Contenedores quemados en la calle Carretas la noche del 29-M
.
Son las once menos cuarto del29 de marzode 2012. Mañana se darán a conocer los presupuestos generales del Estado. La
prima de riesgo española subió a 366
puntos y el IBEX siguió cayendo hasta
los 7.900 puntos.
A las cinco de la mañana comenzó la
huelga general convocada por los sindicatos contra la Reforma Laboral propuesta
contra por el gobierno de Mariano Rajoy. El Atlético de Bilbao se ha batido enun partidazo contra el Shalke y ha ganado 2-4; el Aleti ha hecho lo propio a
orillas del Manzanares contra el Hannover en una UEFA nada vergonzosa.
Para regresar a casa en transporte
público un ciudadano madrileño invirtió el triple del tiempo del que tardó esta
mañana. La temperatura máxima fue de 21 grados y el Tribunal Supremo ordenó
cerrar la investigación Penal contra los crímenes del franquismo.
Antonio Tabucchi fue incinerado en Lisboa
y sepultado en el cementerio donde fue enterrado Pessoa ante de pasar al
Monasterio donde ahora yace. 40 teatros no ofrecieron funciones en Madrid
y 16,71% de los funcionarios dela administración general del Estado unieron a la huelga, mientras que en las administraciones autonómicas el
seguimiento fue del 19,42%, y en administraciones locales de un 15,24%.
La caída de la demanda eléctrica estuvo
entre un 21 y un 16% con respecto a un día normal y la cifra de detenidos
sobrepasó los 170 en todo el territorio nacional. Una alfombra de volantes
impresos tapiza la puerta del Sol. “Se lo quieren cargar todo”, dice el papel
aludiendo a la reforma de empleo. A las 20 horas todavía es de día y los
sindicalistas han reunido –segúnEl País- a unas cien mil personas.
Dos horas más tarde, al terminar los
discursos Ignacio Fernández Toxo y Cándido Méndez en la plaza, entra el jueves
y su noche, que no se parece en nada al resto de las vísperas de viernes. Hoy la
gente no viste de fiesta ni van en grupo a por copas en los locales, pero tampoco
protestan. Beben y ensucian calles. Beben y gritan, no sé si exactamente
consignas, pero aluden a la huelga, patean cosas, derriban contenedores.
Una larga alfombrilla de panfletos se
aplana contra los adoquines, una larga y sucia película de papel, orines y
cerveza se ennegrece cuando aún puede leerse “Quieren acabar con todo”. En la
calle Carretas un grupo de unas treinta personas ha encendido fuego a un
contenedor. No lo he visto, pero la corresponsal de France Pressme ha dicho
que no ha sido nada, en realidad. “Nada, nada”. Aunque quisieron, parece, Madrid no
terminó en la batalla campal de Barcelona.
Miro los contenedores, parecen árboles de
navidad estropeados o los restos calcinados de una novia embaucada, por lo delgado y negro de los alambres. Bajo hacia Sol. A la alfombra de papeles de propaganda se suma una marea
de latas de Mahou. Los chinos son los únicos que desacatan la huelga, para
proveer a la militancia de cerveza. Son las once menos cuarto. El Atletic ha
ganado al Shalke por dos goles. Mañana dan los nuevos presupuestos. Me voy a casa
después de patear una lata de cerveza.
Su hermana menor y él, juntos, no llegan a los ocho años.
Caminan el uno junto al otro y sostienen, cada uno, el trozo minúsculo de un
bocadillo que alguien ha cortado a partes iguales. Ambos panecillos están rellenos
de lo mismo. Un fiambre rosado atascado en el vientre de un pan tierno.
Son las cinco de una tarde a ratos nublada. Él camina un
paso, como mucho dos, por delante de su hermana, como si tomara una delantera
hipotética y protectora. Ella parece una cabeza más baja que él y avanza con
tropiezos breves mientras intenta el equilibrio sobre unos botines blancos.
Vistos desde la altura de un viandante normal, la pareja
produce la más potente de las ternuras. Parecen expedicionarios, templarios de
la orden del babi o la guardia pretoriana de una madre que camina prendida de
un cochecito vacío que avanza tirado por sus propios pensamientos.
No habla mucho él, porque no quiere. No habla nada ella,
porque no sabe lo suficiente. Mientras
tanto, la madre de ojos perdidos
avanza porque algo la lleva al lugar al que por costumbre y de memoria los
niños también van.
Mientras él apenas prueba su bocadillo, su hermana pelea,
insistente, con su trozo de fiambre y miga. Tanto le importa su merienda que no
mira a los lados ni repara en su hermano; él en cambio, da dos o tres pasos y
voltea a mirar a su madre.
No es una mujer hermosa la madre, tampoco es joven. Es
normal. Su piel parece verdosa y sus cabellos foscos.Su figura no es esbelta, tampoco gruesa. No hay en ella nada
destacable, excepto el tono borrado de su rostro empujado por ese cochecito
vacío.
Su hijo ya ni siquiera inspecciona su bocadillo, sólo lo
sostiene con cierto fastidio. Lo único que parece importarle ahora es su madre,
su insistente y silenciosa madre, que esta tarde no habla nada.
Y me cruzo. Mejor dicho nos cruzamos. Acera de idea. Acera
de vuelta. Dos críos y su madre en dirección quién sabe dónde se cruzan en mi
camino cuando escucho al templario de la orden del babi preguntar, con su bocadillo
en la mano, y en perfecto castellano, “Mamá, ¿por qué estás preocupada?”.
Cruzo, cruzamos. Nos cruzamos. No soy yo quien empuja el
cochecito y ya lo siento caer cuesta abajo. Miro a la mujer abandonar su limbo,
la veo volver, sin respuestas, a la acerca sobre la que camina. Veo a la
pequeña morder su pan. Veo al joven templario del babi mantener la mirada al
frente.
Avanzo, los dejo atrás. Espero el verde del semáforo en un
paso cebra. Me veo en el reflejo veloz de un autobús y encuentro algo, parecido
a una risa o una lágrima, que se me queda pegado a la cara. Y me pregunto, yo
también… “Mami, ¿por qué estás preocupada?”.
Mario Vargas Llosa, junto a uno de sus especímenes.
Comparto con Mario Vargas Llosa la afición por coleccionar figuras
de animales mastodónticos. En el caso del Nobel, se trata de hipopótamos; en el
mío, los paquidermos.
De Don Mario, de quien celebro todo cuanto puedo, excepto su primera y su última novela y alguno que otro desatino excesivamente liberal, la
colección de semejantes animales supuso, primero la celebración de alguna
cercanía –por mínima que fuese- y, en segundo lugar, una pieza en el puzzle imaginario que trazo sobre su perfil.
Porque Vargas Llosa es un hombre simultáneo, que ocurre
tantas veces como perfiles tenga. Es el escritor aplicado y metódico –el autor
de La casa verde y La guerra del fin del mundo-, también el ensayista lúcido
–Cartas a un joven novelista- pero también el aflautado y diplomático
columnista como el enardecido antipopulista y liberal de manual.
Don ha sido también, a veces, el prohombre –el intelectual de
la mezcla positivista-moderno
latinoamericano comprometido contra el oscurantismo, verbigracia, su candidatura contra Fujimori-, y en otras un cretino
irredento –La tía julia (Urquidi) y el escribidor, por ejemplo-.
Y semejante blanco contra negro al momento de acercarme a
Vargas Llosa lo perpetro con tal barbarie, porque me gusta verle así, como una
red de tramas ásperas combinadas con otras más sedosas; una tela rara, hecha de
sus propias contradicciones.
En la confección de esa rara costura, el hipopótamo como
afectivo fetiche esconde el momento justo de su carácter en que derecha e
izquierda, adelante y atrás, cretino y prohombre, bonachón y fiera eclosionan. Todo metido en el saco de la
ternura y la apariencia.
Volvamos al punto de partida: el hipopótamo y elefante, colocados
en fila india, simétricos, sobre escritorios llenos de papeles. Vistos así,
rigurosamente, no hay nada en
común entre estos animales, excepto ser mamíferos con placenta y exagerado
volumen.
Los hipopótamos tienen entre sus familiares más cercanos a
los cetáceos; los elefantes a los mamuts. El hipopótamo suele ser un individuo
solitario; los elefantesse mueven en manadas; y mientras uno puede ser
tremendamente feroz y agresivo, al segundo se le atribuyen rasgos de asociados
a la inteligencia, como la compasión, el auto reconocimiento y la memoria.
Vargas Llosa
colecciona y admira a los hipopótamos por la capacidad insaciable y
bonachona con la que hacen el amor; y quienes amamos a los elefantes, puede que
sea por la dignidad con la que apañan su volumen.
Si los elefantes amaran serían capaces de destrozarlo todo con el ímpetu y la
urgencia de sus buenas intenciones.
Y es ahí cuando emerge en ambas especies el saco de la ternura y la
simulación. Las ferocidades activas y pasivas del coleccionismo y la madre
naturaleza.
Uno, por su aparente y bonachona bondad, por su piel rosácea
y su hedionda apariencia de bolita de carne… El hipopótamos parece un
inofensivo y poco agraciado Quasimodo de la madre naturaleza que una vez
invadido en su fortaleza pasicorta, atacará y derribará como el más fiero de
los felinos o los reptiles.
Es normal incluso que para resguardar su territorio los
hipopótamos lleguen a matarse
entre ellos. No en vano es considerado uno de los animales más agresivos de
África, tal y como si de pronto, este inofensivo practicante del sexo torpe,
tierno y ocioso eclipsara su redondez en una angustiosa y solitaria cápsula de violencia.
El otro, el noble elefante, a diferencia del rosáceo hipopótamo, es capaz a veces de infundir un cierto miedo con
sus enormes patas de árbol congelado y su nariz chorreante de medusa o escopeta.
Él avanzará con sus enormes pabellones alzados y sus ojos ciegos a cada lado de
su trompa triste. Reconocerá a los
suyos si los encuentra muertos, buscará su sitio en el mundo cerca de un arroyo
y cuando sienta miedo, enredará
sus patas, dará vueltas y revolverá espantado todo cuanto le rodea y derribará,
también feroz, aquello que ama, también preso de una corriente salvaje aunque
distinta. En él, atrás y adelante, derecha e izquierda, también hará eclosión
solitaria y angustiosa.
Miro una fotografía de Mario Vargas Llosa que ilustra una entrevista la que un
reportero con pocas ganas deja pasar comentarios sueltos acerca del interés del
Nobel en los hipopótamos. En una de sus respuestas, Don Mario menciona una
pieza de su cosecha en la que menciona a su animal fetiche: Katia y Los
hipopótamos. La obra de teatro se estrenó en 1983 en la Sala Ana Julia Rojas,
en Caracas, Venezuela y fue editada ese año también por Seix Barral.
El argumento es fácil de reconocer. Forma parte de un
episodio de la juventud de Vargas Llosa que su primera esposa, Julia Urquidi, cuenta
en el libro Lo que Varguitas no dijo,
que ella escribió como contestación a la novela autobiográfica Tía Julia y el escribidor, y que el mismo Vargas Llosa parece haber rescatado
de sus recuerdos para su propia cosecha.
No tengo claro en este momento si Vargas Llosa conoció en
Madrid o París a la mujer que inspira a Katie, personaje principal de la obra, que pertenece a la clase
social alta y que desea plasmar en
un libro el viaje que ha realizado por diferentes lugares de Asia y África y en
el que, claro está, habla de los hipopótamos.
Su contraparte en la obra es un profesor, encargado de
escribir el relato y cuya figura en la realidad sería el entonces joven
aspirante a escritor, Vargas Llosa, quien –cual bonachona y entonces fea
cintura de la madre naturaleza literaria- para ganarse la vida recurría a hacer
de negro.
Mucho le faltaba a Don Mario para convertirse en el bello y
feroz espécimen que hoy colecciona feúchos y graciosos hipopótamos, querendonas
y furibundas bestias. Le quedaba
demasiado. Y si su piel entonces no era rosácea, probablemente su aire sí fuese
más el de un paticorto mastodonte, torpe y pesado amante cuya
única reminiscencia actual sea hoy la ferocidad pasiva de quienes se siguen
sabiendo tiernos, vulnerables, enormes o solitarios.
Difícil esto lo de coleccionar figurillas. Es como hacerse
réplicas personales por toda la casa con bestias talladas en madera. ¿Psiconálisis decorativo? Complicado asunto éste.
Porque cada tristeza es diferente y viene de pozos diferentes. Porque nadie
sabe a ciencia cierta, qué fiera sacará a pasear sobre el escritorio. A fin de cuentas, quién es el aficionado sino un miembro más de la manada que coloca en formación, por orden de tamaño, junto al
pisapapeles.
Viajo en
el vagón impar de un tren con destino a Córdoba. Son las nueve de la mañana de
un domingo de marzo. El destino
final del AVE es la estación Santa Justa, en Sevilla. Viajamos a una velocidad
de 300 kilómetros por hora, la temperatura es de 20 grados, el índice de
precios al consumo es del 2% y la tasa de desempleo llega a
4.712.098 de personas.
Falta poco
menos de un mes para las elecciones la comunidad autónoma de Andalucía, el bastión final de una batalla que promete choque. No porque afecte
por entero a un país, sino porque todo cuanto realmente le afecta queda
postergado hasta la fecha final de ese evento electoral. Los periódicos
regionales de la ruta que cubre el tren bullen de propaganda electoral.
Los
pasajeros viajan en sus asientos, hacen ovillos con sus cuerpos, intentan
dormir con la nana absurda del cansancio. Entre el pasaje, una chica tunecina,
de ojos grandes, blanco cerámica, y la piel color oliva o chocolate, discute en
árabe con un hombre de piel canela y cabello blanco. Hablan sobre la primavera
árabe, creo. No entiendo lo que dicen, pero sé que no logran ponerse de
acuerdo.
Hablan
alto, muy alto, tanto que interrumpen las siestas desacompasadas de los
pasajeros y del grupo de activistas sociales que viajan con ellos. Feministas,
representantes de redes por el derecho a la vivienda en América Latina,
investigadores por una economía más justa en Asia, miembros de organizaciones
de educación popular, lobistas por los derechos humanos. Todos ellos
distribuidos en los asientos cercanos a la pareja que entabla, parece, un
debate.
Ella es
joven. No sobrepasa los 30. Él tiene más de 50, lo delata su actitud
victoriosa. Habla con ella con desdén, como si tuviese la razón de antemano. No
le concede ni un centímetro a la posibilidad de que lo que sea que ella diga
sea cierto. Y sin embargo, un interés continuo lo obliga a mantener esa
conversación.
Dos gitanas
de caderas imposibles cruzan el vagón. Llevan la cabeza cubierta con pañuelos y
visten faldas de telas ásperas. Las sigue
un niño con las mejillas llenas de mocos secos. Logran hacer más ruido
que la chica y el hombre que debaten y se marchan en dirección a la cafetería.
Un
periódico abierto en la página perezosa de la actualidad muestra un titular: “Rajoy decidió plantar cara a Bruselas tras ver a Merkel”, en las páginas interiores,
el redactor explica cómo el presidente de gobierno consigue que España rebajara
el objetivo de déficit estructural a 5,55%.
Algunos de los activistas que no duermen, hablan entre sí,
con el periódico en la mano. Dicen que Europa al fin descubre de lo que se
trata una crisis. Dicen que, al fin, Europa entiende, por primera vez, para qué
sirve realmente el FMI, como lo descubrieron los países de América Latina en la
década de los 90 con las medidas de ajuste que ahora viven países como Grecia y
la misma España.
Países pobres y ricos, una división encantadora. Trazar
líneas gruesas es una cosa que a los activistas les encanta. O eso percibo en
las mejillas adormecidas donde se marca la trama de los jerseys que usan como
almohada improvisada.
Es un hecho, en el vagón ya nadie duerme. La pareja que
habla sobre la primavera árabe pasa indistintamente del francés al árabe y del
árabe al francés. Percibo, en una maraña de apóstrofes aéreos, que si para eso
era necesaria una revolución, mejor no hacer nada. Cazo al vuelo, velados
reproches a Europa de parte de ella, y resabios autosuficientes de él, que de
Occidente quiere lo necesario.
Ella de Occidente quiere lo que ha venido a buscar, parece,
una igualdad que le permita ser la oveja negra que siempre quiso ser: decidir
sobre su vida y no estar sujeta a un dogma que la coloque debajo de nada, ni de
sus hermanos que tienen el derecho al doble de todo, de libertad, de herencia,
de decisión... Por eso no regresa a Túnez, aunque se muera por hacerlo, como la
delatan sus dedos morenos de yemas blancas. A él todo parece darle igual. Las gitanas con su ropa áspera y
sus cuerpos de olor agrio pasan de vuelta, ahora con el niño en brazos.
Son las nueve y cincuenta minutos de una mañana de domingo. Viajamos a una velocidad de 300 kilómetros por
hora, la temperatura es de 20 grados, el índice de precios al consumo es del 2%
y la tasa de desempleo llega a 4.712.098 de personas.
Los activistas intentan dormir, tranquilos, pero no pueden.
Los que no son activistas tampoco pueden conciliar el sueño perezoso de las
nueve. No es por el murmullo de la primavera árabe que no duermen. Tampoco por
el desajuste del sueño en sus cuerpos agotados. Tampoco por la crisis que
arrebata hectáreas de terreno a los campesinos. Es el sol del día que entra, incierto,
en el vagón impar de un tren que descarrila.