Hay cosas que sólo ocurren en verano: las mesas de manteles
limpios y platos relucientes; las cervezas frías que se beben de dos en dos;
los aviones que llegan a mediodía y la dulce resaca de las aceitunas a
deshoras. También los regalos que
salen a la luz después de meses en el armario, las ceremonias del equipaje
deshecho y la idea momentánea, pero suficiente, de que sí, en efecto, estamos juntos de nuevo.
En el salón de casa hace un calor compacto que las aspas del
ventilador apenas logran remover. Saco de una bolsa Escenas de una vida de infancia, de Coetzee, el autor favorito de
mi hermana. Extiendo sobre la
mesa un pliego de papel rojo y corto cinco trozos pequeños de cinta adhesiva.
Antes de envolverlo, abro el libro. Leo la primera página: título, editorial,
autor y traductores, que en este
caso son tres.
Uno de ellos es Juan Bonilla, el que considero, desde hace
meses, mi mayor hallazgo literario, un especie de aliado en la perezosa
vocación de mi propia escritura. Coincidencia feliz, papel de envolver rojo. Y
comienza entonces la papiroflexia, la lenta ceremonia de envolver un libro que
alguien más leerá, un evento pasado de moda que proporciona tanta alegría como
lamer estampillas o cerrar sobres después de humedecer el pegamento con la
lengua.
Me cuesta un poco terminar la tarea. Que el papel luzca
liso, prieto, perfecto. Que el libro parezca una mano enguantada o una cintura
pequeña en un vestido deslumbrante. El calor aprieta y el cigarrillo que olvido
fumar ya es tan sólo una barra de
cenizas en un recipiente sin colillas.
Insisto: hay cosas que sólo ocurren en verano. O quizás sea
el verano el que viene con las cosas que ocurren. No lo sé, mañana, a las once, llega el vuelo. El regalo de mi hermana ya está envuelto.
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