viernes, 27 de agosto de 2010
Volver al Magdalena
En el hipotético combate -que de hipotético no tuvo nada, fue un puñetazo, eso sí- entre García Márquez y Mario Vargas Llosa, siempre me he declarado a favor del peruano. Llegué incluso a imprimir la fotografía de García Márquez con el ojo violáceo y a pegarla con celo en mi escritorio. Ahora me pregunto, ¿por qué? Si el Gabo me regaló mis más tempranos y precoces momentos de arbitrariedad. Con él, al fin, las cosas fueron bellas porque sí.
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Con él, gracias al cielo, las ideas principales eran lo de menos, las secundarias o de apoyo, ya podía redactarlas otro más mamón -mentira, yo siempre las redactaba, con pelos y señales en las tareas de Lengua y literatura-, y los ejemplos de metáforas, hipérboles y sentido figurado se quedaban cortos o directamente rasurados desde el comienzo, cuando se trataba de identificarlos en uno de sus textos. Remedios la bella y su nube de mariposas amarillas, la larguísima cabellera roja que crecía aún después de la muerte en Del amor y otros demonios, la espesa mazamorra del Coronel no tiene quien le escriba, las impensables ventosidades de Simón Bolívar en la hamaca del General en su laberinto .
A diferencia de mi amor literario con el Gabo -recuerdo Me alquilo para soñar en las vacaciones de 1998, o Doce cuentos peregrinos en las Navidades en mi último año de colegio-, a mis veinte o veintiuno comencé a situarme en la orilla contraria a García Marquez. Y me pregunto porqué. Ayer, descalza y con una jaqueca veraniega inclemente, me descubrí en plena saudade. En el salón de casa, mientras escribía un perfil del colombiano, comencé a repasar a Gabito como quien examina su propio mal de amor. Entre cigarro y cigarro, entre cuento y cuento, lo descubrí. He sido una malagradecida.
En la carrera de periodismo, odié que manosearan sus novelas en el ejemplo facilón del nuevo periodismo. Y poco a poco, como a Kapuściński, le agarré rabia al hombre que me enseñó a mis trece o catorce que el hielo jamás había llegado a Macondo, que Miguel Littín había sido un periodista chileno o que los extraditables tenían en jaque a Gaviria. Me negaba a releer Relato de un náufrago en la clave corporativa del periodismo enseñado por jesuitas. Quizás por eso me acomodé en el bando de Vargas Llosa, para no estropear a mi primer Gabo con el desafino de ciertas impudicias que aún rechazo, o sencillamente no entiendo.
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Leí Vivir para contarla en pleno paro general de 2002. Casi me mata el Gabo contándome los entresijos de Cien años de soledad. A mí, con saber que demoró 18 meses, me bastaba. A mí, con saberlo el jovencito que quería ser periodista y escribir novelas, me era suficiente. Y entonces, una segunda y más pesada verdad se me reveló ahí, en el salón de la casa.
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Siempre había querido a Gabito como a un familiar ídolo de yeso, un todopoderoso rey de mariposas y gitanos, un prestidigitador de bellas durmientes y peces de oro. Por eso siempre me puse en la otra orilla, de lejos, porque atacándole, el Gabo siempre estaría a salvo, siempre sería inmortal, nunca envejecería y siempre sería el primero, el arbitrario y primer gran amor de las mariposas, el hielo y los manuscritos sin descifrar.
lunes, 23 de agosto de 2010
Voyeur con manzanas
Número cuatro de la calle Oriente, una casa de ésas asegurada de incendios ¿en 1924? No lo sé, la culpa la tiene Marta Sanz con sus desquiciadas y entrañables asesinas de corrala. Enciendo, aspiro. Una bata de paño menea sus hilachas contra el viento y el Baila conmigo cantado por Kiara ablanda las pinzas en el tendedero del primero izquierdo. Toda altura –por muy escasa- otorga privilegios. Y en este caso, yo los tengo. Miro las cosas desde un cuarto piso.
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Hay un dulce olor a hierba y sol. Son las siete y hoy, como todos los días, he salido al balcón a fumar, también a espiar lo que esconde la ropa tendida de mis vecinos y las celosías de sus ventanas. La tele del segundo derecho del número seis de esta calle, siempre sintonizada en un torneo de tenis; la obsesión que tiene la chica del dúplex por regar sus plantas –a quién espera mientras vierte el agua y come frutos secos-, los brazos blandengues de la mujer que tiende la ropa de una legión de fantasmas –bebés, mujeres, hombres jóvenes, mayores, niños- que no parecen vivir en esa casa excepto por el rastro que dejan esas prendas en las cuerdas de su terraza.
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Aspiro, exhalo, como una gárgola que echa humo por la boca en pleno verano. La gente en esta calle ocupa gavetas, cajones a medio abrir a los que me asomo con glotón y solitario voyerismo. Desde mi balcón veo cosas, pocas, pero veo algunas. Bodegón uno. Maceta con fregona, abandono para una terraza por la que a veces se asoma un hombre pegado a un móvil. Viste siempre chanclas, bermudas y un complemento que suele variar: una mujer ocasional –a veces rubia, morena, castaña- que se prende de su cintura como una molesta prótesis matutina mientras él intenta seguir su conversación telefónica.
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Bodegón dos. Hombre canoso y vestido permanentemente en polo y bermudas, también pegado a un móvil, que da vueltas sobre su propio eje mientras habla. Él, como yo, es insomne. A las tres de la mañana está de pie. A las seis también. A las nueve también. Su bodegón trasnochado me resulta más familiar aunque ciertamente un tono más neurótico. Nadie puede soportar 24 horas escuchando el réquiem de Mozart y luego The Cure sin provocarse una crisis nerviosa de algún tipo.
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Bodegón tres. Mastico una manzana verde. Lo hago sin convicción. Me dejo aturdir por el sonido seco de sus trozos reventándose contra mis muelas. El azúcar invade mi lengua y mis ojos repasan los balcones cerrados. El viento sopla. Ya no huele a hierba. Un par de deportivas colgadas del cableado de la luz se balancean. Trazan el norte, a veces el Sur, hacia ninguna parte. Yo los miro, atontada, masticando mi manzana. Viendo cómo el sol deshace las cosas bajo la luz de las siete de la tarde.
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¿Qué hiciste, abusadora? ¿Qué hiciste, abusadora?, de la Billo's Caracas Boys se cuela de los altavoces del ordenador hasta las barandillas de esta tarde. En un rato saldré a fumar, de nuevo. Entonces habrá más golondrinas aturdidas, planeando en círculos sobre las buhardillas de La Latina. La ropa estará seca y los tendederos se morirán de frío la noche entera. Encenderé el cigarrillo y todo comenzará, otra vez.
Volveré a ser la gárgola, vigilante, de la Calle Oriente. Otra vez.
viernes, 6 de agosto de 2010
Bailando, a solas, con la pistola del elefante
En el vagón de las once un hombre escarba con sus dedos la barbilla de una chica. Él tiene la piel lisa y morena, ella los ojos negros y furiosos. Él insiste. El dedo anular, medio e índice, al compás con el pulgar, todos a la vez, en aplicada tarea por obtener un armisticio o ronroneo. Ella finge mirar hacia ningún lugar, a solas con su enfado.
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En el vagón de las once él se aferra a su barbilla, ella a su rabia, y yo a una maleta que viaja vacía y apenas quince minutos atrás reventaba, llena de postales y abrigos de invierno. Levanto la mirada, buscando aire o razones.
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Mis ojos se topan con un pequeño pelirrojo que aprieta compulsivamente los botones de su consola. A un lado viaja su madre, convertida por fuerza de la costumbre en apéndice del niño –o la consola-. ¿Cuál habría sido el primero en perder la necesidad de hablar? ¿el niño, la madre o la consola?
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Hace poco conversaba –aunque conversar es un decir- con un Superhéroe. Intercambiábamos ideas acerca de las razones que empujan a un hombre a hundir su propia obra, por voluntad propia, en el fondo de un río. (Ningún árbol es capaz de juzgar su propio fruto, Miguel Torga dixit). No llegamos, como era de esperarse, a una conclusión convincente (al menos yo no). Aún así, sobre el escritor, decía el Superhéroe, que lo importante no era saber el por qué lo había hecho. Los por qué son sólo una abstracción.
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(¿Por qué arroja alguien su obra entera a un río? ¿Por qué se enfada una mujer de ojos furiosos? ¿Por qué buscamos contentar a otro escarbando en su barbilla? ¿Por qué empacamos? ¿Por qué nos peleamos? ¿Por qué traicionamos? ¿Por qué viajamos bajo tierra si podríamos hacerlo por mar? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así? ¿Por qué de esa forma? ¿Por qué tan pronto? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué dejaste de hacerlo? ¿Por qué las novias visten de blanco? ¿Por qué las tardes de mayo embellecen con el tiempo? ¿Por qué septiembre parece tan lejos? ¿Por qué ella es tan culpable? ¿Por qué enloquecer es tan fácil? ¿Por qué, gorrión, estás tan solo?)
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Lo verdaderamente importante, sostenía el Superhéroe, es el para qué hacemos o dejamos de hacer las cosas. Los para qué, decía, “implican una acción”. Hacemos algo para “provocar consecuencias”. Según el enmascarado –porque pertenecía al grupo del antifaz- ya sea “de forma consciente o inconsciente, son las consecuencias lo que estamos buscando. Después, claro está, llenamos esas consecuencias con un montón de por qué”.
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No miré al niño de la consola más de treinta segundos. Apenas volví la mirada sobre hombre y la chica enfurecida, noté que los dedos del chico habían resbalado desde la barbilla hasta el muslo de ella. El altercado se había esfumado de sus ojos, el reproche dejó de columpiarse en sus cabellos y los dedos de él, ahora detenidos en círculos alrededor de su rodilla, hicieron ronronear el que, hasta ese entonces, había sido el vagón más gris de todo el verano.
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Once y cinco minutos. Mi maleta se hizo más hueca. Mi falda se encogió, como si la hubiese recuperado en una casa de empeño para muñecas sin hogar. Hubo más intemperie en ese vagón que en todas las tormentas del Caribe por esta época del año.
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Hace poco conversaba –aunque conversar es un decir- con un Superhéroe. Intercambiábamos ideas acerca de las razones que empujan a un hombre a hundir su propia obra, por voluntad propia, en el fondo de un río. (Ningún árbol es capaz de juzgar su propio fruto, Miguel Torga dixit). No llegamos, como era de esperarse, a una conclusión convincente (al menos yo no). Aún así, sobre el escritor, decía el Superhéroe, que lo importante no era saber el por qué lo había hecho. Los por qué son sólo una abstracción.
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(¿Por qué arroja alguien su obra entera a un río? ¿Por qué se enfada una mujer de ojos furiosos? ¿Por qué buscamos contentar a otro escarbando en su barbilla? ¿Por qué empacamos? ¿Por qué nos peleamos? ¿Por qué traicionamos? ¿Por qué viajamos bajo tierra si podríamos hacerlo por mar? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así? ¿Por qué de esa forma? ¿Por qué tan pronto? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué dejaste de hacerlo? ¿Por qué las novias visten de blanco? ¿Por qué las tardes de mayo embellecen con el tiempo? ¿Por qué septiembre parece tan lejos? ¿Por qué ella es tan culpable? ¿Por qué enloquecer es tan fácil? ¿Por qué, gorrión, estás tan solo?)
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Lo verdaderamente importante, sostenía el Superhéroe, es el para qué hacemos o dejamos de hacer las cosas. Los para qué, decía, “implican una acción”. Hacemos algo para “provocar consecuencias”. Según el enmascarado –porque pertenecía al grupo del antifaz- ya sea “de forma consciente o inconsciente, son las consecuencias lo que estamos buscando. Después, claro está, llenamos esas consecuencias con un montón de por qué”.
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No miré al niño de la consola más de treinta segundos. Apenas volví la mirada sobre hombre y la chica enfurecida, noté que los dedos del chico habían resbalado desde la barbilla hasta el muslo de ella. El altercado se había esfumado de sus ojos, el reproche dejó de columpiarse en sus cabellos y los dedos de él, ahora detenidos en círculos alrededor de su rodilla, hicieron ronronear el que, hasta ese entonces, había sido el vagón más gris de todo el verano.
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Once y cinco minutos. Mi maleta se hizo más hueca. Mi falda se encogió, como si la hubiese recuperado en una casa de empeño para muñecas sin hogar. Hubo más intemperie en ese vagón que en todas las tormentas del Caribe por esta época del año.
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Me sé esta historia de memoria, pensé mirando a la pareja, al niño, a la madre, a la consola, a los viajeros. Me sé esta historia de memoria. Pensé en mi libreta llena de garabatos que ya no publico. Pensé en que alguna vez fui periodista, aunque aún lo repita en una mesa llena de gambones y café americano.
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Bajé en Diego de León para conectar con la Línea 4. Ya en el andén con dirección Argüelles, miré los rieles mientras sostenía mi maleta vacía. Faltaban todavía unos 4 minutos para que llegara el tren. Alcé un poco el falso equipaje. “Soy fuerte, muy fuerte. Hace dos horas apenas y podía levantar el bulto con dos manos, ahora puedo. Y con una sola”, pensé para distraerme a solas con mis bobadas.
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Volví a mirar los rieles, esta vez más fijamente. Tarareo Elephant Gun, de Beirut, un melancólico músico que me han recomendado desde el Salón de la Justicia. Uno de mis amigos imaginarios -no el Superhéroe, otro- me ha aconsejado no escucharlo mucho. Es demasiado triste, que me espere a que él publique su próximo disco, dice. A mí ya no me importa la tristeza de los indies y los paquidermos.
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¿Para qué arroja alguien su obra entera a un río? ¿Para qué olvida alguien su ciudad? ¿Para qué viajar con maletas vacías? ¿Para qué dar macha atrás? ¿Para qué demolerlo todo, otra vez, si lo has hecho ya? ¿Pegamento, Ungüento? ¡Cuánto antes! Pero… ¿Quién quiere más consecuencias cuando no hay más espacio para las circunstancias? Hoy no es un buen día para llenar armarios con abrigos de invierno en verano. No es un buen día para seguir escribiendo novelas que aún no son tales. Hoy no es un buen día para tirar cañas con casera. Hoy no es un buen día. Hay todavía demasiadas consecuencias buscando piso.
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Son los vagones de las once, asoleándose en Madrid. Son los periodistas sin periódico. Soy yo, mirando los rieles de la estación. Soy yo, apuntándome con la pistola del elefante y con unas ganas enormes de bailar de la mano de mi equipaje mientras escucho esta canción, a solas, en el andén. Sí. Soy yo y que os jodan.
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Bajé en Diego de León para conectar con la Línea 4. Ya en el andén con dirección Argüelles, miré los rieles mientras sostenía mi maleta vacía. Faltaban todavía unos 4 minutos para que llegara el tren. Alcé un poco el falso equipaje. “Soy fuerte, muy fuerte. Hace dos horas apenas y podía levantar el bulto con dos manos, ahora puedo. Y con una sola”, pensé para distraerme a solas con mis bobadas.
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Volví a mirar los rieles, esta vez más fijamente. Tarareo Elephant Gun, de Beirut, un melancólico músico que me han recomendado desde el Salón de la Justicia. Uno de mis amigos imaginarios -no el Superhéroe, otro- me ha aconsejado no escucharlo mucho. Es demasiado triste, que me espere a que él publique su próximo disco, dice. A mí ya no me importa la tristeza de los indies y los paquidermos.
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¿Para qué arroja alguien su obra entera a un río? ¿Para qué olvida alguien su ciudad? ¿Para qué viajar con maletas vacías? ¿Para qué dar macha atrás? ¿Para qué demolerlo todo, otra vez, si lo has hecho ya? ¿Pegamento, Ungüento? ¡Cuánto antes! Pero… ¿Quién quiere más consecuencias cuando no hay más espacio para las circunstancias? Hoy no es un buen día para llenar armarios con abrigos de invierno en verano. No es un buen día para seguir escribiendo novelas que aún no son tales. Hoy no es un buen día para tirar cañas con casera. Hoy no es un buen día. Hay todavía demasiadas consecuencias buscando piso.
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Son los vagones de las once, asoleándose en Madrid. Son los periodistas sin periódico. Soy yo, mirando los rieles de la estación. Soy yo, apuntándome con la pistola del elefante y con unas ganas enormes de bailar de la mano de mi equipaje mientras escucho esta canción, a solas, en el andén. Sí. Soy yo y que os jodan.
domingo, 1 de agosto de 2010
Gerda Taro, corazón miope
La mujer que creó a Robert Capa se llamaba Gerda Pohorylle. Sepultada durante años bajo el apellido del reportero con el que trabajó codo a codo, su nombre emulsiona hoy impuntual. En ocasión del centenario de su nacimiento, 1 de agosto de 1910, Taro volvió a las salas de exposición por su propio pie. Con Taro es muy fácil resbalarse en la jabonosa escalera de lo femenino.
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Es muy tentador que su trabajo nos parezca mejor que el de Capa como una recompensa por los años de sombra. Pero entenderla sólo para cobrarnos una deuda –la discreta omisión que le ocasionó ser compañera sentimental del húngaro y el desinterés o la frívola ligereza que eso pudo arrojar sobre su trabajo- es un error. Por eso quiero hablar de Gerda Taro, para sacudirme el síndrome del Gender studies.
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Si André Friedmann pasó a la historia como el fotógrafo que se aproximaba al sujeto incluso hasta el momento preciso de retratar su muerte, Gerda Taro, con su Rolliflex, se acercó al ser humano hasta el momento exagerado que el ojo humano es incapaz de fijar por sí solo. Y ésa, justamente esa, es su mayor distinción con respecto a muchas otras miradas. No hablo ya de su compromiso político. Me refiero, simplemente, a su fidelidad con lo retratado.
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Las imágenes hechas por ella en Valencia, en 1936, de las víctimas del bombardeo, o de las milicianas recibiendo instrucción en Barcelona, crearon una estética demorada que la fotografía de guerra no conocía hasta ese entonces. La aparición de las Reflex 35 mm, mucho más ligeras y sencillas de llevar, a diferencia de las pesadas cámaras con trípodes, si bien marcaron un punto de inflexión en el reporterismo bélico, en el caso de Taro suponen sólo una nota marginal.
Sus fotografías están hechas a una distancia mucho más reducida que las de Capa. Su quemarropa es más arriesgado. Si te acercas tanto como ella, sales mucho más herido, incluso manchado de la sangre que ella ha visto. Es, insisto, su mirada y su corazón miope los que se acercan de otra forma.
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Taro… From hell to eternity
Todavía Gerda Pohorylle, salió de su casa siendo apenas una jovencita. Era menuda, pelirroja, de ojos verdes y corte a lo Garҫon. Nacida en Stuttggart, llegó a París entre 1934 y 1935. Hitler adelantaba el rearme alemán y comenzaba la partitura de la persecución antisemita. Los primeros campos de concentración, por ejemplo Oranienburg, al norte de Berlín, comenzaron a construirte apenas en 1933. Taro tenía motivos suficientes para irse.
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En el París de entreguerras, un huraño Duchamp pretendía hacer creer que ya no hacía arte, los aspavientos de las vanguardias perdían volumen y Gerda Pohorylle se las arreglaba para sobrevivir. Había conseguido un trabajo en la agencia Alliance Photo de María Eisner (que será más tarde una de las cabezas de Magnum Photo) cuando conoció al joven húngaro Endre Friedman, Bandi para ella.
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La principal meta de Gerda Taro era sobrevivir. En ese entonces, a los periodistas se les concedía automáticamente un permiso de trabajo y en consecuencia el permiso de residencia. Si bien es cierto que con la venta de algunas fotos ella consigue evitar la extradición a la Alemania nazi, su situación, así como la de Capa, distaba de ser cómoda.
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Es entonces cuando propone a Bandi crear al famoso fotógrafo norteamericano Robert Capa. Éste, dicen, ha venido a Europa a trabajar. Es demasiado famoso para reunirse, así que vende sus fotos a través de sus representantes: Friedmann y Pohorylle y lo hace al triple del valor que un fotógrafo francés. La estrategia funciona. Al tiempo, ella decide crear su propio alter ego, Gerda Taro (en algunas versiones Gerta Taro). Las primeras fotografías de ambos salierob bajo la marca Capa, lo que hizo que se atribuyesen muchas imágenes suyas al húngaro. Tiempo después, ella registraría su propia firma.
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En 1936, al llegar a la España donde estalla la Guerra Civil, Gerda Taro tiene apenas 23 años, Capa 26. Juntos avanzan por los principales frentes y ciudades. Barcelona. Córdoba. Teruel. Valencia. Madrid... De esa época provienen los retratos de las milicianas recibiendo formación, toda una nueva narrativa del reporterismo.
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¿Que eran épicas?, ¿Líricas?, ¿comprometidas? ¿casi propaganda? Sí, eso y mucho más, pero hasta ese momento fueron una visión inédita, inexplorada. No eran sólo un documento de la guerra que ocurría frente a los ojos. Tampoco era un retrato en estudio, donde todo está controlado, medido, donde la emoción justa está prevista: el odio, el miedo, el sufrimiento. No es ninguna de las cosas, y sin embargo reúne lo mejor de ambas.
Sus imágenes no son sólo hombres matando y dejándose matar. Ella ve la guerra ahí donde siempre ha estado y donde ha matado más gente, en el día a día. Sus imágenes hechas durante El Segundo Encuentro de Intelectuales en Defensa de la Cultura en Valencia y Madrid en 1937 (la Cibeles ocultándose tras un paredón de ladrillos, la banda de músicos callejeros invidentes), esa capacidad para acercarse... esa miopía en una primera línea donde el fuego es tan mortal como cualquier otro.
Morfina Nuit...
El 22 de julio de 1937, la revista Regarde publica un reportaje de Taro sobre la victoria de los nacionales en Brunete. Una de sus fotos es portada de la revista. Quizás demasiado joven, demasiado empeñada en que se le considerase tan importante como a cualquier otro reportero, o simplemente demasiado ambiciosa, Gerda Taro regresó a la ciudad, a pesar de la orden expresa de que nadie que no fuese del ejército podría estar ahí.
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A pesar del fuerte ataque de la aviación alemana e italiana contra Brunete, Taro reunió suficiente material . Ted Allen, comisario político de la unidad médica del Dr. Bethune, que la acompañó en aquella expedición, intentó disuadirla de aquel despropósito. Pero Taro siguió haciendo instantáneas desde un hoyo en el que consiguió guarecerse. El general Walter, de las brigadas internacionales, le conmina a irse, cuanto antes. Taro no le hace caso.
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Cuando termina el ataque aéreo y la reportera se da por servida, finalmente abandonan la zona. Pero en medio de la confusión y una nueva escaramuza en el ataque aéreo, el coche en el que avanzan hacia Valdemorillo se descontrola y Taro pierde el equilibrio. Al caer al suelo, la fotógrafa fue aplastada de la cintura para abajo por un tanque de guerra. Aún vivía cuando llegó al hospital El Goloso, en El Escorial. Después de una intensa noche de morfina, transfusiones e intentos por operarla, murió en la madrugada del 26 de julio de 1937. Tenía 27 años y el corazón aún miope de quien mira muy de cerca.