Todos los días me levanto con el mismo miedo. “No seré capaz”. Se esparce entonces en mi mente, enchumbadita, aquella nube que comenzó a condensarse en mi cabeza cuando entré al colegio en primer grado. Tenía seis años y una debilidad extrema por la gomina (ni un cabello chusco debía sobresalir de mi coleta).
En aquel entonces, sacar buenas notas, en lugar de hacerme
sentir bien, me generaba una angustia terrible. “¿Podré mantener esa nota los
próximos trimestres?”. Aquella
desazón, de la que no tengo un recuerdo previo sino hasta los años del
colegio, se inauguró justo el día
en que comencé a utilizar uniforme de pantalón azul marino, mocasines negros y
suéter de la marca arena con el anagrama del colegio.
Desde ese entonces, acaso por la confusión entre lo que me
gusta y lo que debo hacer, hago las
cosas con una angustia secreta, una desazón que parpadea sin parar, como un
anuncio de neón de los noventa. Como si, en la mente, una voz me hablara a
gritos. Algo así como un cabo o un general con fusta, que a veces se va de paseo
pero vuelve al rato más enfurecido todavía. “¿Es que no has terminado aun?”,
grita en alemán. Aunque, claro está, yo no hablo alemán. Pero me hago la idea
de cuan terrible debe sonar.
Por eso me gustó tanto el Bartleby de Melville remasticado
por Vila Matas. Porque esa idea –“preferiría no hacerlo”- compite en mi cabeza
con su opuesto. Y entre querer y no querer, entre deseo y deber, algo se deja colar. Y entonces hago lo
que me toca –leer, escribir, levantarme de la cama, salir a la calle-. Pero
siempre con esa desazón sobre lo que es o no suficientemente bueno. Y yo nunca he sentido que algo haya
alcanzado jamás la suficiencia.
Es tópico, ya lo sé, pero la frase de Truman Capote –esa que
afirma que cuando Dios te da un don, te da un látigo, para que te azotes con
él- fue uno de mis peores
descubrimientos morales. No estaba yo segura de tener un don –a ratos lo
pienso, a ratos no- pero si de algo tenía certeza era de la existencia del
látigo. Desde entonces nunca lo suelto. A diferencia de la gomina, no dejé de
usarlo jamás. De hecho, lo tengo
aquí, a mi lado.
La gente con certezas me genera ansiedad. Y aunque sé que me
engañan, que no están tan seguros como parece –si citan a Baudrillard lo
descubro al instante-, me ponen a
la defensiva. Quizá por eso, la mayoría de las veces, en lugar de preguntar
afirmo, como si atacando me protegiese, como si espantando –de la boca para
afuera- la duda, apagara por unos instantes el anuncio de neón -¿serás capaz? ¿no serás capaz? ¿serás
capaz? ¿no serás capaz?-. En una ocasión no pude apretar el interruptor. Y
pasó lo que pasó.
Fue en una conversación con Leila Guerriero. Yo acababa de
leer su texto sobre el bovarismo. Me encontraba muy revuelta y acudí a la cita
con el veneno circulando en mi sangre. Sé que mantuve el tipo el tiempo que
duró el encuentro. Al salir, camino al metro de Gran Vía, me eché a llorar y fui caminando hasta la estación dejando un reguero de trocitos. Me sentí cansada, agotada -como hoy-. No
sé si porque ese día percibí en el corazón de la argentina trazas de gomina; acaso porque me di cuenta de que ella también hacía uso de un látigo invisible o, en última y más probable instancia, porque su texto seguía emponzoñando mi pecho pequeño y huesudo.
Desde hace tiempo tengo la manía -como aquello de las certezas- de desconfiar de los que solo usan ropa con manga larga. Acaso porque me da por pensar que disimulan
cortes, heridas hechas a conciencia y con voluntad en una habitación en la que
nadie los ve. Cuántos de nosotros usamos manga larga, aun vistiendo camiseta de tirantes.
Vienen a mi mente estas cosas por un motivo. Desde hace al
menos un mes leo y releo un libro llamado Por qué escribo (Xordica), de Félix Romeo. El texto que da nombre al libro es uno de los
más hermosos que he leído jamás. Si yo tuviera el valor que ese texto me
infunde, estoy segura de que habría cogido un avión en la T4, me habría alistado
en una guerra o me habría hecho apresar después de echarle jabón a la Cibeles.
Es algo, una euforia limpia y bonita, de esas que sólo producen el
enamoramiento y el entendimiento –en ambas cosas hay una rara luz-. El texto de
Romeo es la cara B del látigo de Capote.
Si a mis 16 o 17 hubiese leído ese texto de Romeo, a lo
mejor hoy sería más valiente, mejor lectora; de haberlo conseguido, quizá
habría ocurrido el milagro; quizá el anuncio de neón -¿serás capaz? ¿no serás capaz?- se habría apagado definitivamente
y el sargento alemán no pasaría revista en mi cabeza. Pero era imposible. Ni yo
conocía al aragonés ni él había escrito esas páginas todavía. Y así como la Emma Bovary de Guerriero
me paralizó –acaso porque un poquito de arsénico en las comisuras me delata a
mí también como una insatisfecha comedora de veneno-, las razones de Romeo me
dan ganas de eso: de vivir, de entender, de apagar el interruptor. Yo sólo espero que alguien de 16 lo consiga a él antes que a Capote.