domingo, 23 de octubre de 2011

Yo crecí en lugar así


"(...) Creo en las monedas de chocolate que atesoro secretamente
debajo de la almohada de mi niñez"
Aquiles Nazoa


No más de veinte minutos, pensé al atravesar la puerta. Un día largo, una semana larga, un vagón kilométrico, escaleras de Odessa que desembocan en calles con estancos. Noches que acaban a las cuatro y que hay que estirar hasta la cinco, o seis, por esto de que el insomnio no está bien -¿pueden ustedes dormir?, porque yo, a veces, no- . Veinte minutos, pensé. No más.

Caminé treinta números hasta el portal acordado. Subí unos peldaños. Cuatro o cinco. Giré a la derecha y entré. Virgilio, el hombre de americana y ojos claros que me ha invitado aquí, conoce al que ha pintado estos cuadros. Yo no.

Avanzo empujada por la fuerza que imprime la calle en sus supervivientes. Y de pronto me descubro, ahí, dando vueltas como un coyote que ha perdido a Beuys. Rodeada de gente que desconozco y que no me conocerá jamás, en una coqueta galería de la calle Almagro, me descubro, sola, recitando, de memoria, mi infancia.

El cuadro que miro no mide más de dos metros de ancho y, sin embargo, quepo muchas veces ahí dentro. Para estas cosas soy paquiderma. Una elefanta. Miro la imagen y alzo mi trompa. Me hago enorme y vulnerable, cualquier dardo podría alcanzarme ahora. Miro la imagen.

Es un valle. Hay chaguaramos y varias ceibas que el pintor ha sembrado en otros lienzos. Un jinete, diminuto, cabalga hacia algo que podría ser mi infancia. La bestia lleva atada a la montura una cesta. Huele a azúcar machacada, también a hierbabuena. Los desconocidos beben mojitos. Yo no bebo nada.

Mientras todos sorben, el jinete del lienzo se dirige hacia algún lugar veinte o veinticinco antes de este momento. Junto a la verja de la hacienda -la granja, ¿la recuerdan?- un camión cargado de caña de azúcar desordena la tarde. Los perros ladran, persiguen furiosos el lento camión que despierta de su siesta el caserío de Santa Cruz de Aragua. Han recogido ya casi toda la caña de azúcar. La llevarán para molerla, en el trapiche, y sacar de ella almíbar y algo de zumo, supongo.

Mi hermano lleva su cuchillo afilado de explorador. Lo saca de su estuche negro y corta con él la vara que ha cogido del suelo. La rama pringosa suelta una melaza morena aunque pálida. El almíbar se pega a la hoja de metal y, ahora, a los bordes de mi corazón. Mi hermano reparte tres trozos, en partes iguales. Mi hermana y yo cogemos el nuestro.

Un dulce mareo me empalaga los dedos. Y no importa cuánto ni cuán fuerte muerda. Nunca saldrá suficiente azúcar de esa rama.

En la sala inmensa de suelos de madera, un golpe de calor me devuelve a la horma de mis botas. No hace frío, en verdad. Pero el verano se ha ido y hay que ser precavido. Miro mis sucias botas. Después el enorme valle impreso como una instantánea en esa tela de poco más de dos metros.

Y me parece que en cualquier momento, mi madre regañará a mi hermana por haberse ido sin permiso al gallinero. Me parece que, en cualquier momento, su pelirrojo caballo comenzará a dar coces de nostalgia. Creo que, sin saberlo, volveré a treparme al árbol de ciruelas de huesito. Y volverá la tarde, con su lento sonido de chicharra, a esta vara dulce que vuelvo a morder, en un valle remoto de Aragua.

Vuelvo a mirar a mi alrededor. Ni yo bebo ni quienes beben me conocen. Y la esbelta ceiba de esta pintura, sus chaguaramos silenciosos, me recuerdan que fue una elección. Que decidir es alejarse. Que escoger es abolir. Que dejar atrás nunca es del todo reversible y que en todos los valles que conozco nunca será posible ver caer la tarde sin su espeso cielo de zancudos de las seis.

Debería de hablar del hombre que ha pintado todo esto. Debería, sí, decir que se llama Santiago Vázquez y que probablemente tenga mi edad. Debería escribir que este hombre pinta y vive en un valle en Cuba que está a muchos kilómetros de donde ahora le miro. Debería decir todo eso, pero no puedo.

Tengo ahora cinco, seis años. Muerdo la dulce vara de caña de azúcar que mi hermano ha cortado en una tarde lejana. Mis manos pequeñas se pegan. Mis dedos se tropiezan, glotones. Los perros ladran, furiosos. Y todo está lejos. Y todo se queda ahí, en ese lento jinete que avanza hacia un lugar que ocurrió veinte o veinticinco años atrás.

No más de veinte minutos, dije. Y me fui llorando a casa.

4 comentarios:

  1. demasiado aguantaste. Veinte minutos es todo un logro :(

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  2. KSB,

    ¡Gracias!

    Yo también chupé caña de azúcar. No en Aragua, sino en el estado Portuguesa.Y sí, hay recuerdos que no caben en ningún lugar y se van por los ojos.

    ¡Miles de besos!

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  3. Señores míos, Chase, Superhéroe y Barba Roja: gracias por leer la crónica. Ya ven, no hay nada más empalagoso y acre que un recuerdo.

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