jueves, 10 de noviembre de 2011

Amateur

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Nada escapa a su control./Escondiéndose a pleno sol,/planeando disparar,/
castigando por mi propio bien.
The New Raemon

Cerró los puños. Apretó fuerte y furiosamente la mandíbula, y siguió golpeando, tanto como si hubiese podido seguir bebiendo. Hizo presión en sus molares traseros y golpeó, aún más fuerte. Golpeó como los que lloran, cobardemente. Cuando tuvo suficiente sangre en los nudillos, fue por un poco de papel y se limpió, con rabia, con derrota. Como los asesinos sin talento, que celebran bruta y secamente su falta de método, su puro odio, su rabia sola e insistente. Si hubiese podido golpearse así, como lo hacía ahora, no habría tenido piedad ni clemencia. Se habría aplicado un poco más, como los verdugos que olvidaron los motivos por los que matan. Reventarse reventando. Demoliendo como debían de hacerlo los héroes cuando creímos en ellos. De haber podido, lo hubiese hecho todo; y más. Pero siguió ahí, de pie, amasando a golpes la carne blanda, todavía tibia, con sus puños rojos y solitarios. Incapaz de darle forma a su ira, aprovechó que nadie le devolvería los golpes para descargar entero el veneno que llevaba dentro, consumiéndolo antes de que caduque. Sin mirar el reloj, siguió peleando contra un oponente muerto. Arremetió como los desertores, como los que juegan sucio, como los que se aprovechan de una almohada para descargar sobre ella lo que no harían contra alguien de verdad. Sin detenerse, actuando sobre el terreno limpio de quienes ya han matado, de los que limpian huesos y apartan pellejos; así castigó. Castigó odiándose, aliviando con sus manazas lo que su corazón sucio no habría sabido decir de otra manera. De cuando en cuando, se mordía la lengua, repitiéndose ese credo estropeado, la plegaria inversa de batallas que no estuvo a la altura de dar. Se miró las uñas sin esmalte, malcomidas y estropeadas, y entonces quiso más. Más rápido. Más fuerte y locamente. De haber podido inventar un alfabeto, lo habría hecho. A, B, C, D. Y a cada letra un martillazo. Deseaba triturar, a ciegas ya, el pedazo de carne que tenía entre sus manos. Algo sin ojos ni corazón. Algo lejano. Algo listo para morir otra vez. Hubo quienes dijeron preferir otra muerte, otro país, otra casa, otro final, otro comienzo, otra oportunidad. A fin de cuentas, hubo otros que prefirieron algo diferente. Y por ellos golpeaba, por ellos odiaba; por todos aquellos que no podían hacerlo mejor. Por los que se estaban perdiendo la gracia del chiste, por los que no levantaban la mirada de las aceras. Por los que estaban asolados. Por los que creían de más y por los que habían perdido la fe. Por los que habían crecido y por los que jamás pudieron hacerlo. Por ellos golpeaba. Por todos aquellos que no era capaz de ser: por los más delgados, los más listos, los mejores, también por los sucios, los derrotados, los estafados y los estafadores. Por ellos y nadie más. Por ellos rompía piernas y reventaba ligamentos. Por ellos se ensañaba. Por ellos intentaba partir los huesos de aquel tórax pequeño y estrecho. Y golpearía. Sí, lo haría hasta reventar por completo. Golpearía hasta matar. Y por ellos remataba, por ellos torcía a mano limpia, el músculo sordo de su oponente abatido. Con su rabia salvaba y se salvaba de algo peor. Cuanto más pensaba, más enterraba los nudillos. Clavaba las uñas y desgarraba con ellas la pulpa estropeada de un cuerpo sin corazón, deshaciendo las fibras breves y anónimas de alguien con el que podía meterse porque no era de su tamaño. Le haría añicos. Volvió a mirarse las uñas, demasiado feas, blandas e imperfectas. Uñas maltratadas del que muerde porque no habla. Uñas feas de quien no sabe poner en su sitio los dientes. Uñas sucias, de cobarde. Uñas… sucias. Y golpeó aún más. Con la fuerza de los cerditos en una historia inmobiliaria. Y golpearé, y golpearé y golpearé. Miró el cuchillo en el tope blanco de la cocina. Lo ignoró, prefería atizar por su propio mérito. Sin herramientas, sin intermediarios. Que no quedara nada que no hubiese sido completamente suyo, incluyendo aquella paliza de ojos cerrados y dientes amarillos. Olvidó todo: las ganas de fumar, la hora, el mal olor de los gallineros y las fiambreras, la suciedad de su vestido ahora pringado con las vísceras estropeadas por la paliza. Porque era eso lo que estaba oficiando: una carnicería de Galio venida a menos, una versión sin consecuencias de la furia que nos empuja en los vagones del metro y las alcantarillas. Alguien siempre se come el filete magro que otros desuellan en los sótanos, sí, pero aquello, Galio, ni era una república ni ella carnicero. El filete de sus muertos, Galio, no servían a nada ni a nadie. Cuando se detuvo eran la diez y cuarto. Se miró las manos hinchadas de golpear. Fue al lavamanos. Abrió el grifo y se miró al espejo. Enjuagó los puños. Se echó jabón, mucho jabón. Secándose, notó la toalla manchada de una brevísima y rosada mancha. Sangre boba. Cerró el grifo y volvió a la cocina. Miró a su oponente, repartido en tres bolsas de congelación.

Entonces sacó otro pollo y repitió, de nuevo, la misma operación.

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