viernes, 20 de diciembre de 2013

Una bicicleta, una escopeta y una gorra tricolor

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"Vosotros lo tenéis todo, yo sólo tengo una escopeta"
Rafael Chirbes. En la orilla.

Suelo venir todos los días, por la misma razón. El vaso de café es más grande que en el resto de las cafeterías de la zona. Y eso me gusta. Las primeras veces la pasaba muy mal. En la barra solía sentarse –como ahora- un grupo de jubilados mañaneros,  una tropa de madrugadores abuelos que dejaban pasar el telediario con bocados lentos a un churro mojado en coñac. Al comienzo, sus chistes me molestaban. Irrumpían en mi despertar con un graznido de pantuflas que con el tiempo he aprendido a querer.
Pero hoy, justamente hoy, he recibido la mala noticia. Harto de las astillas, el dueño del bar ha tirado a la basura los grandes vasos de grueso cristal, los mismos que me han aficionado al lento desayuno de las ocho en el número 67 de la calle Atocha. No están. Han desaparecido. Al menos eso me ha explicado el camarero cuando le he reclamado por el repentino y minúsculo café que me sirve en un triste vaso de caña. Con resignación bebo una mierda de café que dejaría a medias de no ser porque comienzo a necesitar más el ambiente del bar que la cafeína de la mañana.
Remuevo el bebedizo con desgana, esperando a que la espiral que forma la cuchara disuelva las diez pastillas de sacarina con las que enveneno mi café. Tardan en desaparecer. Son resistentes las muy jodidas. Las inspecciono. Permanecen todavía visibles en el café negruzco que Antonio, un camarero más portugués que gallego, me sirve con su castellano ininteligible y sus raros chistes. “Hoy menos leche, porque la vaca está de vacaciones”. Nunca le digo nada, como tampoco digo a los abuelos que se carcajean, felices o no, de su madrugador aburrimiento. En el fondo les quiero. Y no sé por qué. Antonio hace lo que siempre. Sirve el café y exclama: "Opa-ya".
Hoy, además del café diminuto, algo más trastoca la rutina: estoy de vacaciones. A diferencia de otros días, dispongo de un tiempo bobo, ese que sirve para ver cómo una china engulle porras a la vez que vacía con enjundia sus fosas nasales con el dedo índice que le queda libre; con el medio y pulgar sostiene su grasienta columna de harina y azúcar, con el índice se dedica a hurgar. La imagen me da asco y me entretiene. Las dos cosas juntas no pegan pero forman parte del paisaje. Además,  hoy tengo tiempo, de sobra.
Cuando he comprobado que la sacarina está disuelta, una voz captura mi atención. Un jubilado, que podría ser ese o cualquiera de los diez que acuden todos los días -¿serán intercambiables?-, habla con el camarero. Lo hace a gritos. No sé por qué, habla del pasado –casi siempre lo hacen, pero esta vez es diferente-. Cuenta una historia de hace muchos años que no es suya. Será la de algún primo o un hermano, alguien del pueblo –no dice cuál-, un lugar que me parece a mí tan remoto como ahora le parecerá a él. Como tengo tiempo, afino el oído.
-Imagínate cómo sería entonces salir de España- dice el abuelo.

-Ya… -dice Antonio, el camarero, mientras pule uno de los nuevos y miserables vasos.

-Yenus –no sé a quién se refiere, ni siquiera sé si se escribe así- tuvo que vender su bicicleta y la escopeta.

-¿Para pagarse el viaje? –le responde Antonio.

-No, ¡para hacerse el pasaporte!
Algo muy dentro me dice: pregunta, pregunta. Pero el cabreo por los vasos de caña me espanta la vocación. Además, estoy de vacaciones. Bebo, con sorbos pesados y malhumorados. El abuelo no dice nada más. Otro, quizás mayor que él, habla de su familia. La que se marchó a Argentina. Saco el euro treinta del bolsillo y lo dejo en la barra. Doy las gracias y me marcho.
Camino por la calle Atocha, todavía con la idea de la bicicleta y la escopeta, rara combinación de un equipaje precario. Hago lo que todos los días: dejo un cigarrillo en la mano gruesa de una mujer gorda y estropeada que pide en las puertas de la iglesia de San Sebastián, cruzo en dirección de la Plaza del Ángel, esquivo vidrios rotos, respiro el aire frío de una ciudad que nunca llegaré a reconocer como propia y que amo justo por eso. Avanzo hacia la plaza Jacinto Benavente, la del barrendero de hierro, la misma donde aparcan el 32, el 6 y el 26. Esquivo a los alemanes borrachos y miro directo a los ojos a una morena prostituta que acumula años y maquillaje en los párpados.
Busco un regalo para mi sobrino. También otro para mi hermana y uno para mi hermano. Mientras bajo por la calle Carretas, me repito: una bicicleta y una escopeta. ¿Para pagar el viaje? No, el pasaporte. Una chica sin piernas me pide dinero. Una mujer ciega me pide una ayuda. Una chica de gafas me da un empujón, otra con los ojos pintados me pisa los talones. Estoy de vacaciones, me repito, mientras paladeo la bilis dulce que tienen las calles del centro al amanecer: charcos de vómito, restos de vidrio, remolinos de ropa abandonada.
Llego a Sol. Me distraigo con el calor que desprende la luz de las diez. Me dejo llevar. Estoy de vacaciones, repito, como si me sacudiera una rara culpa de encima.  Saco un cigarrillo, lo enciendo. Levanto la mirada. Un hombre con gorra tricolor, como la que usan Henrique Capriles y Nicolás Maduro, fuma junto a otros que llevan chaleco reflectante. Ellos dicen comprar oro; el de la gorra tricolor solo lleva colgada de una cinta una pequeña cartulina inscrita con una palabra, una sola: Cadivi.
Su negocio, acaso más discreto que el de los hombres que trabajan para la decenas de casas de empeño de la zona, consiste en pasar una tarjeta a aquellos turistas venezolanos que lo soliciten. Ellos piden mil. Él les da 900. Los cien quedan como comisión. Vender vergüenza a cambio de fe. Las pocas monedas que autoriza el gobierno venezolano, rematadas en un zoco a los incautos que quieran –o intenten- esquivar una norma que no les permite usar lo que les pertenece.
Paso de largo, subo por la calle Preciados. Entro en la tienda del Real Madrid. Busco algo para mi hermano. Un almanaque, un souvenir, algún objeto que le haga feliz y que no me vacíe el bolsillo. No me planteo una camiseta. Le he regalado miles. Hago la cola, paciente. No hay un solo español en la fila de clientes. Una mujer embutida en unos jeans blancos se demora. Pide, por favor, que inscriban la camiseta con el nombre de su sobrino: Lenin Alexander. El encargado le explica. Cada letra supone un recargo. Ella hace cuentas. Bale le sale más barato; y no lo duda. “Sí, sí… ponga eso, Bale”. Lleva tres camisetas. Acaso unos 300 euros en tela blanca fabricada por Adidas que harán más rico a Florentino Pérez y  que al cambio negro supondrán como tres salarios mínimos cada una. ¿Le compensa? Sí, supongo. Le compensa.
Viene a mi mente la bicicleta, la escopeta, la gorra tricolor. Podría, si quisiera, marcharme. Pero no lo hago. El modesto calendario que llevo, y acaso la fragancia oficial del Real Madrid, harán feliz a mi hermano, que necesita poco para sonreír. Al fin llega mi turno, pago. A mi lado, la mujer de pechos hinchados y culo prieto espera sus camisetas. Yo sólo quiero una bolsa más grande, más bonita, para que mi regalo parezca decente. Salgo a la calle. Miro el sol. Me entretengo con el bienestar que produce la luz. Camino, fumando sin ganas, hacia Sol. El hombre de la gorra tricolor sigue allí. Me pica la curiosidad, y acaso la bicicleta y la escopeta.
Pero no. Hoy no. Estoy de vacaciones. En dos días vuelo a mi ciudad. Puede esperar. Sí, puede –creo- esperar. Bicicleta. Escopeta. Me repito mientras camino, de vuelta, a casa. ¿Compensa? No lo sé. Simplemente… no lo sé.

sábado, 9 de noviembre de 2013

El hombre del piano, junto a los servicios

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El 26 avanza con lentos tirones por la calle Atocha, hoy más empinada que de costumbre. Leo una novela mala, pésima. Chasqueo los dientes y busco las llaves en el bolso. Con ellas en la mano pienso que no me apetece llegar a casa. Es pronto y sin embargo ya es  casi de noche. Si pudiera, hoy me moriría de frío,  ganas o cansancio. Quizás todas a la vez.
Llego a la parada de siempre y como todos los días me bajo entre empujones de abuelas que hacen uso de sus paraguas con la destreza de las viejas que, según Kundera, inundan las calles de Praga.
Me bebería una cerveza, pienso. Pero el cansancio y el tedio me hacen desistir de  la lenta alegría de las aceitunas. No necesito siquiera caminar. Justo al bajar del autobús me topo con el más entrañable de mi colección de bares cutres. Cafetería La Vera, un lugar en el que conviven las tragaperras renegridas y grasientas con fotografías de orquestas firmadas por sus directores o mejores solistas.
Avanzo, con desgana. Las primeras dos de las tres mesas del salón están ocupadas por abuelos que beben chocolate espeso con cucharitas. En la barra se agolpan hombres ruidosos. Me hago un espacio al final y me siento en un taburete. No necesito siquiera decir qué deseo beber. El camarero sirve lo de siempre: caña y aceitunas. Hoy, quizás más que otro día, le agradezco que conozca mis rutinas, que decida por mí.
Miro mi vaso corto de cerveza, mordisqueo una aceituna horrible, cuando escucho, de pronto, los primeros acordes de Rhapsody in blue, de Gershwin. Me doy la vuelta. Un hombre mayor toca un piano. En todo el tiempo que llevo viniendo a La Vera, no había reparado en el instrumento, colocado malamente en el estrecho pasillo que conduce a los servicios.
Me asombra todo: el anciano pianista, el instrumento que nunca había visto y la melodía de Gershwin. Todo junto y a la vez me parece un beso, uno de esos que te dan cuando deseas que alguien te proteja. Y hoy, quizás más que ningún otro día, quiero que alguien cuide de mí.  
Seamos sinceros, Gershwin suele ser  bastante común en los repertorios de sitios que no pertenecen a nadie: bares, restaurantes, hoteles. Es –injustamente- como las grandes canciones de Sinatra, una joya convertida en cáscara, en hojalata, concha de cacahuete mordido, banda sonora del no-lugar. No habría porqué asombrarse. 
El asunto es que llevo días escuchando Porgy and bess. Lo hago por melancolía, como siempre que escucho ópera; también porque intento empujar con música las páginas de un capítulo puñetero de una novelita que no se deja escribir.
Cojo mi caña, mi plato de aceitunas agrias, me levanto de la barra y ocupo la única mesa vacía: justo la que está frente al calvo pianista de cazadora gris y perfil de doble papada. No he dado todavía un sorbo a mi cerveza –creo que en el fondo no me apetece-.
Me siento a escucharle. Lo hago con las manos apoyadas en las mejillas. Creo que soy la única que le escucha. Por eso me permito  pensar  que sólo toca para mí, que el Telediario de la tele empotrada en la pared no interrumpe, que los ruidosos hombres de la barra no estropean el aire  con sus risotadas. Me lo permito. Sí.
En épocas más pretenciosas habría paladeado El hombre del piano de Bukowski con los tragos que doy a mi cerveza. “El hombre del piano/ toca una pieza/ que no compuso/ canta una canción/ que no es suya/ en un piano/ que no es de él./ mientras/ la gente en las mesas/ come, bebe y habla”.
Pero no. Yo, a diferencia del auditorio que depara el poeta a su músico, no quiero que el pianista se levante. No quiero que deje de tocar. Necesito que continúe, que me retenga, que me haga compañía con la fidelidad que tienen las cosas que se evaporan, esas que en un rato ya no serán lo que nos parecieron: ni ten hermosas, ni tan especiales, ni tan nuestras, pero que necesitamos quién sabe dios por qué.
El pianista encadena Rhapsody in blue con Summertime, una canción que no me canso de escuchar, aunque sea en los sitios más disímiles y absurdos. Y aunque la de este hombre calvo no es como las de Ella Fitztgerald y Amstrong, Mahalia Jackson o Miles Davis, me vale. Incluso estropeándola, me seguiría valiendo. En el fondo no es eso: una nana que alguien canta a un niño mientras espera la tormenta que habrá de caer sobre Catfish Row. Una nana. Porque ya son demasiadas las noches en las que no consigo dormir.
Una mujer abre la puerta y sale de los servicios, tropieza al hombre anciano que toca el piano y se abre paso, balanceándose sobre sus piernas sin tobillos. Él sigue tocando, yo sigo ecuchándolo hasta el final. El pianista termina. No hay aplausos, ni uno. 

Doy un largo trago a mi cerveza, renuncio por completo a las aceitunas y me pongo de pie. Voy a la barra, pago y me abro paso entre hombres ruidosos y ancianos que mordisquean churros. A mis espaldas suena ahora un pasodoble de Manolo Escobar.

sábado, 5 de octubre de 2013

Pollo a la diáspora


Son las tres menos cuarto de una tarde que no se decide a ser otoñal. En Las Tablas, un barrio a las afueras de Madrid , los pocos transeúntes se arremolinan en las terrazas de unas calles desoladas y en las que florecen, aborrecibles, edificios de ladrillos. Unos iguales a otros. Este es un barrio feudal, casi autárquico: se basta a sí mismo. Y es que queda tan lejos que... ¡quién en su sano juicio iría a comprar el pan en metro hasta Plaza de Castilla! Valga decir, también, que quien lo recorre tiene la sensación de pasear por el Manzanares caraqueño; y no sólo por el ambiente aislado y remoto de sus condominios, sino también porque es una de las zonas de la ciudad donde puede que vivan más venezolanos por metro cuadrado.
Busco dónde comer pollo a la plancha por menos de diez euros; imposible en esta zona en la que el menú diario no baja de 12. Para conseguirlo, un almuerzo decente acorde con mis costumbres de fakir quiero decir, camino las tres desoladas cuadras que separan el periódico en el que trabajo del restaurante más cercano, una pequeña tienda de comida casera donde, como saben que como poco, tienen muy claro a qué atenerse conmigo.
Aunque empresas como Telefónica, la constructora FCC o ahora el BBVA tienen sus sedes aquí, es poca la vida que se cuece en sus calles: madres que empujan cochecitos, esmerados corredores  que parecen figurantes de televisión –están a todas horas: de día, de tarde, de noche- y, a veces, gente con perros que cruza las calvas calzadas espolvoreadas con cacas mínimas que dejan a su paso mascotas y dueños.
Las Tablas:  una zona pensada para gente con automóvil –la única boca de metro está lejísimo y sólo dos líneas de autobuses la comunican con la civilización-; gente que no hace vida en la calle; que no ensucia -no hay una sola papelera-; gente que no se va de copas; que no saca libros de la biblioteca –no hay ninguna, tampoco librerías, abundan, eso sí, las farmacias-; que no va al teatro, ni al cine… Gente que se recluye en sus palomares y hace corrillos vecinales en las pocas panaderías y supermercados de la zona. Valga decir: tampoco hay estancos ni kioscos. Así que de leer y fumar, más bien poco.
Y probablemente sea por ese trasunto miamero, ese regusto a pesadilla urbanística o a ciudad no peatonal donde radique el poderoso atractivo que tiene esta zona para los venezolanos; de otra forma no se explica que haya tantos, desperdigados por ahí con ese raro acento que nos florece entre los dientes después de unos años viviendo en la península, un cantado tan desagradable como impostado, lleno de conjugaciones que no nos pertenecen pero que nos hacen la vida más fácil.  
Después de caminar diez minutos llego a la pequeña tienda de comida casera y noto, de pronto, que otro restaurante -¡con menú a nueve euros!- ha abierto sus puertas. Es una pizzería o más bien un sitio de comida italiana en el que, sin embargo, ofrecen ensaladas y comida de esa que hace efecto relámpago –comes, pagas y te vas-. Entro. Nada más cruzar la puerta, lo he averiguado. ¡Otro restaurante de venezolanos! –hay uno de comida típica al que los caraqueños descastasdos hacemos peregrinaje para tomar un marrón con espuma o pagar seis euros por una arepa, se llama Antojos Araguaney-. Lo cierto es que, nada más entrar, me doy cuenta: estoy pisando territorio diáspora. Ese seseo, ese no sé qué, esa monería de la carta, la decoración, ¡algo! Debo decir que nadie ha abierto la boca. Ni el chico que lleva las mesas, ni la mujer de la barra.  Ya dentro, dudo si hacer lo que siempre hago al reconocer a los compatriotas –huir-. Pero me quedo. Tomo asiento. Miro la carta.
No se diga más. El chico que viene a tomarme la orden –caraqueñísimo- apunta ensalada mixta y pechuga de pollo a la plancha. Le desconcierta un poco que una comida tan sosa no esté regada con Coca Cola Light, que rechazo de inmediato y sustituyo por una cerveza.  A mi lado, una pareja de amigos –también venezolanos- habla de los días recientes, el viaje a Houston para ver a una hija que ha dado a luz, el primo en Miami, la nuera en Australia… En el local hay seis personas: tres comensales y tres empleados. Y los seis somos venezolanos. Nadie dice nada. No hay preámbulo de reconocimiento ni el acostumbrado… “¿Eres venezolana, no?”. En esta zona se da por sentado.
Pincho una lechuga con el tenedor. Me lo llevo a la boca. Mastico –y escucho-. Al tercer movimiento de mandíbula, apoyo el cubierto en la mesa y doy el Do de pecho: “Me siento como en Alto Prado, o en la Francisco de Miranda, o en Chacao, o en Baruta. Que todos somos venezolanos, cojones”. Me arrepiento un poco del giro castizo, pero ya el mal está hecho. Los dos señores se dan la vuelta; el camarero; la chica de la barra y hasta la cocinera. La primera en hablar es la comensal de mayor edad: “¿De Caracas, no?”.  Asiento. “¿Y cuánto llevas aquí?”. Siete años, respondo. “Nosotros diez”, contesta. Algo sin embargo, no cuaja en el ambiente. Ocurre últimamente: el país es como un cráter al que damos rodeos, una costra que no rascamos para que no sangre, algo que  aparcamos para no comenzar la retahíla : Cadivi, Maduro, la inseguridad, el síndrome skype –vemos crecer a nuestros sobrinos, primos, ahijados, a través de su pantalla de marco azul- … Nada de eso ocurre ni se cuela en la vida que momentáneamente compartimos, a nueve euros el menú. Seguimos comiendo.
A la hora del postre, el chico que atiende me ofrece cheese cake –no tarta de queso-, la ha hecho su esposa. No escojo la confitura  pero sí la oportunidad de un breve interrogatorio. Él es expedeveso, su esposa también y ya puestos, los señores de la mesa de al lado rematan: nosotros también. Algo se me atraganta, y no es la lechuga. Lo puedo asegurar. Pido la cuenta, sin mayores festejos ni jolgorios. No dejo que me la traigan y me acerco a la barra. Me dirijo a la mujer que sirve las cañas. “¿Sabes algo?” -le digo- “no sé si este ha sido el mejor sitio para comer”. Ella me mira, con cierto pánico. “Desde hace semanas sólo pienso en Caracas, en volver, en rehacer…”. No quiero que pase, pero la voz se me ablanda. Me disculpo y agrego: “Que son ya siete años, que yo ya pasé el límite para estas pendejadas”. Ella me mira y sonríe, largamente: “No señor. Para atrás ni para coger –coger, no agarrar- impulso. Somos valientes. Que no se te olvide, todos nosotros somos unos valientes”.
No recojo las vueltas. Atravieso el salón y salgo a la calle. La tarde achicharra como si fuera agosto. Miro las calles sin papeleras, los desolados condominios, los corredores figurantes y entonces echo a andar, de vuelta a la redacción. Y por más que lo intento, algo raro se me ataruga. Ha de ser que el otoño todavía no llega. Es eso, seguro. Sólo eso.

domingo, 1 de septiembre de 2013

#CapítuloTres


"La escritura, creo a veces, es un acto de recuperación y demolición simultáneos. Mientras el escritor pone en marcha un universo, otro autónomo, se desata. Piense en una manada de caballos o mejor, piense en un carro tirado por tres caballos. Imagine que cada uno tira en una dirección contraria. ¿Avanzaría esa carroza? No, ¿verdad? Pues creo, a veces, que las palabras se desbocan. Echan a correr, mientras quien escribe intenta domarlas, para que vayan en ésta o aquella dirección"

miércoles, 17 de julio de 2013

Verano

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Hay cosas que sólo ocurren en verano: las mesas de manteles limpios y platos relucientes; las cervezas frías que se beben de dos en dos; los aviones que llegan a mediodía y la dulce resaca de las aceitunas a deshoras.  También los regalos que salen a la luz después de meses en el armario, las ceremonias del equipaje deshecho y la idea momentánea, pero suficiente, de que sí, en efecto, estamos juntos de nuevo.
En el salón de casa hace un calor compacto que las aspas del ventilador apenas logran remover. Saco de una bolsa Escenas de una vida de infancia, de Coetzee, el autor favorito de mi hermana. Extiendo sobre la mesa un pliego de papel rojo y corto cinco trozos pequeños de cinta adhesiva. Antes de envolverlo, abro el libro. Leo la primera página: título, editorial, autor y traductores,  que en este caso son tres.
Uno de ellos es Juan Bonilla, el que considero, desde hace meses, mi mayor hallazgo literario, un especie de aliado en la perezosa vocación de mi propia escritura. Coincidencia feliz, papel de envolver rojo. Y comienza entonces la papiroflexia, la lenta ceremonia de envolver un libro que alguien más leerá, un evento pasado de moda que proporciona tanta alegría como lamer estampillas o cerrar sobres después de humedecer el pegamento con la lengua.
Me cuesta un poco terminar la tarea. Que el papel luzca liso, prieto, perfecto. Que el libro parezca una mano enguantada o una cintura pequeña en un vestido deslumbrante. El calor aprieta y el cigarrillo que olvido fumar ya es tan sólo una barra  de cenizas en un recipiente sin colillas.
Insisto: hay cosas que sólo ocurren en verano. O quizás sea el verano el que viene con las cosas que ocurren. No lo sé, mañana, a las once, llega el vuelo. El regalo de mi hermana ya está envuelto.

domingo, 5 de mayo de 2013

No son los zombies, soy yo


Debo hacer enormes esfuerzos para evitar la televisión. No siempre, claro. Me ocurre cuando me siento sola: al terminar de leer un libro o cuando lucho con la página en blanco del eterno capítulo siete de una novela a la que aún no puedo hincarle el diente. Me ocurre cuando me pillo por banda. Cuando miro el techo durante más de un minuto o mientras me ducho sin ganas.
Pasa también cuando estoy cansada –cada vez más-. Entonces me derribo sobre el sofá con la misma fuerza con la que, en la calle, patearía un perro o iniciaría una pelea. La televisión me anestesia,  me produce una hemorragia que me vacía de a poco. Y cuando la veo me quedo así: seca, en paz.
Tendría sus ventajas la televisión de no ser porque, a la vez que me seda, me derriba. Todo frente a ella me ocurre sin efecto. Me dejo llevar por los informativos –esa idea de que la vida le ocurre a otros- y los capítulos de la serie Walking dead, en donde un grupo de supervivientes mata monstruos como moscas –me gusta verlos golpear, atravesar, desangrar; me relaja- a la vez que libra una lucha contraotros vivos.
En su versión del Apocalipsis de San Juan, que publicó el año pasado con Península, Vicente Verdú se pregunta por la popularidad de los zombies. Dice el escritor que nos hemos convertido en una sociedad muerta en vida, llena de heridas sanguinolentas, que arrastra los pies en la noche de los tiempos. Me quedo con esas palabras: la-noche-de-los-tiempos.
Como hace dos o tres años lo hicieran los vampiros, hoy nos inundan mareas de individuos verdosos. Seres sin voluntad ni pensamiento que se arrastran por ahí con una sola intención: comerse a un vivo. Son fáciles de matar uno a uno pero en multitud son letales.
Cuando amanezco bien del corazón, es decir, sin ganas de dar empujones a quien me obstruye el paso o de retorcerle la oreja al niño que chilla en el metro, camino por la calle con algo parecido a la extrañeza. Y me parece que quienes me rodean son caminantes, zombies lentos y numerosos de los que yo también formo parte. Algo parecido a la resignación se empoza en mi estado de ánimo.
Entonces llego a casa y pierdo otra batalla. Descubro lo que a veces sospecho por la calle: que mis sueños son brutales y mis fantasías (vistas con el rabo del ojo de la sinceridad) preocupantes. Sólo ahí, tranquilita viendo mis zombies, noto que cuando oigo una palabra deseo su opuesto: justicia, venganza; reconciliación, revancha; igualdad, reajuste; libertad, desenfreno.
Mientras veo el Telediario –insisto: la vida que le ocurre a otros-, me descubro de a poco levantando el labio, enseñando el colmillo. Vuelven a mi mente las palabras: la-noche-de-los-tiempos. Estoy lejos, a kilómetros de distancia de un salón enorme donde gente vestida con banderas golpea a otras. Entonces ocurre. Otra vez el reverso de las palabras; esas ganas de golpear y empujar. El muerto viviente que llevo dentro o el superviviente que aprende a matar para seguir con vida.
Soy hija de gente mucho más valiente que yo. Y me doy cuenta, así, cuando me veo desde fuera: arrastrando mis pies, gruñendo en secreto, anhelando que la vida fuese un video juego en el que pudiese cargármelos a todos. Me pellizco. Intento, como sea, volver en mí. Pero ahí sigue la tele, apagada, demandante, pidiéndome otra vez la hemorragia que me deja quieta.
La-noche-de-los-tiempos. El país de los muertos vivientes. Gente que mata gente. Vivos que reinan sobre otros. Lo veo. Aparece en mis sueños. Envuelvo a mi familia en una servilleta. La protejo en un bolso imaginario que va conmigo a todas partes. Cruzo la calle. Estoy a salvo, pienso. ¿Pero de qué?
Últimamente debo hacer enormes esfuerzos para no ver la televisión. Para que la vida no sea lo que ocurre a otros. Para que esto negro –muy negro- que se me trepa por la garganta no sea lo que sospecho. Que no sea, por Dios, lo que creo que es.
Ya lo he dicho, veo zombies. Pero no son ellos, soy yo, quedándome dormida, de a poquito, en la-noche-de-los-tiempos.

sábado, 9 de marzo de 2013

Caballo negro




Era negro y estaba ensillado.  Lo miré desde el suelo, derribada tras una larga lucha. El pelo del caballo era brillante: carbón aceitado, reluciente bajo un sol de media tarde. Una silla repujada con adornos de cuero trenzado se sostenía gracias a la cincha apretada sobre el vientre oscuro. Intenté ponerme de pie para mirarlo de cerca, pero apenas y pude levantarme. Me quedé  tumbada sobre la tierra seca, incapaz de moverme. Nubes de polvo amarillo se levantaban con el viento  alrededor del corcel negro, todavía impasible.
No hacía frío y sin embargo lo recuerdo así. El dolor entero del cuerpo, la falta de fuerza en los brazos, las piernas muertas. Alguien  a quien tuve que hacer frente había pasado por allí y me había machacado, pero no lo suficiente como para no poder darme cuenta de que, sea lo que hubiese ocurrido, estaba yo peor que cuando comenzó todo. El jinete había desaparecido, ¿dónde estaba?  Ahora no podía saber si en su lugar vendrían miles o si me quedaría yo, varada, para siempre, en aquella tierra perdida.

El caballo seguía ahí, como si esperara una orden. Algo en él parecía poderoso, amenazante. De pronto mi atención se desvió por completo hacia sus patas largas; la cola negra y quieta; la crin suelta; las riendas colgantes y flojas.  En otro lugar, aquel caballo habría sido hermoso. Pero su oscura estampa  escondía mañas o muertos. Algo raro.

 Después de mirarme, todavía yo en el suelo de un lugar del que no sé nada, el caballo abrió los ollares, resopló,  y echó a andar; primero paseándose frente a mí de un lado a otro, como para asegurarse de que le viera bien, de que grabara en mi mente el movimiento de sus patas robustas y su negra grupa.  Después echó a correr, veloz y furioso. Lo vi alejarse; con miedo. Como si se tratara de una versión positivada de los caballos blancos, heroicos,  de Tovar y Tovar. Pero éste ni era blanco, ni llevaba jinete. Tampoco corría desorientado. Adonde quiera que fuere, llevaba el aspecto de una bestia que no necesita dueño ni bridas.
El caballo negro se alejó, como una fuerza oscura que dibuja una línea negra y continua  en el fondo del horizonte. Corriendo, ensillado y decidido,  el corcel se alejó quién sabe adónde.

                Me había acostado muy tarde. Cuatro y media. Quizás cinco de la mañana. Llevaba escribiendo desde las siete de la tarde la crónica de la muerte de Hugo Chávez.  La anunció su sucesor, a las 4.25 de la tarde, hora de Caracas –casi las diez en Madrid-. Ya tenía lista una parte; la había escrito después de contarle al director que hoy se daría a conocer la noticia. Y aunque ya había comenzado, me faltaba lo peor: enterarme. Así, en vivo y directo: enterarme.

Escribí bebiendo, lo suficiente como para mantenerme despierta; para resistir a la página en blanco y los fantasmas rojos. Mientras tecleaba y buscaba cifras, datos, palabras esterilizadas y quirúrgicas que me defendieran, todo me vino a la mente. Un río bravo de gente muerta anegándose en la pantalla. El sol apretado de las caminatas por autopistas cerradas. La vida seca de los que tuvieron que marcharse o reinventarse.  La bandera como una camisa tendida. El himno nacional –cómo quise escucharlo-.  No sabía qué hacer ni dónde colocar todo cuanto sentía. Me fui a dormir con la crónica escrita, el cuerpo maluco y la cabeza en otra parte.

Desperté todavía con la imagen del caballo negro  corriendo furioso. Y como en el abatimiento del sueño, las veces que intenté, no pude levantarme de la cama. Sentía el cuerpo cansado, como si yo también en la vigilia hubiese luchado contra alguien.  Volví a pensar en los caballos de Tovar y Tovar en la Batalla de Carabobo que decora el techo del Salón Elíptico del Palacio Federal. Un mes o dos semanas antes, había hablado con un amigo sobre esa pintura. El país se parecía, dijo él, a uno de los caballos ensillados y sin jinete que corrían en medio de casas arrasadas y soldados muertos. Caballos asustados. Caballos sin jinete en una estepa yerma. Pensé también en las bestias de ojos abiertos que pintó Michelena en el Vuelvan caras. Caballos, caballos, caballos… bestias perdidas  en medio de una guerra de montoneros y caudillos.

Lo que no llegué a entender, ni esa mañana ni ahora, fue el color oscuro de mi caballo durmiente. No era una imagen alegórica. No se parecía al corcel blanco que de niña intentaba dibujar en el escudo bajo el haz de espigas y las espadas. Entonces era más difícil representarlo, porque a diferencia del actual, aquel no corría: doblaba el cuello, resistiéndose indómito contra algo. Pero ni los caballos que crecí dibujando en un block Caribe de hojas blancas  ni los que he visto pintados por Tovar y Tovar o Michelena tienen el aspecto del que he soñado. El mío parecía, acaso, un caballo cuervo; un mensajero que espera, posado sobre sus cuatro patas, a que algo ocurra y que vemos alejarse  mientras permanecemos derribados  en la estepa de un mal sueño tras una lucha.

sábado, 2 de marzo de 2013

Piedras contra un muro






"Y preguntarme por qué no escribo, inevitablemente desemboca en 
otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí?"
Jaime Gil de Biedma 

Viernes, todavía. Tengo frente a mí una página blanca, un muro limpio y áspero en el que titila, insistente, el cursor. Empujo en mi mente las palabras. Espero a que vengan, de a poco; o a lo bestia. Y no vienen.
Vivo de escribir y,  sin embargo, no consigo palabras suficientes: para arrojarlas; para dar pedradas o coces; para hacer preguntas y responderlas; para permanecer; para saber por qué los folios sin letras hacen lo que el miedo o el frío.
En verdad, no se han marchado del todo, las palabras quiero decir. Vienen para lo justo: buenos días, buenas tardes. Incluso algo más. Todavía recuerdo como apilarlas todas; juntas no dicen nada, pero al menos ocupan espacio. Sujeto, verbo, predicado.  Subo y bajo de autobuses repitiéndolo. Pero el muro sigue ahí. firme como un reproche.
Un amigo me dijo que el tiempo también escribía; yo me pregunto, entonces, qué reloj sin cuerda va a marcar la hora de los párrafos en este día demasiado largo.
Esta semana he soñado con serpientes dálmatas. Gruesas y veloces culebras de manchas blancas y negras que maté a portazos. Tuve que cerrar tantas puertas como serpientes aparecían en mi sueño. Plas. Plas. Plas. Plas. Al día siguiente salí a la calle. Nevaba, con fuerza. Y mientras pensaba en las serpientes, una blanca e insistente capa de hielo raspado comenzó a cubrir los árboles del Retiro. Una inmensa página blanca oliéndome las botas viejas. No cuajó la nieve; como no lo hicieron las palabras que intenté rebañar en mi mente mientras caminaba mirándome los zapatos.
Desde que no puedo escribir canto, miro la tele y paso ratos largos mirando a ninguna parte. Huyo de las libretas y los ordenadores. Viajo en el metro sin nada entre las manos. Algo parecido a un nudo bobo sujeta, retiene, desanima. Y no importa cuánto empuje. El muro sigue tan áspero y blanco como siempre.
Ya es sábado, ahora sí. Tiempo de descanso. ¿Será que vendrán hoy? ¿Será?

domingo, 6 de enero de 2013

Puerta 23

La sala 23 del aeropuerto está llena. En la pantalla central hecha para entretener a quienes esperan, una mujer hace vasijas de arcilla. Sus recipientes me distraen pero no me convencen.  En la misma pantalla, también un director de orquesta dirige un grupo de músicos  que interpretan mambos de Pérez Prado para una público que baila animoso –la música clásica puede ser guapachosa-. Luego, unos obreros controlan los botones grises de una aspiradora de copos de maíz. Cumplen el control de calidad, los copos y los botones. Hay más clips, pero sólo recuerdo esos. Juntos  hacen un bucle. Avanzan, se suceden, y vuelven a empezar. Una y otra vez. Con ésta, va la tercera ronda.  El tiempo en el aeropuerto, en cambio, se amelcocha. Tiendas llenas de baratijas que cuestan una fortuna. Cafeterías con comida que parece amarilla y vieja.
 En la sala 23 los mismos de siempre hacen las cosas de costumbre. Los que regresan a Madrid tras los días de vacaciones en el vuelo UX 072 repasan el repertorio. Los que parecen estar acostumbrándose a hablar de una manera al facturar la maleta y de otra al cruzar la taquilla de inmigración. Los que se van a morir del sueño con los pies apoyados sobre el equipaje de mano. Los que conferencian por teléfono, mis preferidos:  porque cuando llaman más de dos veces a un pasajero y no acude entonces van a retrasar el avión y  ahí sí te voy a llamar para que no te preocupes, ¿okey;  porque cuando hay paquetes muy compactos la Guardia Nacional cree que se trata de droga y te bajan a pista; porque una vez una señora llevaba harina de maíz y tuvo que bajar a dar explicaciones; porque cuando eres comunitario europeo no te corresponde la manutención de Cadivi; porque cuando llegue a Madrid voy a pasar por el consulado para preguntarlo todo y te aviso, ¿okey? Vale pues, Hablamos. Mitades de personas. El repertorio de siempre, sólo que esta vez relavado por el desuso. 
Llevo tiempo sin venir. Y estas ceremonias terminan por espantarme. Además estoy triste y el único problema que puedo gerenciar es el de la máquina de refrescos,  que se niega a darme una botella de líquido. Después de introducir dos billetes de diez –hace cinco años compraba un libro con eso-, acepto te en lugar de agua y me devuelvo a la silla en la que no quepo. Llevo dos bolsos; uno repleto de libros, otro lleno de cartones de cigarrillos libres de impuestos;  documentos, algunas libretas que llevo conmigo porque no puedo perder, con apuntes de entrevistas, anotaciones, ideas que no desarrollo, también el iPad al que no puedo conectarme y dos teléfonos inteligentes que no uso. 
Ya son casi las nueve y me comunico con mi hermana a través de un Nokia que me indica cuánto atasco le ha tocado desde el aeropuerto al que me ha llevado hace dos horas hasta a puerta de casa –puede que llegue en una hora más, cuando el trayecto normal dura 25 minutos-. Temo que la asalten en la autopista. Que le hagan algo. Normalmente temo, pero al venir, el miedo deja de ser un rumor y se hace insistente como las verdades. Miro hacia la pista. No veo nada. Intento leer el libro de Mirtha Rivero. Historias menudas de un país que ya no existe. En realidad releo la historia del Hombre a quien le salen bien las cuentas, poco después la de los dos pescadores nacidos en Margarita. El libro, aunque de tan remoto, me gusta y me saca el analfabeto que llevo dentro. 
Hace días que apenas y junto letras. Arrastro el peso de una a y la junto cerca de una consonante. Hago algo parecido a diarios que sólo yo voy a releer. Abandono de a poco la escritura, como quien renuncia a un afecto. Cargo pesos viejos esperando soltarlos en alguna parte. Mañana, cuando aterrice en Barajas, tendré que pensar si arrastro la maleta conmigo hasta casa en metro o si me echo el peso del país a cuestas de esta otra forma. Estará muy fresco el más cerquita y haré lo que estoy haciendo, ejecutando el gatillo loco de quien escribe para sangrar los días y sus noches. 
Miro a mi alrededor. No me siento parte de ninguno de estos grupos. No pertenezco al país del que me marcho, porque formaba parte del que dejé seis años atrás. Ha de ser por eso que el pasado tiene la forma de un país viejo, superado velozmente en el tiempo de los locos o los enfermos. En estos días ha de morirse el presidente. Está en La Habana. Conectado a lo que supongo, serán aparatos que lo mantienen a él respirando y al país ensayándose orfandades o tejiendo mortajas. Poco antes de irme, fui a la Plaza Bolívar para buscar a los que piden por la salud del presidente. No los encontré. También ,e metí en el tuiter para buscar a los que celebraban su muerte, y encontré muchísimos. Países como panes duros y yo con estos dientes tan blandos. En la tele abundan los comunicados oficiales y en la prensa escasea la información independiente. Los alimentos llevan sellos de calidad oficial y la gente quema el dinero  en cualquier mostrador comprando almohadas. Todo vale poco. La vida. Los billetes. La calma. Con quienes hablé sentí el tono de quienes resisten. En quienes vi cruzar la calle miré la indolencia de quien orina en medio de una mesa puesta. Entre ambas, encontré el ruido de las radios, llenas de música nueva; vi la tele, poblada de gente con ropa corta y ajustada; crucé calles vacías por navidades engañosas; toqué dinero de monopolio. 
Me moví en un país provisional que nunca da la campanada. Un país que ya no existe y cuya nueva versión no termina de entender la diferencia entre lo que dejó y lo que será, lo que vale de lo que deshecha. Lo que resiste de lo que arrasa. ¿De qué lado vamos a estar: de los que sobreviven o de los que eligen quiénes van a vivir? Alzo la vista hacia la pantalla del aeropuerto. Esta vez se repite el clip de la alfarera. Yo no tengo bando. Ni siquiera el de los provisionales. Yo no estoy de viaje. Ni siquiera regreso, porque el país del que me marché es anterior a éste. 
Contesto un mensaje de mi hermana. Me dice que todavía no llega  Catia. Cumplo con el miedo como mi único tributo en esta guerra de corazones. Mañana cuando llegue haré algo. Arrastraré mi maleta. Juntaré letras. Esperaré la muerte de un hombre conectado a una máquina. Temeré. Los amaré a todos en la distancia. Desearé lo mismo de siempre. Que vivamos todos en la misma ciudad. Que estos viajes no acaben de esta forma. Que el hilo no se me pierda a la hora de ensartarlo. Que de este costurero salga, al fin, algo bueno y que el bucle no descarrile. Esperaré, sin paciencia, a que el tiempo haga algo mejor a su paso. Esperaré. El avión no tarda en salir. Esperaré.