martes, 22 de noviembre de 2011

Treinta y seis años antes

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El domingo 20 de noviembre llovió todo el día. Temprano, en la mañana, pensé justo en esta fecha, en el 20 de noviembre, treinta y seis años antes. Mi madre, creo, estaba ya embarazada de mi hermana. Si no lo sabía, estaba por descubrirlo unos días después a causa de las náuseas que le provocó el consomé de una funeraria en Caracas.

No creo que fuese domingo el 20 de noviembre de aquel año. Podría haber sido un martes, o un jueves, quizás miércoles, esos días malos y secos para morirse. Ignoro casi todo sobre esa fecha. Pero sé por lo que me contaron de niña, que ese mismo día, 36 años antes, mi padre y mi abuelo brindaron.

En aquella clínica no sería mucho lo que podrían hacer. Alzarían el simulacro de una copa. Quizás hasta sería, seguramente, un vaso desechable. Mi padre, imagino, serviría lo mínimo, para unos sorbos. El cáncer de estómago de mi abuelo no daría para más que eso, para algo de vino con el cual mojarse los labios.

Sé, por lo que lo que guardo mala y confusamente, que fue mi abuelo el de la idea. Me cuesta imaginarme convertido en anciano al guapo y eternamente joven hombre que fue mi abuelo. Mi repertorio para recordar es, de todas formas, limitado. Lo recuerdo en la cubierta de un barco, vestido de oficial. Lo colecciono, en distintos tonos de sepia, con botas de caña y pantalones de militar. Incluso hasta guardo en mis recuerdos un retrato suyo con una soberbia gorra. Dispongo de muy poco para imaginarlo, ya viejo, en una cama de hospital.

Imagino la escena desde fuera. La clínica. Una hipotética y fría bata de tela. Incluso, pensándolo bien, supongo que el guapo y eternamente joven de los dos sería en ese entonces mi padre y no mi abuelo. Mi repertorio, en ese caso, es también limitado. Ni estuve ni me esperaban. Lo que sé, insisto, es porque me lo han contado.

Ese día, 20 de noviembre de 1975, el presidente de Gobierno Arias Navarro comunicó la noticia por radio y televisión. El Jefe del Estado español y Generalísimo de los Ejércitos, Francisco Franco Bahamonde, había fallecido esa madrugada a los 82 años de edad, en la ciudad Sanitaria “La Paz” de la Seguridad Social. En Caracas, Venezuela, no era de día todavía cuando ocurrió. La noticia llegó con seis horas de retraso.

Francisco Franco había muerto. A mi abuelo todavía le quedaba, creo, un día más de vida. 20 de noviembre de 1975, en una clínica de Caracas: el hombre eternamente guapo y joven sería ya un anciano a punto de morir cuando recibió la noticia. El brindis, supongo ahora, justificaría la espera. Verle morir pudo ser un plazo cumplido o una coincidencia. Y sin embargo, para él, habría valido la pena. Murió al día siguiente.

Pienso estas cosas mientras camino hacia la redacción bajo una llovizna boba. Pienso estas cosas después de votar en unas elecciones heredadas que llegaron a mí como una extensión, supongo, de todas aquellas en las que mi abuelo no pudo votar. Es otoño, más otoño que nunca. Hace frío y llueve.

De mi abuelo conservo cosas sueltas. Entre ellas, la rara costumbre de asombrarme por estas cosas que ya no sorprenden, que ya no significan nada a nadie. Y sin embargo me da por pensar, por reconstruir con datos blandos y malos, un brindis del que ni siquiera fui testigo pero que, de cuando en cuando, vuelve a mi mente como una ráfaga vieja y remota de fotos viejas y hombres jóvenes.

1 comentario:

  1. De nuevo, touché. El ritmo asincopado de la narración me recuerda a las ondas de un embalse cuando se intenta jugar a la ranita lanzando piedras. Love it!

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