Llevo
dos fines de semana seguidos haciendo la misma ruta. Un recorrido recto y sin mayores escalas, desde la
Casa del Libro de Felipe II hasta la librería Antonio Machado del
Círculo de Bellas Artes. Lo hice dos sábados , y luego un domingo por la mañana, como quien quiere y no quiere. Lo hice
tres veces. Lo hice sola y mecánicamente.
Lo único que cambié en ambas ocasiones, o en las tres
si contamos el domingo, fue el equipaje.
El primer fin de semana llevaba
Imposturas, de
John Banville, el sábado, y el domingo a Javier Marías. El segundo fin de semana,
La Montaña mágica, de Thomas Mann. Lo único
distinto entre ambas visitas, insisto, fue eso. El resto siguió siendo igual: el clima frío; el paso
lento y sin prisa; las aceras desordenadas por la lluvia y esta
situación de rehenes que tenemos los transeúntes en
víspera de Reyes, rebajas o cualquier tipo de liquidación, sea por cierre, mudanza o
derribo.
El primer fin de semana, como el segundo, caminé con la
barbilla pegada al cuello. Me
cubrí la
cara con una pashmina descolorida. Me envolví como un terrorista y metí las manos en los bolsillos. Sólo me dejé los
ojos al descubierto, como si fueran
inmunes a
morirse o matar de frío en una calle de esta o cualquier otra ciudad.
Dándome
calor con mi propios resoplidos,
caminé pensando en
Axel Vander y
Marta Téllez primero y en
Hans Castorp después, todo eso mientras daba saltos por encima de las alcantarillas de
Madrid y me daba a la tarea de romper el hielo de los charcos con el tacón de mis botas. Me detuve un momento frente a
Librería Hiperión. La primera vez estuvo cerrada. La segunda también.
Ya en el Palacio Linares, esperé
la luz verde en el paso de peatones. No sé si ambas veces, o las tres –porque también fui un domingo-, tardé unos veinte minutos en bajar desde Goya hasta
Cibeles. Cuando llegué al
Círculo de Bellas Artes serían, acaso la primera vez, las seis y veinte de la tarde. La segunda (o tercera vez, si nos atenemos al domingo impar), es decir, ayer, serían cerca
de las seis y treinta.
La
primera vez estaba
cerrada. La segunda, que sería el
domingo aquel, también. La tercera ocurrió lo mismo. Esta vez me molesté en mirar los horarios. Los sábados trabajan de diez a
dos de la tarde. Libre de la pashmina, encendí un cigarrillo –igual que las dos veces anteriores-. Lo fumé mirando hacia la calle.
La
primera visita, pensé que por tratarse del primer sábado del año era lógico que la librería no abriese al público. Así que no miré el horario. La segunda vez
lo atribuí al hecho de que fuese domingo, un
mal día para hacer
cualquier cosa. La tercera visita, interpreté el asunto como un largo punto suspensivo para estos últimos sábados de invierno, donde todo parece
empequeñecerse como la ropa en los armarios.
Quizás vuelva el próximo sábado, otra vez. Es probable
que tampoco esté abierto, aunque a veces lo ha estado. Llevaré algo de
David Foster Wallace, para leerlo mientras espero el vagón de vuelta.
Entonces llegaré a casa. La
ropa será más pequeña en los armarios y el
fútbol estará a punto de
comenzar.