lunes, 23 de agosto de 2010

Voyeur con manzanas


Número cuatro de la calle Oriente, una casa de ésas asegurada de incendios ¿en 1924? No lo sé, la culpa la tiene Marta Sanz con sus desquiciadas y entrañables asesinas de corrala. Enciendo, aspiro. Una bata de paño menea sus hilachas contra el viento y el Baila conmigo cantado por Kiara ablanda las pinzas en el tendedero del primero izquierdo. Toda altura –por muy escasa- otorga privilegios. Y en este caso, yo los tengo. Miro las cosas desde un cuarto piso.
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Hay un dulce olor a hierba y sol. Son las siete y hoy, como todos los días, he salido al balcón a fumar, también a espiar lo que esconde la ropa tendida de mis vecinos y las celosías de sus ventanas. La tele del segundo derecho del número seis de esta calle, siempre sintonizada en un torneo de tenis; la obsesión que tiene la chica del dúplex por regar sus plantas –a quién espera mientras vierte el agua y come frutos secos-, los brazos blandengues de la mujer que tiende la ropa de una legión de fantasmas –bebés, mujeres, hombres jóvenes, mayores, niños- que no parecen vivir en esa casa excepto por el rastro que dejan esas prendas en las cuerdas de su terraza.
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Aspiro, exhalo, como una gárgola que echa humo por la boca en pleno verano. La gente en esta calle ocupa gavetas, cajones a medio abrir a los que me asomo con glotón y solitario voyerismo. Desde mi balcón veo cosas, pocas, pero veo algunas. Bodegón uno. Maceta con fregona, abandono para una terraza por la que a veces se asoma un hombre pegado a un móvil. Viste siempre chanclas, bermudas y un complemento que suele variar: una mujer ocasional –a veces rubia, morena, castaña- que se prende de su cintura como una molesta prótesis matutina mientras él intenta seguir su conversación telefónica.
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Bodegón dos. Hombre canoso y vestido permanentemente en polo y bermudas, también pegado a un móvil, que da vueltas sobre su propio eje mientras habla. Él, como yo, es insomne. A las tres de la mañana está de pie. A las seis también. A las nueve también. Su bodegón trasnochado me resulta más familiar aunque ciertamente un tono más neurótico. Nadie puede soportar 24 horas escuchando el réquiem de Mozart y luego The Cure sin provocarse una crisis nerviosa de algún tipo.
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Bodegón tres. Mastico una manzana verde. Lo hago sin convicción. Me dejo aturdir por el sonido seco de sus trozos reventándose contra mis muelas. El azúcar invade mi lengua y mis ojos repasan los balcones cerrados. El viento sopla. Ya no huele a hierba. Un par de deportivas colgadas del cableado de la luz se balancean. Trazan el norte, a veces el Sur, hacia ninguna parte. Yo los miro, atontada, masticando mi manzana. Viendo cómo el sol deshace las cosas bajo la luz de las siete de la tarde.
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¿Qué hiciste, abusadora? ¿Qué hiciste, abusadora?, de la Billo's Caracas Boys se cuela de los altavoces del ordenador hasta las barandillas de esta tarde. En un rato saldré a fumar, de nuevo. Entonces habrá más golondrinas aturdidas, planeando en círculos sobre las buhardillas de La Latina. La ropa estará seca y los tendederos se morirán de frío la noche entera. Encenderé el cigarrillo y todo comenzará, otra vez.

Volveré a ser la gárgola, vigilante, de la Calle Oriente. Otra vez.

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