Su hermana menor y él, juntos, no llegan a los ocho años.
Caminan el uno junto al otro y sostienen, cada uno, el trozo minúsculo de un
bocadillo que alguien ha cortado a partes iguales. Ambos panecillos están rellenos
de lo mismo. Un fiambre rosado atascado en el vientre de un pan tierno.
Son las cinco de una tarde a ratos nublada. Él camina un
paso, como mucho dos, por delante de su hermana, como si tomara una delantera
hipotética y protectora. Ella parece una cabeza más baja que él y avanza con
tropiezos breves mientras intenta el equilibrio sobre unos botines blancos.
Vistos desde la altura de un viandante normal, la pareja
produce la más potente de las ternuras. Parecen expedicionarios, templarios de
la orden del babi o la guardia pretoriana de una madre que camina prendida de
un cochecito vacío que avanza tirado por sus propios pensamientos.
No habla mucho él, porque no quiere. No habla nada ella,
porque no sabe lo suficiente. Mientras
tanto, la madre de ojos perdidos
avanza porque algo la lleva al lugar al que por costumbre y de memoria los
niños también van.
Mientras él apenas prueba su bocadillo, su hermana pelea,
insistente, con su trozo de fiambre y miga. Tanto le importa su merienda que no
mira a los lados ni repara en su hermano; él en cambio, da dos o tres pasos y
voltea a mirar a su madre.
No es una mujer hermosa la madre, tampoco es joven. Es
normal. Su piel parece verdosa y sus cabellos foscos. Su figura no es esbelta, tampoco gruesa. No hay en ella nada
destacable, excepto el tono borrado de su rostro empujado por ese cochecito
vacío.
Su hijo ya ni siquiera inspecciona su bocadillo, sólo lo
sostiene con cierto fastidio. Lo único que parece importarle ahora es su madre,
su insistente y silenciosa madre, que esta tarde no habla nada.
Y me cruzo. Mejor dicho nos cruzamos. Acera de idea. Acera
de vuelta. Dos críos y su madre en dirección quién sabe dónde se cruzan en mi
camino cuando escucho al templario de la orden del babi preguntar, con su bocadillo
en la mano, y en perfecto castellano, “Mamá, ¿por qué estás preocupada?”.
Cruzo, cruzamos. Nos cruzamos. No soy yo quien empuja el
cochecito y ya lo siento caer cuesta abajo. Miro a la mujer abandonar su limbo,
la veo volver, sin respuestas, a la acerca sobre la que camina. Veo a la
pequeña morder su pan. Veo al joven templario del babi mantener la mirada al
frente.
Avanzo, los dejo atrás. Espero el verde del semáforo en un
paso cebra. Me veo en el reflejo veloz de un autobús y encuentro algo, parecido
a una risa o una lágrima, que se me queda pegado a la cara. Y me pregunto, yo
también… “Mami, ¿por qué estás preocupada?”.
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