De un tiempo a esta parte, cuando veo manzanas verdes, pienso en mi hermana. Las odia. Y razones no le faltan. Son ácidas, bastante más duras que el resto e incluso tienen la propiedad de azotar los dientes solo como el papel aluminio lo hace con las amalgamas de los dientes.
Compro manzanas a diario, siempre dos. Golden Royal, las
amarillas. Mientras las escojo en
la frutería de mi barrio, repaso con la mirada los muchos otros tipos que se
ofrecen lustrosas y muy ordenaditas en bandejas de papel: la roja tipo
Blancanieves; las Fuji; la variante amarilla lowcost de la Golden Royal; las reinetas… y al tropezarme con las
verdes, invariablemente, pienso en mi hermana.
Desde hace ya
muchos meses, es poco lo que se consigue en Caracas. Todo escasea –el gobierno,
la ley, el orden, la justicia, el respeto-, pero en los anaqueles de los
supermercados el asunto se vuelve mucho más concreto y justamente por eso más
grave.
La última vez que nos vimos, hace ya un par de meses, mi
hermana y yo solíamos hacer el mismo recorrido, una peregrinación minuciosa por
los distintos automercados para buscar en cuál de todos habría papel higiénico,
leche, detergente, azúcar, café, aceite, harina, servilletas... Casi nunca
conseguíamos lo que buscábamos, acaso sucedáneos. Volvíamos a casa después de
hacer una larga cola para pagar los diez artículos permitidos por persona.
En esos días, mi hermana compraba manzanas rojas, de esas
que tienen una textura porosa y una cáscara a veces borgoña, a veces amoratada.
No eran las mejores, pero al menos se conseguían. Desde hace unas semanas
desaparecieron. Sólo hay verdes. Manzanas verdes. Ácidas manzanas verdes.
Por eso cuando escojo fruta, siento el impulso de comprar
manzanas rojas. Quizás porque ese gesto me hace pensar que la haría feliz. Pero
no llevo ninguna, solo las dos de siempre, las meto directamente en el bolso.
Antes usaba bolsitas transparentes; ahora no: contaminan –eso lo aprendí de
ella-.
Salgo de la frutería pensando, siempre, lo mismo: a mi
hermana solo le quedan manzanas ácidas, duras, pequeñas. Manzanas injustas. Entonces
la imagino, incansable, al volante de su carrito azul. Intento pensar qué
siente cuando no puede llegar a su casa porque una manifestación ha cortado el
paso o una manada de Guardias Nacionales dispara gases lacrimógenos contra el
edificio en el que vive. A veces me da por preguntarme si estará haciendo sus
experimentos o si cruza la autopista; si ha ido a las reuniones en las que, me
cuenta, algunos de sus colegas comparten la angustia del hijo preso o
aporreado, o acaso a las muchas marchas a las que asiste –nunca ha dejado de acudir-.
De noche, con los ojos muy abiertos por el insomnio, me
pregunto qué hace, dónde estará, si estará bien, si alguien la sigue, si
podrían robarla o hacerle algo. Me la imagino, sola, recorriendo supermercados
de anaqueles vacíos y haciendo una larga cola en la que conseguirá poquísimas
cosas. Comienzo a dar vueltas en la cama. La mente se dispara
paranoica y temerosa, en la oscuridad de una madrugada lenta y chiclosa.
Entonces me repito, con cierta ingenuidad y estupidez, que
mañana -mañana sí-, compraré manzanas rojas. Al menos una dulce y jugosa, tan
distinta de las verdes, esas piedras ácidas que mi hermana masticará, acaso
acostumbrada ya a la cáscara agria que recubre los días en Venezuela.
Se nota tu amor y preocupación por Cristina y por el país. Gracias.
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