Hace unas semanas fui a ver una película. Más que una
historia, eran varias. Entre una y otra, el realizador aparecía; hacía y decía
cosas. A veces cruzaba como un fantasma sosteniendo un largo micrófono; en
otras hacía sonar una claqueta que acotaba un tiempo que no era tal; que no
transcurría; un tiempo controlado de antemano, un hilo raro de historias que
eran –y a la vez no- la misma: un grupo de actores alrededor de León, un director joven que quiere hacer una
película sobre el suicidio.
Me gustaron los recorridos que hacían los protagonistas por
mi barrio; la larga caminata con la que cruzan de madrugada la Plaza Mayor y
por la que se pierden entre antenas de televisión, como esas que perseguían a
Mastroiani cuando alguien dejaba un mensaje de voz en Estamos todos bien. Estaba rodada en blanco y negro. Cada historia
suponía una estampa. Un chico y una chica que se parten la caja con un
tetrabrik a la hora del desayuno; una actriz que canta borracha, sentada sobre
una barra después de sorber fideos en un japonés; amigos que se llevan la
contraria al momento de pagar la cuenta en un bar al que voy a menudo… Una vida
sin consonantes –las consonantes como los elefantes me obsesionan- y que para
resumir tendría que valorar. Algo que no deseaba hacer, ni ese día ni hoy.
La película, de Jonás Trueba, se llamaba Los ilusos. Y fui a verla por la misma
razón por la que hoy deseo licuarme de a poco en el sofá: quería una
explicación, una consonante, la esquirla de un espejo dónde verse retratado. El
filme se publicó junto a un libro, también de Trueba: Las ilusiones (Periférica).
Leí el texto del tirón. Lo subrayé, varias veces; sobre todo
en las partes dedicadas a Roberto Juarroz. En sus páginas, como en la película,
entraban y salían anotaciones, impresiones, folios de una Moleskine imaginaria
que podría haber sido la mía; la de alguien
más. Al salir del cine, al cerrar el libro, sentí lo mismo: tenía en las
manos un artefacto, un artificio. Algo que parece y podría ser real; algo que,
para existir, debe atravesar el largo desierto de la creación, ese medano donde
encallan y se estropean las ideas. Porque en el fondo partimos de eso: de una
ilusión, es decir, un algo sugerido por la imaginación o causado por engaño de
los sentidos, pero también aquella otra cosa que se aloja en la esperanza.
Tumbados en una cama, el protagonista, León –el que
quiere hacer una película sobre el suicidio-, y una actriz –la que sorbía
fideos, la que cantaba en una barra, la que hacía cursos para prepararse a las
audiciones en las que no la cogen- hablan desnudos. Él lee en voz altas pasajes
de un libro que ella escucha mientras, me da a mí por pensar, se muere de frío,
un frío que comienzo a creer que no proviene de la imagen, ni siquiera del
blanco y del negro, sino de las palabras que León pronuncia.
“Puede que me
equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos
conscientes de que somos genios o enamorados. O una cosa u otra, imposible ambas.
Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra
carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento.
Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador,
acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para
siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada”.
Ese párrafo lo atribuyó Félix Romeo a su amigo Chusé
Izuel, el escritor que recién cumplía los 24, el mismo que decidió acabar con su vida saltando desde un
balcón y al que él dedicó su novela Amarillo.
Una a una, sus palabras se
quedaron pegadas a la ropa como un olor o una intención. Al día siguiente lo busqué
en Internet. Apenas conseguí un fragmento. Pero con eso me bastó. Lo copié en
el portapapeles y lo guardé en un documento en blanco, donde permaneció hasta
hoy. Entonces releo, en voz
alta. Genios o enamorados… “O
una cosa u otra, imposible ambas”. Me balanceo en la doble idea de la ilusión
como espejismo y esperanza. Me columpio. Confecciono mi balcón imaginario,
deletreo el largo desierto que existe entre una idea y su forma final, ese que
separa lo que esperamos de lo que obtenemos.
Genios o enamorados... Me levanto de la silla y me asomo a
la ventana con una sola certeza. Si la escritura fuera lo que ansío -lo que espero-, si con ella pudiésemos
realmente corregir o enmendar, a Izuel habría que escribirle una vida en la que
fuese posible volar. Pero no es posible. Por eso, a veces yo también, ni tengo
ni espero nada. Me doy la vuelta, recorro con la mirada una biblioteca a la que
le crecen torres apiladas de libros. Genios o enamorados… Cuál será esa parte
del espejo -de la vida- donde se pueden ser las dos cosas a la vez, me pregunté entonces y ahora. Nos pasa a los ilusos: "nos gusta mucho especular".
No hay comentarios:
Publicar un comentario