Aquella bandera de Venezuela la compré un 11 de abril de
2002. Lo hice en la autopista Francisco Fajardo, a la altura de la base aérea
La Carlota; ese lugar en el que mueren civiles y militares. El sol apretaba. Once
de abril. Íbamos hacia la muerte, aunque ya vivíamos en ella. Hoy, 16 de julio de 2017, en Madrid -la ciudad en la que vivo desde hace 11 años-, miro aquella insignia
como si fuera una cicatriz.
Tiene siete estrellas mi bandera. No las ocho que ordenó Hugo Chávez, por aquello de incluir Guyana, nuestra provincia ultrajada. Aunque ésa, claro, es otra historia . La mía, mi bandera de lona que hoy he anudado alrededor de mi cuello, la compré a las dos de la tarde en la que murieron 19 personas. Diecinueve venezolanos que nadie recuerda.
Tiene siete estrellas mi bandera. No las ocho que ordenó Hugo Chávez, por aquello de incluir Guyana, nuestra provincia ultrajada. Aunque ésa, claro, es otra historia . La mía, mi bandera de lona que hoy he anudado alrededor de mi cuello, la compré a las dos de la tarde en la que murieron 19 personas. Diecinueve venezolanos que nadie recuerda.
Tiene siete estrellas mi bandera. Hoy, 16 de julio de 2017, la miro como si fuera una cicatriz.
Los seguí a todos, a los 19. Tenía que hacerlo. Mi tarea era
levantar el informe de uno en particular. El de Jorge Tortorza, fotógrafo del
diario 2001, asesinado en la avenida
Baralt de Caracas por un disparo de revólver calibre 37, al menos eso decía el informe de la
Fiscalía. El dato era falso. El proyectil era un nueve milímetros. Un arma automática: de militar. El dato no era
inocente. Que la policía –de un ayuntamiento opositor, entonces- fuera
responsable de aquella muerte, quedaba mejor. Escondía cosas.
Aquel 11 de abril del año 2002, la oposición ponía en escena
–mise à mort- su primera marcha
pirómana para pedir la salida de Hugo Chávez del Palacio de Miraflores. Lo recuerdo: todo salió mal. Nos faltaba todavía muerte y escarmiento -¿podríamos, por Dios, aprender a ser país sin
abonar la tierra?- para saberlo. Entonces yo no entendía nada. Tenía 20 años y acababan de contratarme como asistente de investigación para levantar aquella carnicería . En mi país... la muerte, debo decirlo, ocurre
al peso. Nos apilamos, como promesas incumplidas.
En mi país la muerte, debo decirlo, ocurre al peso. Nos apilamos, como promesas incumplidas
De ahí salió un libro excepcional (escrito por mis maestros de verdad, gente que se la jugaba en el oficio) que me sacó de la juventud
a puntapiés y me hizo mayor, aunque yo no lo supiese. De Tortoza, aquel
fotógrafo del que he hablado en los primeros párrafos, debía saberlo todo: cuando y cómo murió;
quiénes lo vieron morir y cómo; la última llamada telefónica. A algunos a quienes
entrevisté en aquellos años los mataron a tiros, como a perros. No podrían
repetir lo que yo escuché, con la quijada rota y la libretita de caligrafía
cursi.
Hoy es 16 de julio de 2017. Al extender como un mantel
aquella bandera, al examinar aquella tela que compré el día de la muerte de
Jorge Torotoza, siento algo que no cabe en ningún órgano de mi cuerpo. Experimento
una locura parecida a la fecha en que perdí la razón y empaqué mis cosas; la
misma en la que metí esa bandera en mi equipaje. Con mi maleta crucé el Atlántico, ese mar
donde la gente sólo se dice adiós. Hoy, casi 20 años después, tocándola, leo el braille de quien fui. De quienes fuimos.
Hoy, casi 20 años después, tocándola, leo el braille de quien fui. De quienes fuimos.
Yo tenía 20 años y el corazón limpio de los que creen. En ese tiempo me hice periodista a la fuerza,
aunque copiara a Juan Villoro con descaro y sin talento. En
aquellos años, llegué sin entenderlo a los pasillos de la policía política para
entrevistar a gente que ya no existe. Subí cerros. Conocí Catia. Y Petare. Y Cotiza.
Me redimí. Dejé de ser la rubia de los jesuitas. Fui al encuentro del país que
durante años ignoré. Hoy, tocando esta bandera, me pregunto dónde están todos
los países que he conocido. ¿Dónde?
Hoy es domingo. Un 16 de julio de 2017. Quince años separan
una bandera de otra, aunque sea la misma. Años, y muertos, y vejaciones, y
padres sin vejez, e hijos sin tierra, y muertos sin justicia. El sol aprieta.
El termómetro marca 40 grados. Y como aquella tarde del 11 de abril, llevo
puesta mi bandera de siete estrellas sobre los hombros, anudada como una capa
inútil al cuello. Mientras subo por la (madrileña) calle Goya, esa avenida de tiendas que
tanto odio, me escuece el corazón. Me puede el calor. Algo en mí se quema.
Quizá sean las siete estrellas o el
país que me olvida, que me escupe, que me expulsa, como la espada baja en el lomo de las bestias.
Hoy es domingo. Un 16 de julio de 2017. Quince años separan una bandera de otra, aunque sea la misma.
Al llegar a Príncipe de Vergara, he dejado atrás a cientos
de venezolanos que quieren votar. Pienso en los casi cien que han muerto en menos de dos meses en esa ciudad a la que hace años no regreso. Toco en el bolsillo del pantalón mi
cédula venezolana, que se he sacado de una caja escondida en el armario.
No seas idiota, piensa en el país, dijo la más bella de la suicidas: Miyó Vetsrini, aquella poeta comunista que se cortó las venas cuando yo tenía diez años. Olisqueo las esquinas como quien busca una bonita azotea desde donde tirarse. Toco mi bandera. Subo una calle con escaparates y maniquíes sin cabeza. No seas idiota, piensa en el país. Me repito. El semáforo, al fin, ofrece su concierto de pajaritos magnetofónicos. Avanzo con lentitud. Han de ser mis muertos que soplan su brisa de fuego… en dirección contraria. No seas idiota, piensa en el país.
— Karina Sainz Borgo (@karinasainz) July 16, 2017
No seas idiota, piensa en el país, dijo la más bella de la suicidas: Miyó Vetsrini, aquella poeta comunista que se cortó las venas cuando yo tenía diez años. Olisqueo las esquinas como quien busca una bonita azotea desde donde tirarse. Toco mi bandera. Subo una calle con escaparates y maniquíes sin cabeza. No seas idiota, piensa en el país. Me repito. El semáforo, al fin, ofrece su concierto de pajaritos magnetofónicos. Avanzo con lentitud. Han de ser mis muertos que soplan su brisa de fuego… en dirección contraria. No seas idiota, piensa en el país.
Hola Karina,
ResponderEliminarAcabo de descubrir tu blog, y no he podido evitar dejarte un comentario.
Me ha sorprendido la familiaridad que me causa tu experiencia.
Soy un poquito más jóven que tú, pero yo también recuerdo ese 11 de abril, el gentío, la ilusión. Tenía 11 años, sólo marché hasta la candelaria. Hay dos marchas que no se me olvidan, esa y la última a la que fui, en 2007, donde no había ni 100 personas... y ese sentimiento de impotencia que nunca ha remitido.
Soy también de esa oleada temprana de migrantes venezolanos. Vine a España en 2007. Vine con la excusa de estudiar, no tenía el bagaje tuyo de ejercer una profesión en Venezuela, con todo lo que eso conlleva. Y quizás por eso comparar mi experiencia es injusto...
Pero a pesar de esas diferencias, el desarraigo que tan fielmente consigues expresar lo idenfico también como mio. Leyendote no he podido evitar emocionarme y llorar. Es un sentimiento que no es fácil poner sobre el papel, y que es difícil de comprender si no lo has vivido.
Sólo quería decirte que me ha alegrado mucho poder leerte. Te agradezco que compartas tu experiencia y tu conocimiento. De todo corazón te digo que me llena de orgullo y alegría ver tu éxito profesional. Sigue adelante.
Un saludo.