viernes, 30 de marzo de 2012

29-Mahou


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Contenedores quemados en la calle Carretas la noche del 29-M.

Son las once menos cuarto del 29 de marzode 2012. Mañana se darán a conocer los presupuestos generales del Estado. La prima de riesgo española  subió a 366 puntos y el IBEX  siguió cayendo hasta los 7.900 puntos. 
A las cinco de la mañana comenzó la huelga general convocada por los sindicatos contra la Reforma Laboral propuesta contra por el gobierno de Mariano Rajoy. El Atlético de Bilbao se ha batido en un partidazo contra el Shalke y ha ganado 2-4; el Aleti ha hecho lo propio a orillas del Manzanares contra el Hannover en una UEFA nada vergonzosa. 
Para regresar a casa en transporte público un ciudadano madrileño invirtió el triple del tiempo del que tardó esta mañana. La temperatura máxima fue de 21 grados y el Tribunal Supremo ordenó cerrar la investigación Penal contra los crímenes del franquismo. 
Antonio Tabucchi fue incinerado en Lisboa y sepultado en el cementerio donde fue enterrado Pessoa ante de pasar al Monasterio donde ahora yace. 40 teatros no ofrecieron funciones en Madrid y  16,71% de los funcionarios de la administración general del Estado unieron a la huelga, mientras que en  las administraciones autonómicas el seguimiento fue del 19,42%, y en administraciones locales de un 15,24%. 
La caída de la demanda eléctrica estuvo entre un 21 y un 16% con respecto a un día normal y la cifra de detenidos sobrepasó los 170 en todo el territorio nacional. Una alfombra de volantes impresos tapiza la puerta del Sol. “Se lo quieren cargar todo”, dice el papel aludiendo a la reforma de empleo. A las 20 horas todavía es de día y los sindicalistas han reunido –según El País- a unas cien mil personas. 
Dos horas más tarde, al terminar los discursos Ignacio Fernández Toxo y Cándido Méndez en la plaza, entra el jueves y su noche, que no se parece en nada al resto de las vísperas de viernes. Hoy la gente no viste de fiesta ni van en grupo a por copas en los locales, pero tampoco protestan. Beben y ensucian calles. Beben y gritan, no sé si exactamente consignas, pero aluden a la huelga, patean cosas, derriban contenedores.  
Una larga alfombrilla de panfletos se aplana contra los adoquines, una larga y sucia película de papel, orines y cerveza se ennegrece cuando aún puede leerse “Quieren acabar con todo”. En la calle Carretas un grupo de unas treinta personas ha encendido fuego a un contenedor. No lo he visto, pero la corresponsal de France Press me ha dicho que no ha sido nada, en realidad. “Nada, nada”. Aunque quisieron, parece, Madrid no terminó en la batalla campal de Barcelona. 
Miro los contenedores, parecen árboles de navidad estropeados o los restos calcinados de una novia embaucada, por lo delgado y negro de los alambres. Bajo hacia Sol. A la alfombra de papeles de propaganda se suma una marea de latas de Mahou. Los chinos son los únicos que desacatan la huelga, para proveer a la militancia de cerveza. Son las once menos cuarto. El Atletic ha ganado al Shalke por dos goles. Mañana dan los nuevos presupuestos. Me voy a casa después de patear una lata de cerveza.

martes, 27 de marzo de 2012

Príncipe de Vergara con Don Ramón de la Cruz

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Su hermana menor y él, juntos, no llegan a los ocho años. Caminan el uno junto al otro y sostienen, cada uno, el trozo minúsculo de un bocadillo que alguien ha cortado a partes iguales. Ambos panecillos están rellenos de lo mismo. Un fiambre rosado atascado en el vientre de un pan tierno.
Son las cinco de una tarde a ratos nublada. Él camina un paso, como mucho dos, por delante de su hermana, como si tomara una delantera hipotética y protectora. Ella parece una cabeza más baja que él y avanza con tropiezos breves mientras intenta el equilibrio sobre unos botines blancos.
Vistos desde la altura de un viandante normal, la pareja produce la más potente de las ternuras. Parecen expedicionarios, templarios de la orden del babi o la guardia pretoriana de una madre que camina prendida de un cochecito vacío que avanza tirado por sus propios pensamientos.
No habla mucho él, porque no quiere. No habla nada ella, porque no sabe lo suficiente.  Mientras tanto,  la madre de ojos perdidos avanza porque algo la lleva al lugar al que por costumbre y de memoria los niños también van.
Mientras él apenas prueba su bocadillo, su hermana pelea, insistente, con su trozo de fiambre y miga. Tanto le importa su merienda que no mira a los lados ni repara en su hermano; él en cambio, da dos o tres pasos y voltea a mirar a su madre.
No es una mujer hermosa la madre, tampoco es joven. Es normal. Su piel parece verdosa y sus cabellos foscos.  Su figura no es esbelta, tampoco gruesa. No hay en ella nada destacable, excepto el tono borrado de su rostro empujado por ese cochecito vacío.
Su hijo ya ni siquiera inspecciona su bocadillo, sólo lo sostiene con cierto fastidio. Lo único que parece importarle ahora es su madre, su insistente y silenciosa madre, que esta tarde no habla nada.
Y me cruzo. Mejor dicho nos cruzamos. Acera de idea. Acera de vuelta. Dos críos y su madre en dirección quién sabe dónde se cruzan en mi camino cuando escucho al templario de la orden del babi preguntar, con su bocadillo en la mano, y en perfecto castellano, “Mamá, ¿por qué estás preocupada?”.
Cruzo, cruzamos. Nos cruzamos. No soy yo quien empuja el cochecito y ya lo siento caer cuesta abajo. Miro a la mujer abandonar su limbo, la veo volver, sin respuestas, a la acerca sobre la que camina. Veo a la pequeña morder su pan. Veo al joven templario del babi mantener la mirada al frente. 
Avanzo, los dejo atrás. Espero el verde del semáforo en un paso cebra. Me veo en el reflejo veloz de un autobús y encuentro algo, parecido a una risa o una lágrima, que se me queda pegado a la cara. Y me pregunto, yo también… “Mami, ¿por qué estás preocupada?”.

domingo, 11 de marzo de 2012

Don Mario y los hipopótamos

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Mario Vargas Llosa, junto a uno de sus especímenes.                                       

Comparto con Mario Vargas Llosa la afición por coleccionar figuras de animales mastodónticos. En el caso del Nobel, se trata de hipopótamos; en el mío, los paquidermos.
De Don Mario, de quien celebro todo cuanto puedo, excepto su primera y su última novela y alguno que otro desatino excesivamente liberal, la colección de semejantes animales supuso, primero la celebración de alguna cercanía –por mínima que fuese- y, en segundo lugar,  una pieza en el puzzle imaginario que trazo sobre su perfil.
Porque Vargas Llosa es un hombre simultáneo, que ocurre tantas veces como perfiles tenga. Es el escritor aplicado y metódico –el autor de La casa verde y La guerra del fin del mundo-, también el ensayista lúcido –Cartas a un joven novelista- pero también el aflautado y diplomático columnista como el enardecido antipopulista y liberal de manual.
Don ha sido también, a veces, el prohombre –el intelectual de la mezcla  positivista-moderno latinoamericano comprometido contra el oscurantismo, verbigracia, su candidatura contra Fujimori-, y en otras un cretino irredento –La tía julia (Urquidi) y el escribidor, por ejemplo-.
Y semejante blanco contra negro al momento de acercarme a Vargas Llosa lo perpetro con tal barbarie, porque me gusta verle así, como una red de tramas ásperas combinadas con otras más sedosas; una tela rara, hecha de sus propias contradicciones.
En la confección de esa rara costura, el hipopótamo como afectivo fetiche esconde el momento justo de su carácter en que derecha e izquierda, adelante y atrás, cretino y prohombre,  bonachón y fiera eclosionan. Todo metido en el saco de la ternura y la apariencia.
Volvamos al punto de partida: el hipopótamo y elefante, colocados en fila india, simétricos, sobre escritorios llenos de papeles. Vistos así, rigurosamente,  no hay nada en común entre estos animales, excepto ser mamíferos con placenta y exagerado volumen.
Los hipopótamos tienen entre sus familiares más cercanos a los cetáceos; los elefantes a los mamuts. El hipopótamo suele ser un individuo solitario; los elefantes se mueven en manadas; y mientras uno puede ser tremendamente feroz y agresivo, al segundo se le atribuyen rasgos de asociados a la inteligencia, como la compasión, el auto reconocimiento y la memoria.  
Vargas Llosa  colecciona y admira a los hipopótamos por la capacidad insaciable y bonachona con la que hacen el amor; y quienes amamos a los elefantes, puede que sea  por la dignidad con la que apañan su volumen.

Si los elefantes amaran  serían capaces de destrozarlo todo con el ímpetu y la urgencia de sus buenas intenciones.  Y es ahí cuando emerge en ambas especies el saco de la ternura y la simulación. Las ferocidades activas y pasivas del coleccionismo y la madre naturaleza.
Uno, por su aparente y bonachona bondad, por su piel rosácea y su hedionda apariencia de bolita de carne… El hipopótamos parece un inofensivo y poco agraciado Quasimodo de la madre naturaleza que una vez invadido en su fortaleza pasicorta, atacará y derribará como el más fiero de los felinos o los reptiles.
Es normal incluso que para resguardar su territorio los hipopótamos lleguen a  matarse entre ellos. No en vano es considerado uno de los animales más agresivos de África, tal y como si de pronto, este inofensivo practicante del sexo torpe, tierno y ocioso eclipsara su redondez en una angustiosa  y solitaria cápsula de violencia. 
El otro, el noble elefante,  a diferencia del rosáceo hipopótamo, es capaz  a veces de infundir un cierto miedo con sus enormes patas de árbol congelado y su nariz chorreante de medusa o escopeta. Él avanzará con sus enormes pabellones alzados y sus ojos ciegos a cada lado de su trompa triste.  Reconocerá a los suyos si los encuentra muertos, buscará su sitio en el mundo cerca de un arroyo  y cuando sienta miedo, enredará sus patas, dará vueltas y revolverá espantado todo cuanto le rodea y derribará, también feroz, aquello que ama, también preso de una corriente salvaje aunque distinta. En él, atrás y adelante, derecha e izquierda, también hará eclosión solitaria y angustiosa.

Miro una fotografía de Mario Vargas Llosa que ilustra una entrevista la que un reportero con pocas ganas deja pasar comentarios sueltos acerca del interés del Nobel en los hipopótamos. En una de sus respuestas, Don Mario menciona una pieza de su cosecha en la que menciona a su animal fetiche: Katia y Los hipopótamos. La obra de teatro se estrenó en 1983 en la Sala Ana Julia Rojas, en Caracas, Venezuela y fue editada ese año también  por Seix Barral.
El argumento es fácil de reconocer. Forma parte de un episodio de la juventud de Vargas Llosa que su primera esposa, Julia Urquidi, cuenta en el libro Lo que Varguitas no dijo, que ella escribió como contestación a la  novela autobiográfica Tía Julia y el escribidor, y que el mismo Vargas Llosa parece haber rescatado de sus recuerdos para su propia cosecha.
No tengo claro en este momento si Vargas Llosa conoció en Madrid o París a la mujer que inspira a Katie,  personaje principal de la obra, que pertenece a la clase social alta  y que desea plasmar en un libro el viaje que ha realizado por diferentes lugares de Asia y África y en el que, claro está, habla de los hipopótamos.
Su contraparte en la obra es un profesor, encargado de escribir el relato y cuya figura en la realidad sería el entonces joven aspirante a escritor, Vargas Llosa, quien –cual bonachona y entonces fea cintura de la madre naturaleza literaria- para ganarse la vida recurría a hacer de negro.
Mucho le faltaba a Don Mario para convertirse en el bello y feroz espécimen que hoy colecciona feúchos y graciosos hipopótamos, querendonas y furibundas bestias.  Le quedaba demasiado. Y si su piel entonces no era rosácea, probablemente su aire sí fuese más el de un paticorto mastodonte, torpe y pesado amante cuya única reminiscencia actual sea hoy la ferocidad pasiva de quienes se siguen sabiendo tiernos, vulnerables, enormes o solitarios.
Difícil esto lo de coleccionar figurillas. Es como hacerse réplicas personales por toda la casa con bestias talladas en madera. ¿Psiconálisis decorativo? Complicado asunto éste. Porque cada tristeza es diferente y viene de pozos diferentes. Porque nadie sabe a ciencia cierta, qué fiera sacará a pasear sobre el escritorio. A fin de cuentas, quién es el aficionado sino un miembro más de la manada que coloca en formación, por orden de tamaño,  junto al pisapapeles.

sábado, 10 de marzo de 2012

Habitantes de un vagón impar




Viajo en el vagón impar de un tren con destino a Córdoba. Son las nueve de la mañana de un  domingo de marzo. El destino final del AVE es la estación Santa Justa, en Sevilla. Viajamos a una velocidad de 300 kilómetros por hora, la temperatura es de 20 grados, el índice de precios al consumo es del 2% y la tasa de desempleo llega a  4.712.098 de personas.

Falta poco menos de un mes para las elecciones la comunidad autónoma de Andalucía, el bastión final de una batalla que promete choque. No porque afecte por entero a un país, sino porque todo cuanto realmente le afecta queda postergado hasta la fecha final de ese evento electoral. Los periódicos regionales de la ruta que cubre el tren bullen de propaganda electoral.

Los pasajeros viajan en sus asientos, hacen ovillos con sus cuerpos, intentan dormir con la nana absurda del cansancio. Entre el pasaje, una chica tunecina, de ojos grandes, blanco cerámica, y la piel color oliva o chocolate, discute en árabe con un hombre de piel canela y cabello blanco. Hablan sobre la primavera árabe, creo. No entiendo lo que dicen, pero sé que no logran ponerse de acuerdo.

Hablan alto, muy alto, tanto que interrumpen las siestas desacompasadas de los pasajeros y del grupo de activistas sociales que viajan con ellos. Feministas, representantes de redes por el derecho a la vivienda en América Latina, investigadores por una economía más justa en Asia, miembros de organizaciones de educación popular, lobistas por los derechos humanos. Todos ellos distribuidos en los asientos cercanos a la pareja que entabla, parece, un debate.

Ella es joven. No sobrepasa los 30. Él tiene más de 50, lo delata su actitud victoriosa. Habla con ella con desdén, como si tuviese la razón de antemano. No le concede ni un centímetro a la posibilidad de que lo que sea que ella diga sea cierto.  Y sin embargo, un interés continuo lo obliga a mantener esa conversación.

Dos gitanas de caderas imposibles cruzan el vagón. Llevan la cabeza cubierta con pañuelos y visten faldas de telas ásperas. Las sigue  un niño con las mejillas llenas de mocos secos. Logran hacer más ruido que la chica y el hombre que debaten y se marchan en dirección a la cafetería.

Un periódico abierto en la página perezosa de la actualidad muestra un titular: Rajoy decidió plantar cara a Bruselas tras ver a Merkel”, en las páginas interiores, el redactor explica cómo el presidente de gobierno consigue que España rebajara el objetivo de déficit estructural a 5,55%.

Algunos de los activistas que no duermen, hablan entre sí, con el periódico en la mano. Dicen que Europa al fin descubre de lo que se trata una crisis. Dicen que, al fin, Europa entiende, por primera vez, para qué sirve realmente el FMI, como lo descubrieron los países de América Latina en la década de los 90 con las medidas de ajuste que ahora viven países como Grecia y la misma España.
Países pobres y ricos, una división encantadora. Trazar líneas gruesas es una cosa que a los activistas les encanta. O eso percibo en las mejillas adormecidas donde se marca la trama de los jerseys que usan como almohada improvisada.
Es un hecho, en el vagón ya nadie duerme. La pareja que habla sobre la primavera árabe pasa indistintamente del francés al árabe y del árabe al francés. Percibo, en una maraña de apóstrofes aéreos, que si para eso era necesaria una revolución, mejor no hacer nada. Cazo al vuelo, velados reproches a Europa de parte de ella, y resabios autosuficientes de él, que de Occidente quiere lo necesario.
Ella de Occidente quiere lo que ha venido a buscar, parece, una igualdad que le permita ser la oveja negra que siempre quiso ser: decidir sobre su vida y no estar sujeta a un dogma que la coloque debajo de nada, ni de sus hermanos que tienen el derecho al doble de todo, de libertad, de herencia, de decisión... Por eso no regresa a Túnez, aunque se muera por hacerlo, como la delatan sus dedos morenos de yemas blancas. A él  todo parece darle igual. Las gitanas con su ropa áspera y sus cuerpos de olor agrio pasan de vuelta, ahora con el niño en brazos.
Son las nueve y cincuenta minutos de una mañana de domingo. Viajamos a una velocidad de 300 kilómetros por hora, la temperatura es de 20 grados, el índice de precios al consumo es del 2% y la tasa de desempleo llega a  4.712.098 de personas.
Los activistas intentan dormir, tranquilos, pero no pueden. Los que no son activistas tampoco pueden conciliar el sueño perezoso de las nueve. No es por el murmullo de la primavera árabe que no duermen. Tampoco por el desajuste del sueño en sus cuerpos agotados. Tampoco por la crisis que arrebata hectáreas de terreno a los campesinos. Es el sol del día que entra, incierto, en el vagón impar de un tren que descarrila.
¿Cuánto falta para llegar al destino final?