“¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?”
Antonio Machado. Orillas del Duero del poemario Campos de Castilla
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?”
Antonio Machado. Orillas del Duero del poemario Campos de Castilla
Tienen las mismas propiedades que los mares y las montañas. Enloquecen o tranquilizan. Porque nada es inofensivo en ellos. Ni siquiera la línea recta que avanza con la discreción de las apariencias o el sol que pringa el final de la tarde con su lento zumo de naranja pocha. Existen, en su nombre, poemarios y canalladas. Todo junto, como un silencio de arado y autovía. Ellos, sólo ellos, son capaces de hacer la soledad. De crearla como un color sólo posible en la visagra que forman las alfombras de trigo y el azul de ese cielo que cruzan los rapaces.
Cada vez que los atravieso, ocurre lo mismo. Me hago Ulises sin pensarlo. Cambiándolos y haciéndome cambiar por ellos. Cada vez que atravieso los campos de Castilla me da por pensar que todo héroe necesita de un paisaje que ocurra dos veces. Uno arriba, otro abajo; cielo y tierra, unidos por la rara línea de un horizonte de cerros calvos y pueblos con torres. Cada vez que los atravieso, me da por creerme libre y sacar la lengua al viento. Son ellos, supongo, los campos de Castilla. Ese naipe raro de reinas muertas, pasajeros lejanos y pueblos dormidos.
Dijo de ellos Machado que eran varoniles y adustos. “Desdeñosos contra la suerte”. Campos de guerra y muerte. Escribió el poeta, en 1908: “Sabemos que la patria no es una finca heredada de nuestros abuelos, buena no más para ser defendida a la hora de la invasión extranjera . Sabemos que la patria es algo que se hace constantemente y se conserva sólo por la cultura y el trabajo. El pueblo que la descuida o abandona, la pierde, aunque sepa morir. Sabemos que no es patria el suelo que se pisa…”. Si llegara a ser así… Si llevara razón el poeta, ¿qué hacen estas llanuras con el forastero? ¿Qué embrujo ejercen? ¿A quién emboban, entonces, los campos de Castilla con su amarilla calma?
Si llevaba razón el poeta, me pregunto… ¿Quién consigue las patrias? ¿El que las busca o sólo aquel que las encuentra? ¿Dónde se hacen? ¿En el rugido del viento a cien por hora? ¿En el filo de la necia ventanilla ? ¿En esa línea continua a la que van a morir las tardes al final del campo? ¿Allí donde los girasoles tuercen el pescuezo… dormidos o marchitos? No es patria el suelo que se pisa, dice el poeta, sino el que habita y nos habita.
En 1967, el pintor chileno Jorge Vidal visitó Valladolid por primera vez. Diez años más tarde, en 1976 –un año después de la muerte de Allende-, Vidal se radicó en la ciudad. Allí, el chileno se fue haciendo pucelano. Vistió el exilio sin abotonar nostalgias. Formó parte activa de la Sala Jacobo, galería de arte fundada por Fernando Santiago en 1966 y que junto con la librería Relieve constituyó el epicentro del grupo Simancas, del que Vidal fue activo y prolífico integrante. Tal y como define Fernando Gutiérrez, comisario de la exposición que sobre este grupo se exhibe en el Museo Patio Herreriano, los artistas de Simancas tenían como única preocupación el “compromiso con la tierra que los vio nacer”. Una especie de pacto, “una reivindicación identitaria y esencialista de los campos de Castilla”, que en la paleta de Vidal adquiere siluetas y colores simplificados; colores adquiridos en el quehacer del asombro y la querencia del que sabe descastado.
¿Nace una patria afectiva entre los surcos de trigo que todavía no es pan? ¿Países sentimentales? ¿Hogares a la intemperie? Se parecen los lisos campos de Vidal al paso del Ulises que dejándolo todo atrás, encontró otro mar. Hombres de puerto. Hombres de campo. Hombres viejos que no entiendo. Hombres solos que me resultan familiares.
Veo la autopista consumirse en el trasiego del regreso. Y lo hago pensándolo en los ocres de Vidal. Miro porque no puedo correr. Miro como se hace con los incendios, con ganas de arder y tatuar. Miro… Campos de Castilla, ardiendo, a solas, en el acento lejano de sus torres sin cigüeñas. Campos de Castilla, ahí, tan quietos. Campos de Castilla y su seco oleaje de mar…
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