Para ti, que me enseñaste a escucharla.
Un Quijote convertido en guiñol pide que el ministro Wert
sea llevado al Tribunal Internacional de La Haya. No sabe uno si el asunto da
para tanto, pero casi. A su alrededor, un grupo de niños no muy convencidos
miran al octogenario titiritero
con cara de terror. Son las once de una mañana con sol y algo parecido al buen
tiempo. El Paseo Recoletos está lleno, a ratos. Más de 80 asociaciones ligadas
al teatro, el cine o la música han convocado una manifestación por la“dignidad” de la cultura, uno de los muchos sectores afectados no sólo por los
recortes sino también por el aumento de hasta 13 puntos -en el caso del cine y el teatro- en la reforma fiscal que el gobierno de Mariano Rajoy puso en marcha
en 2012. Los peluqueros y las funerarias sufrieron el mismo revés. Pero ya se
sabe, la gente puede elegir no asistir a un concierto, pero no detener el
crecimiento del cabello o la llegada de la muerte.
Emparentada con las protestas que han hecho sectores como el
educativo o médico en los últimos meses, y que se han bautizado como mareas, esta ha decidido llamarse Marea roja. Y no sabe uno si es porque lo cultural, de forma atávica y casi
peyorativa, ha sido considerado en España un territorio de la izquierda, de progres y rojos, o porque el color algo dice de cualquier acto creativo. En
tal caso, esta no ha sido ni marea, ni roja; y no por hacerle de menos a los
artistas, sino porque la última cosa parecida a un oleaje de semejante color en
el Paseo Recoletos ocurrió cuando España ganó la Eurocopa por segunda vez consecutiva, en 2012. Que no pasa nada. Que no hay por qué darse golpes de
pecho ante el hecho de que el fútbol atraiga a más gente; así que de Marea Roja
la cosa pasa más bien a poza pintona.
Subo y bajo por el Paseo Recoletos. Un grupo de alumnos de
conservatorios ejecutan melodías amables, de esas que la gente escucha por
absorción –Albinoni en su mayoría-. En otro escenario, algo más abajo, un
hombre aporrea un cajón y una niña improvisa malabares. Un sonidito de
organillo, acaso de paso doble y feria, hace que todo parezca confuso, casi
folklórico. Camino sin convicción. Y no porque no crea en lo que dicen –vivo de
esto, soy periodista cultural- sino porque un tufillo extraño tiñe el ambiente.
Escoltado por un hombre que le da vigorosas palmadas y le
llama candidato, el diputado de Izquierda Unida, Cayo Lara, baja dando
zancadas. Me acerco e interrumpo su paseo. Él piensa que deseo un abrazo. O una
foto. Y en verdad no sé si lo que deseo es preguntarle cómo es posible que su
partido acepte dinero del gobierno venezolano –lo más lejano al progresismo que
existe en el mundo- o si preferiría pedirle de regalo para mi padre el pin que
lleva puesto. Opto por la segunda opción, es menos complicada, más neutra . El
pin en cuestión es una bandera republicana hecha con lápices, un guiño a mi
padre -y su fascinación por lo que esos colores significaron alguna vez- y
también al acto independiente que un objeto para escribir encierra. Le pido el
pin a Cayo Lara, quien me sonríe con una dentadura inverosímil, como de
hormigón. Lo siente, sólo tiene ese. El hombre de las palmadas sigue llamándole
candidato y yo quiero fumar. Me alejo. Él se queda, con su pin prendido en el ojal de la americana, y recibiendo
el round de peloteo de su compañero de paseo.
Una vez en Cibeles, dudo. ¿Subo y me hago con un sitio para lo que
realmente he venido a ver o me siento a leer en un parterre bajo el sol? Decido
hacer ambas cosas: subo a escoger un buen lugar desde donde escuchar la versión
de Va pensiero que interpretarán la
Orquesta Sinfónica y el Coro de Ciudad Real y me siento en el borde de una
acera. Abro entonces el libro de Félix Romeo que desde hace días leo y releo.
El ejemplar es amarillo y muestra al escritor aragonés, vestido de negro, de
pie y muy erguido, mientras tapa uno de sus ojos con una mano. Por qué escribo (Xordica), reza el título, es una
recopilación de los textos que publicó en prensa Romeo antes de morir. Me
detengo en uno, titulado El cielo no se desploma, en el que Romeo habla de cómo a la escritora húngara
Agota Kristof la risa le permitió darse cuenta de que el mundo seguía girando
tras la muerte de Stalin. A mi lado dos señoras intentan fotografiarse con un
teléfono móvil. “Que está muy de moda, pero es demasiado difícil”, dice una de
ellas tratando de hacer el selfie dominical. Tendrán ambas la edad de mi madre.
Ayer hablé con ella. Me contó que llevaba ya 15 días sin salir de casa y que
ahora, a diferencia de unos días, la Guardia Nacional estaba entrando a la fuerza a las casas y los
edificios a llevarse presos a los estudiantes que han participado en lasprotestas caraqueñas de las últimas tres semanas, que ya acumulan 21 muertos. Sé que a ella le gustaría
estar aquí. Ama el Nabucco y si a mí
también me gusta es gracias a ella. Y sé que a ella, como a mí, el Va pensiero –el canto de los esclavos-
que está por sonar significa cosas muy distintas de lo que para la gente aquí
reunida.
Leo y espero bajo el sol. Transcurre media hora. Comienzan a
llegar los músicos. El coro. Los manifestantes. Alcalá está, ahora sí, apretada
y concurrida. Apenas y puedo moverme. El maestro de ceremonias sube al
escenario. Y la gente aplaude, grita Sí
se puede, Sí se puede, Sí se puede. Miguel Ríos lee un comunicado. Exige al
Estado garantizar la cultura como derecho. Y sí, razón podrá tener, pero
parpadea en mi cabeza la idea de que una cultura capaz de financiarse a sí
misma es más independiente que esa otra que crece con dinero público. Pero yo
no he venido a esto. Sólo a escuchar una melodía. He
venido a hacer lo que siempre cuando quiero ver a mi madre: escuchar opera. Quienes
arengan callan y un coro soleado emprende la que sigo pensando es una de las
más hermosas composiciones que he escuchado jamás: “Va, pensiero, sull'alidorate” (Ve, pensamiento, con alas
doradas…)
Y aunque el coro del tercer acto habla en verdad del pueblo
judío y fue escrito por Verdi en la Italia de la unificación, hay en esas
palabras una astilla propicia para arder en cualquier época. “Oh mia patria sìbella e perduta!/ O membranza sì cara e fatal!”. (¡Oh, patria mía, tan bella y tan perdida!/ ¡Oh recuerdo tan querido y
tan fatal!). Que hable de las orillas del Jordán y las torres derruidas de
Sión puede que sea lo de menos. Va,
pensiero es la melodía de la pérdida. Los judíos añoran su tierra, como otros
la suya. Ellos atraviesan el largo exilio cantando mientras les
exhortan a tener fe: Dios destruirá Babilonia. Y quizás por eso, por la idea
confusa que producen juntas la fe y la distancia, la pérdida y la persistencia,
al escucharla, los pulmones se llenan de aire y las ganas de cantar se
confunden con las de gritar. Pero hoy no grito. Me mantengo de pie. Con una
mano sostengo el móvil con el que
grabo un vídeo para que mi madre lo escuche y con la otra me limpio dos
potentes lágrimas que me bajan por la mejilla. “Va, pensiero, sull'ali dorate”. Las señoras que intentaban
fotografiarse me miran. No entienden por qué lloro. Mejor así. Mejor.
Pues asi fue...http://www.youtube.com/watch?v=9VkcLSAD1DE
ResponderEliminarPues asi fue...http://www.youtube.com/watch?v=9VkcLSAD1DE
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