Adela, mi hermana, no está bien.
Mejor dicho: está loca, pensó Borja Prado mientras se cepillaba los dientes frente al espejo de un baño con
doble lavamanos; un cuarto pensado para una vida que él ansía. Sabía que todo aquello sería suyo. Y no
porque tuviese un plan, que lo tenía, sino porque no existía una opción
distinta.Salió a correr a las siete y media
de una mañana en la que su único combustible, lo que engrasaba las piezas de su
alma estropeada, era no ser nada distinto de lo que esperaba de sí mismo: una
victoria rotunda de la voluntad y la disciplina. Pero su hermana, sabía él, no
era capaz. A ella sólo le importa su hambre. Ese espíritu con el que nació y
que tanto le irrita. Su preparador físico le
repite todos los días lo mismo: disciplina, disciplina, disciplina. Él obedece.
Se obedece a sí mismo. Porque él es lo único que tiene. Piensa mientras mira su
bolsa con palas de padel y examina un abdomen que será plano. A eso se
aferrará, mientras llega su futuro. Y no es que no quiera a su hermana. Pero
Adela le recuerda todo aquello cuando le repele. Porque ella lo único que
ansía es eso: matarse, matarse, matarse. Está rodeado: de perdedores, suicidas
y cobardes; de porristas cojas que se entusiasman con el sonido que produce una
pala al raspar la tierra y que se arrojan a la fosa dando saltitos alrededor
del sepulturero. Pero él no quiere
morir. Él no morirá. Será el dueño de la colina más alta. El hombre que cincele
diez mandamientos nuevos en las tablillas de su abdomen.
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