domingo, 11 de marzo de 2012

Don Mario y los hipopótamos

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Mario Vargas Llosa, junto a uno de sus especímenes.                                       

Comparto con Mario Vargas Llosa la afición por coleccionar figuras de animales mastodónticos. En el caso del Nobel, se trata de hipopótamos; en el mío, los paquidermos.
De Don Mario, de quien celebro todo cuanto puedo, excepto su primera y su última novela y alguno que otro desatino excesivamente liberal, la colección de semejantes animales supuso, primero la celebración de alguna cercanía –por mínima que fuese- y, en segundo lugar,  una pieza en el puzzle imaginario que trazo sobre su perfil.
Porque Vargas Llosa es un hombre simultáneo, que ocurre tantas veces como perfiles tenga. Es el escritor aplicado y metódico –el autor de La casa verde y La guerra del fin del mundo-, también el ensayista lúcido –Cartas a un joven novelista- pero también el aflautado y diplomático columnista como el enardecido antipopulista y liberal de manual.
Don ha sido también, a veces, el prohombre –el intelectual de la mezcla  positivista-moderno latinoamericano comprometido contra el oscurantismo, verbigracia, su candidatura contra Fujimori-, y en otras un cretino irredento –La tía julia (Urquidi) y el escribidor, por ejemplo-.
Y semejante blanco contra negro al momento de acercarme a Vargas Llosa lo perpetro con tal barbarie, porque me gusta verle así, como una red de tramas ásperas combinadas con otras más sedosas; una tela rara, hecha de sus propias contradicciones.
En la confección de esa rara costura, el hipopótamo como afectivo fetiche esconde el momento justo de su carácter en que derecha e izquierda, adelante y atrás, cretino y prohombre,  bonachón y fiera eclosionan. Todo metido en el saco de la ternura y la apariencia.
Volvamos al punto de partida: el hipopótamo y elefante, colocados en fila india, simétricos, sobre escritorios llenos de papeles. Vistos así, rigurosamente,  no hay nada en común entre estos animales, excepto ser mamíferos con placenta y exagerado volumen.
Los hipopótamos tienen entre sus familiares más cercanos a los cetáceos; los elefantes a los mamuts. El hipopótamo suele ser un individuo solitario; los elefantes se mueven en manadas; y mientras uno puede ser tremendamente feroz y agresivo, al segundo se le atribuyen rasgos de asociados a la inteligencia, como la compasión, el auto reconocimiento y la memoria.  
Vargas Llosa  colecciona y admira a los hipopótamos por la capacidad insaciable y bonachona con la que hacen el amor; y quienes amamos a los elefantes, puede que sea  por la dignidad con la que apañan su volumen.

Si los elefantes amaran  serían capaces de destrozarlo todo con el ímpetu y la urgencia de sus buenas intenciones.  Y es ahí cuando emerge en ambas especies el saco de la ternura y la simulación. Las ferocidades activas y pasivas del coleccionismo y la madre naturaleza.
Uno, por su aparente y bonachona bondad, por su piel rosácea y su hedionda apariencia de bolita de carne… El hipopótamos parece un inofensivo y poco agraciado Quasimodo de la madre naturaleza que una vez invadido en su fortaleza pasicorta, atacará y derribará como el más fiero de los felinos o los reptiles.
Es normal incluso que para resguardar su territorio los hipopótamos lleguen a  matarse entre ellos. No en vano es considerado uno de los animales más agresivos de África, tal y como si de pronto, este inofensivo practicante del sexo torpe, tierno y ocioso eclipsara su redondez en una angustiosa  y solitaria cápsula de violencia. 
El otro, el noble elefante,  a diferencia del rosáceo hipopótamo, es capaz  a veces de infundir un cierto miedo con sus enormes patas de árbol congelado y su nariz chorreante de medusa o escopeta. Él avanzará con sus enormes pabellones alzados y sus ojos ciegos a cada lado de su trompa triste.  Reconocerá a los suyos si los encuentra muertos, buscará su sitio en el mundo cerca de un arroyo  y cuando sienta miedo, enredará sus patas, dará vueltas y revolverá espantado todo cuanto le rodea y derribará, también feroz, aquello que ama, también preso de una corriente salvaje aunque distinta. En él, atrás y adelante, derecha e izquierda, también hará eclosión solitaria y angustiosa.

Miro una fotografía de Mario Vargas Llosa que ilustra una entrevista la que un reportero con pocas ganas deja pasar comentarios sueltos acerca del interés del Nobel en los hipopótamos. En una de sus respuestas, Don Mario menciona una pieza de su cosecha en la que menciona a su animal fetiche: Katia y Los hipopótamos. La obra de teatro se estrenó en 1983 en la Sala Ana Julia Rojas, en Caracas, Venezuela y fue editada ese año también  por Seix Barral.
El argumento es fácil de reconocer. Forma parte de un episodio de la juventud de Vargas Llosa que su primera esposa, Julia Urquidi, cuenta en el libro Lo que Varguitas no dijo, que ella escribió como contestación a la  novela autobiográfica Tía Julia y el escribidor, y que el mismo Vargas Llosa parece haber rescatado de sus recuerdos para su propia cosecha.
No tengo claro en este momento si Vargas Llosa conoció en Madrid o París a la mujer que inspira a Katie,  personaje principal de la obra, que pertenece a la clase social alta  y que desea plasmar en un libro el viaje que ha realizado por diferentes lugares de Asia y África y en el que, claro está, habla de los hipopótamos.
Su contraparte en la obra es un profesor, encargado de escribir el relato y cuya figura en la realidad sería el entonces joven aspirante a escritor, Vargas Llosa, quien –cual bonachona y entonces fea cintura de la madre naturaleza literaria- para ganarse la vida recurría a hacer de negro.
Mucho le faltaba a Don Mario para convertirse en el bello y feroz espécimen que hoy colecciona feúchos y graciosos hipopótamos, querendonas y furibundas bestias.  Le quedaba demasiado. Y si su piel entonces no era rosácea, probablemente su aire sí fuese más el de un paticorto mastodonte, torpe y pesado amante cuya única reminiscencia actual sea hoy la ferocidad pasiva de quienes se siguen sabiendo tiernos, vulnerables, enormes o solitarios.
Difícil esto lo de coleccionar figurillas. Es como hacerse réplicas personales por toda la casa con bestias talladas en madera. ¿Psiconálisis decorativo? Complicado asunto éste. Porque cada tristeza es diferente y viene de pozos diferentes. Porque nadie sabe a ciencia cierta, qué fiera sacará a pasear sobre el escritorio. A fin de cuentas, quién es el aficionado sino un miembro más de la manada que coloca en formación, por orden de tamaño,  junto al pisapapeles.

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