Todo arrancó con una fotografía que encontré hace unos días colgada de una blanca pared. Aparecen Luchino Visconti y la Callas. Ella está de espaldas, él alza los brazos. La imagen pertenece, creo, a los ensayos de La Vestale en La Scala, en 1954. La instantánea me fulminó. Y como el verano, ya se sabe, avanza cual la geometría de su consonante -esa uve que desgarra y fractura- sentí necesidad de acudir al italiano, del que sólo había visto Muerte en Venecia (1971). En tiempos de adanismo, el mío no está injustificado, así que puse manos a la obra. Opté por El Gatopardo, su adaptación del novelón de Lampedusa, un libro cuyo espíritu recorre estos tiempos como una advertencia. O un pinchazo.
En tiempos de adanismo, el mío no está injustificado, así que puse manos a la obra. Opté por El Gatopardo de Visconti
Elegí una noche de sábado para El Gatopardo. La versión de Visconti dura tres horas y 25 minutos, que subieron a algo más debido a las veces que detuve el vídeo para congelar fotogramas excepcionales. Aquellas cortinas que vuelan en los palacios de Donnafugata. El soldado muerto como un Cristo bajo un árbol de frutos rojos. La belleza exagerada de Angélica... La decadencia del Príncipe de Salina se me antojó preciosa, como una tarta derritiéndose bajo el sol. Sentí ya no que habitaba un fin de siècle -mi generación ni soñaba con asomarse- sino algo peor: que era una descastada. Vivo en un mundo en el que no hay tiempo para ver un largometraje de 200 minutos y los aristócratas marxistas que dirigen óperas han desaparecido.
El Gatopardo se estrenó en 1963, hace 54 años. Mi edad cabe (casi) dos veces en esa cifra. La estampa política de la reunificación italiana de Lampedusa adaptada por Visconti se convirtió en un clásico del cine, aunque hay quienes dicen que ha envejecido mal. Que Burt Lancaster luce afectado. Que dura demasiado. Que no se sostiene. Acaso, en el fondo, porque el síndrome Tancredi siempre se abre camino, envejeciéndolo todo a su paso. Estrenada cinco años después de la salida de novela –que se publicó de manera póstuma en 1958-, esta versión que hizo Visconti de El Gatopardo incluyó al norteamericano Burt Lancaster -una imposición, dicen, de la 20th Century Fox- como el Príncipe de Salina; al francés Alain Delon como Tancredi y la italiana Claudia Cardinale como Angélica, hija de Don Calogero Sedàra, un prestamista y usurero de una burguesía en ascenso.
La estampa política de la reunificación italiana que compuso Lampedusa se convirtió en un clásico del cine, aunque hay quienes dicen que ha envejecido mal
Visconti eligió la historia del Príncipe de Salina que contó Lampedusa; su carácter clásico es rotundo. Acaso por eso (a pesar de su exagerada duración o su tono estetizante de tarta bajo la solana) la película de Visconti despertó en mí la misma fascinación que me produjo la única novela de aquel ciclópeo escritor. Así como el Príncipe de Salina intenta preservar a su familia y su clase social de los tumultuosos cambios con la llegada de las tropas de Garibaldi, sentí que el tiempo del que provengo sólo se prepara para su propio ocaso. Detesté al Tancredi de Lampedusa y ahora, claro, al de Visconti. No porque Alain Delon me disguste, sino porque algo recalentado hay en su irrupción. En el descubrimiento del agua tibia que -ahora sí- le tocará a él.
Rechazo el Tancredismo ajeno y propio. El que me ha tocado vivir a mí tiene un sabor correoso, industrial. Un algo que ni revoluciona ni alimenta
Quizá por la sensación de habitar un mundo fotocopiado, una versión sin tóner con respecto a otros que tampoco me quedan tan lejos -el de aquella foto de Visconti y la Callas, por ejemplo-, rechazo el tancredismo ajeno y propio -aquí caben desde las siglas de partidos políticos hasta la imagen de líderes o países decapitados-. El que me ha tocado vivir a mí tiene un sabor correoso, industrial. Un algo que ni revoluciona ni alimenta y que reina, desclasado y adanista -un poco como yo esta noche de sábado ante la pantalla- atrapado en el bucle de la iniciación. El plato del microondas dando vueltas, una y otra vez.
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