miércoles, 7 de enero de 2015

Los comedores de arsénico (Capítulo IX)



Adela, mi hermana, no está bien. Mejor dicho: está loca, pensó Borja Prado mientras  se cepillaba los dientes frente al espejo de un baño con doble lavamanos; un cuarto pensado para una vida que él ansía. Sabía que todo aquello sería suyo. Y no porque tuviese un plan, que lo tenía, sino porque no existía una opción distinta.Salió a correr a las siete y media de una mañana en la que su único combustible, lo que engrasaba las piezas de su alma estropeada, era no ser nada distinto de lo que esperaba de sí mismo: una victoria rotunda de la voluntad y la disciplina. Pero su hermana, sabía él, no era capaz. A ella sólo le importa su hambre. Ese espíritu con el que nació y que tanto le irrita. Su preparador físico le repite todos los días lo mismo: disciplina, disciplina, disciplina. Él obedece. Se obedece a sí mismo. Porque él es lo único que tiene. Piensa mientras mira su bolsa con palas de padel y examina un abdomen que será plano. A eso se aferrará, mientras llega su futuro. Y no es que no quiera a su hermana. Pero Adela le recuerda todo aquello cuando le repele. Porque  ella lo único que ansía es eso: matarse, matarse, matarse. Está rodeado: de perdedores, suicidas y cobardes; de porristas cojas que se entusiasman con el sonido que produce una pala al raspar la tierra y que se arrojan a la fosa dando saltitos alrededor del sepulturero. Pero él  no quiere morir. Él no morirá. Será el dueño de la colina más alta. El hombre que cincele diez mandamientos nuevos en las tablillas de su abdomen.

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