VII
Félix no me deja hablar de ti en nuestras sesiones, le dije,
de sopetón. Ella no levantó la mirada del libro, como si yo no estuviese frente
a ella, como si no hubiese dicho nada. Que te digo que Félix no me deja hablar
de ti cuando voy a consulta. Ajá, murmuró, insoportable, ahorrándose vocales.
No hay nada que me irrite más en Mercedes que cuando se hace la ausente, que
suele ser la mayoría de las veces; al menos conmigo. ¿Y no se te hace raro?,
insistí. Pues no. La verdad no. Sacó un postip color rosa y marcó con él una
página. ¿Qué lees? Nabokov, respondió. ¿El de Lolita? Sí, Juan, ése, el de Lolita.
¿Y te gusta? ¿Qué cosa, Juan? Pues el libro. Tampoco contestó. Volvió a extraer
otro postip y marcó la página siguiente. La mitad del libro estaba llena por
completo con esas pequeñas banderitas con aspecto de lengua de serpiente; un
libro medusa, como ella, como Mercedes. No me estás haciendo caso; pensé que
reclamándole atención conseguiríamos hablar, aunque fuese un poco. ¿Y qué querías,
que Félix compartiera contigo lo que hablo con él? Su silencio me parece justo,
afirmó sin mirarme. Me ha dicho que estás mejor, le dije jugando mis fichas. Y
lo estoy, llevó la mano a su pequeña cajita de postips, pero sólo consiguió
sacar una lámina transparente sin pegamento que ya no servía para nada. Se
habían acabado. ¿Mejor en el periódico?, solté yo. Igual que siempre, devolvió
ella. Con Mercedes, hablar es como jugar al Ping-pong con un coreano
somnoliento. Vamos, que eso en tu caso es algo así como: igual… de mal. Ella levantó,
al fin, la mirada. Al menos a mí no me da por tirarme a la autovía... ¿Y qué
tal Félix, te ha servido por lo menos para que la próxima vez que intentes
matarte lo consigas?, cogió la cajita sin postips y la usó como improvisado
marca libros. Pues, si te soy sincero, le dije, tengo la impresión de que Félix
no me hace caso. Le he pillado, varias veces. Me confunde con otros pacientes.
Me pregunta por cosas que acabo de contarle. Creo, la verdad, que no me
escucha. Bueno, no te quejes, al menos te deja pagar las citas de tres en tres.
Míralo, es como un crédito, cuántos psiquiatras hoy día ofrecen terapia con
financiación. Mercedes llevó los dedos al plato vacío de aceitunas. Te las has
comido todas, dijo, cuando en realidad había sido ella. ¿Salimos a fumar?, me
preguntó. Hace demasiado frío, y la verdad no me apetece, ¿por qué no te pides otra
ronda? Pídela tú, ya vuelvo, ordenó; Mercedes cogió el abrigo y sacó la
cajetilla del bolsillo. La ví atravesar el bar y salir a la calle. Encendió el
cigarrillo y se puso a fumar de espaldas a la cristalera. Desde niña, Mercedes
ha tenido la manía de permanecer de pie con las piernas abiertas y empujando
las caderas hacia delante, como si estuviese a punto de bajarse la cremallera
para orinar. Siempre fue un poco marimacho, aunque con los años, su brusquedad
se ha convertido en un encanto discreto. Cuando tenía 17 daba apretones de mano
en lugar de besos y hablaba con voz de hombre para disimular el terror que le
producía hablar con otras personas. Es guapa Mercedes, pensé mientras la
observaba dar largas caladas a uno de esos Marlboro extra largos que ella
compra para fumar más sin que parezca. De pronto, un hombre gordo y con barba
se detuvo a hablar con ella. Se saludaron con dos besos entusiastas, el de ella
un poco más psicópata que el de él. Y como siempre que se sentía evaluada,
Mercedes comenzó a gesticular en exceso, como si intentara demostrar más
sorpresa y felicidad de la que realmente siente, lo que la convierte casi
siempre en una mujer excesiva para quienes la conocemos y encantadora para
quienes se creen sus paripés. El gordo barbudo parecía tener prisa y se
despidió de ella con dos besos mochos y torpes que ella respondió ofreciendo
las mejillas y poniendo morritos, besuqueando el el aire. Él se alejó imitando
con las manos el auricular de un teléfono. Ella, en cambio, respondió con el
gesto de quien escribe en un teclado. Mercedes odia el teléfono. Cuando
contesta, lo hace con una sonrisa de hormigón, como si fuese posible oír en su
voz el rastro de esa mueca risueña
y feliz. Pedí dos tercios más de
cerveza y un cuenco de aceitunas. Mercedes sólo come aceitunas y, a veces,
frutos secos, pero sólo si son cacahuetes. Eso sí, odia los kikos; son demasiado
duros y hacen que le duelan los dientes. Viéndola fumar, todavía de espaldas,
me di cuenta de que sabía de ella todo cuanto no era importante: el mal humor que le produce que la
tropiecen en la calle, la irritación que despiertan los viejos y los niños, su
manía de ir sentada en el autobús aunque sean sólo dos paradas… Conozco de ella
ese largo catálogo de tonterías y, sin embargo, no soy capaz de saber cuándo
está mal o cuándo peor; no sé distinguir sus cabriolas ni sus cambios de humor;
soy capaz de creerme cualquier mentira, porque ése es el acertijo de Mercedes:
lo que parece de lo que es. Ella siempre busca aparentar ser más inteligente,
más calmada, más feliz, más capaz, más dispuesta, más dueña de sí misma, más,
más, más… siempre más. Pensaba todas aquellas cosas cuando ella se sentó de
nuevo a la mesa. Te he pedido más aceitunas, le dije haciéndome el eficiente. Mercedes
sentó en el sillón y se escurrió un poco. Y entonces, Juan, ¿piensas buscar trabajo de lo tuyo? ¿Y qué es lo mío?,
dije como un buen centrocampistas que recupera balones. Pues los números, las
cuentas, vamos, las finanzas. Podrías aprovechar el paro para hacer un máster
en gestión, o finanzas, ¿no crees? Ni lo sueñes, le dije mientras despegaba la
pegatina de la botella vacía de cerveza. Creo que deberías. En el fondo, Juan,
si trabajabas en aquel banco es porque querías que alguien se fijara en ti y te
contratara como analista. Eso mismo, Mercedes, quería. Ya no. Un camarero de barba tupida y brazos tatuados dejó
sobre la mesa los dos tercios y el cuenco con aceitunas. Quién era el hombre
que te saludó, pregunté para cambiar de tema. Bartolomé, el editor de Lengua de
Vaca, dijo cogiendo una aceituna, como si yo supiera qué demonios es Lengua de
Vaca. Una editorial independiente, redondeó, generosa, para que yo no estuviese
tan perdido. Me ha dicho que le envíe mi manuscrito. ¿Y vas a hacerlo?, atraje
hacia mí el cuenco de aceitunas en cuanto me di cuenta de que iba a echar el
hueso chupeteado entre las olivas.
No sé… y resopló. ¿Y qué fue lo que le dijiste a Félix de mí? Pues la
verdad. Abrió los ojos simulando sorpresa: ¿y cuál es La Verdad? Pues que no estás tan bien como dices. La miré coger el
cuenco, sacarse el hueso chupado y dejarlo entre el resto de las aceitunas sin
morder. Los detalles, Juan, siempre se
agradecen, me respondió. Nos miramos, en silencio. Y sólo ahora me doy
cuenta de que no había entendido, de que jamás había comprendido ni una sola de las palabras de
Mercedes.
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