el ritual de la piñata. Y aunque trato, no puedo evitarlo. Temo ser el osito amoroso de crepé que alguien –alguno de esos niños- destrozará con saludable ahínco.
La verdad, no había visto las piñatas de esa manera. Desde pequeño incitan a la gente a la violencia.
ResponderEliminarJAJAJAJAJA. Lo de las cabronas abuelas es verdad!!! A mí me tocó más de una vez recuperar lo mío robado por manos venosas!!! Una hasta me metió la mano entre las piernas para robarme mis golosinas ganadas con sudor, emoción y adrenalina!!! Todavía recuerdo el olor de las chucherías y los jugueticos de plástico!!! Yo le hice una piñata a una amiga hace unos 4 años y disfruté demasiado, fue una catarsis pegarle a la piñata y un gran placer ver a la gente grande disfrutar tanto! Sobre todo viendo la cara de mi amiga! Gozó demasiado!!!!
ResponderEliminarViste!!!! Lo sabía. Esas abuelas existían chama... ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja
ResponderEliminarKari tienes tanta razon... podria pasarme horas hablando sobre el efecto de las pinatas, porque mi hija de casi 3 anos sufre horrores a la hora de tumbar la pinata, ella no entiende por qué carrizo hay que golpear malsanamente a "la cenicienta" (mientras llora, aprieta los punos, dice ayyyyy y se aferra a mi, mientras me cuenta: "se rompió el vestidoooo!!!" o cuando Barney es degollado queda impactada creyendo que su fiel amigo no va a volver a cantarle, etc... a veces un simple Power Ranger, le crispa lo nervios porque sólo el hecho de que otro nino venga armado de rabia y sed de maltrado a apalear al munecote la estrezan, ha aprendido a no tenerle tanto miedo, pero cuando llega la hora de cantar: dale, dale, dale a la pinata, tumbala para el suelo, queremos caramelos!... ella con recelo espera su turno y si olvidan invitarla al salvaje evento de destrozar la pinata ella queda en paz! ...
ResponderEliminarAlejandra: pero piensa. Uno debe golpear el muñeco que más aprecia. Y debe golpearlo en público, en medio de esa arenga tan rara. Y no sólo es la paliza al monigote. Son esos caramelos que caerán y por lo que habrá que golpearse para tener un botín que haya hecho que la tarde valiera la pena. Entiendo a tu hija, la entiendo completamente. Comprendo su angustia. ¿No te pasó a ti lo mismo?
ResponderEliminarBueno,es terrible, pero, a veces, la vida es una fiesta y la piñata somos cada uno de nosotros.... tal vez es un sano entrenamiento?????... Uff.
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