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Mario Vargas Llosa, junto a uno de sus especímenes. |
Comparto con Mario Vargas Llosa la afición por coleccionar figuras
de animales mastodónticos. En el caso del Nobel, se trata de hipopótamos; en el
mío, los paquidermos.
De Don Mario, de quien celebro todo cuanto puedo, excepto su primera y su última novela y alguno que otro desatino excesivamente liberal, la
colección de semejantes animales supuso, primero la celebración de alguna
cercanía –por mínima que fuese- y, en segundo lugar, una pieza en el puzzle imaginario que trazo sobre su perfil.
Porque Vargas Llosa es un hombre simultáneo, que ocurre
tantas veces como perfiles tenga. Es el escritor aplicado y metódico –el autor
de La casa verde y La guerra del fin del mundo-, también el ensayista lúcido
–Cartas a un joven novelista- pero también el aflautado y diplomático
columnista como el enardecido antipopulista y liberal de manual.
Don ha sido también, a veces, el prohombre –el intelectual de
la mezcla positivista-moderno
latinoamericano comprometido contra el oscurantismo, verbigracia, su candidatura contra Fujimori-, y en otras un cretino
irredento –La tía julia (Urquidi) y el escribidor, por ejemplo-.
Y semejante blanco contra negro al momento de acercarme a
Vargas Llosa lo perpetro con tal barbarie, porque me gusta verle así, como una
red de tramas ásperas combinadas con otras más sedosas; una tela rara, hecha de
sus propias contradicciones.
En la confección de esa rara costura, el hipopótamo como
afectivo fetiche esconde el momento justo de su carácter en que derecha e
izquierda, adelante y atrás, cretino y prohombre, bonachón y fiera eclosionan. Todo metido en el saco de la
ternura y la apariencia.
Volvamos al punto de partida: el hipopótamo y elefante, colocados
en fila india, simétricos, sobre escritorios llenos de papeles. Vistos así,
rigurosamente, no hay nada en
común entre estos animales, excepto ser mamíferos con placenta y exagerado
volumen.
Los hipopótamos tienen entre sus familiares más cercanos a
los cetáceos; los elefantes a los mamuts. El hipopótamo suele ser un individuo
solitario; los elefantes se mueven en manadas; y mientras uno puede ser
tremendamente feroz y agresivo, al segundo se le atribuyen rasgos de asociados
a la inteligencia, como la compasión, el auto reconocimiento y la memoria.
Vargas Llosa
colecciona y admira a los hipopótamos por la capacidad insaciable y
bonachona con la que hacen el amor; y quienes amamos a los elefantes, puede que
sea por la dignidad con la que apañan su volumen.
Si los elefantes amaran serían capaces de destrozarlo todo con el ímpetu y la
urgencia de sus buenas intenciones.
Y es ahí cuando emerge en ambas especies el saco de la ternura y la
simulación. Las ferocidades activas y pasivas del coleccionismo y la madre
naturaleza.
Uno, por su aparente y bonachona bondad, por su piel rosácea
y su hedionda apariencia de bolita de carne… El hipopótamos parece un
inofensivo y poco agraciado Quasimodo de la madre naturaleza que una vez
invadido en su fortaleza pasicorta, atacará y derribará como el más fiero de
los felinos o los reptiles.
Es normal incluso que para resguardar su territorio los
hipopótamos lleguen a matarse
entre ellos. No en vano es considerado uno de los animales más agresivos de
África, tal y como si de pronto, este inofensivo practicante del sexo torpe,
tierno y ocioso eclipsara su redondez en una angustiosa y solitaria cápsula de violencia.
El otro, el noble elefante, a diferencia del rosáceo hipopótamo, es capaz a veces de infundir un cierto miedo con
sus enormes patas de árbol congelado y su nariz chorreante de medusa o escopeta.
Él avanzará con sus enormes pabellones alzados y sus ojos ciegos a cada lado de
su trompa triste. Reconocerá a los
suyos si los encuentra muertos, buscará su sitio en el mundo cerca de un arroyo
y cuando sienta miedo, enredará
sus patas, dará vueltas y revolverá espantado todo cuanto le rodea y derribará,
también feroz, aquello que ama, también preso de una corriente salvaje aunque
distinta. En él, atrás y adelante, derecha e izquierda, también hará eclosión
solitaria y angustiosa.
Miro una fotografía de Mario Vargas Llosa que ilustra una entrevista la que un
reportero con pocas ganas deja pasar comentarios sueltos acerca del interés del
Nobel en los hipopótamos. En una de sus respuestas, Don Mario menciona una
pieza de su cosecha en la que menciona a su animal fetiche: Katia y Los
hipopótamos. La obra de teatro se estrenó en 1983 en la Sala Ana Julia Rojas,
en Caracas, Venezuela y fue editada ese año también por Seix Barral.
El argumento es fácil de reconocer. Forma parte de un
episodio de la juventud de Vargas Llosa que su primera esposa, Julia Urquidi, cuenta
en el libro Lo que Varguitas no dijo,
que ella escribió como contestación a la novela autobiográfica Tía Julia y el escribidor, y que el mismo Vargas Llosa parece haber rescatado
de sus recuerdos para su propia cosecha.
No tengo claro en este momento si Vargas Llosa conoció en
Madrid o París a la mujer que inspira a Katie, personaje principal de la obra, que pertenece a la clase
social alta y que desea plasmar en
un libro el viaje que ha realizado por diferentes lugares de Asia y África y en
el que, claro está, habla de los hipopótamos.
Su contraparte en la obra es un profesor, encargado de
escribir el relato y cuya figura en la realidad sería el entonces joven
aspirante a escritor, Vargas Llosa, quien –cual bonachona y entonces fea
cintura de la madre naturaleza literaria- para ganarse la vida recurría a hacer
de negro.
Mucho le faltaba a Don Mario para convertirse en el bello y
feroz espécimen que hoy colecciona feúchos y graciosos hipopótamos, querendonas
y furibundas bestias. Le quedaba
demasiado. Y si su piel entonces no era rosácea, probablemente su aire sí fuese
más el de un paticorto mastodonte, torpe y pesado amante cuya
única reminiscencia actual sea hoy la ferocidad pasiva de quienes se siguen
sabiendo tiernos, vulnerables, enormes o solitarios.
Difícil esto lo de coleccionar figurillas. Es como hacerse
réplicas personales por toda la casa con bestias talladas en madera. ¿Psiconálisis decorativo? Complicado asunto éste.
Porque cada tristeza es diferente y viene de pozos diferentes. Porque nadie
sabe a ciencia cierta, qué fiera sacará a pasear sobre el escritorio. A fin de cuentas, quién es el aficionado sino un miembro más de la manada que coloca en formación, por orden de tamaño, junto al
pisapapeles.
me encanto eso de la ferocidad pasiva.
ResponderEliminarMuchas gracias Adriana. ¡Un abrazo!
ResponderEliminarMe encantan los elefantes.
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