No llegó a desarrollar del todo Vila-Matas una teoría completa sobre los ágrafos. Le faltó, acaso, una sintomatología no ya de la página en blanco, sino también otra, reservada exclusivamente para el mal de alturas –que no el de Montano- que produce en algunos la línea continua de una frase ya escrita.
Una vez abatido el blanco del folio, el lenguaje se convierte en un accidente. ¿Consiguen los Bartlebly salvarse con tan sólo escribir? Pues no. La sensación de haber escrito una página o dos supone, también, el riesgo de contraer otro mal, bastante peor.
La contemplación sobre lo ya escrito siembra la duda sobre si el resultado tiene sentido o si se trata sólo de una montaña de restos vertidos, malamente, sobre la cuartilla en blanco.
El padecimiento de ese segundo pánico –el primero, escribir; el segundo, escribir bien-, obliga a reponerse de la sospecha sobre si el texto final es lo que se quería decir, o si es, en verdad, lo que se podía escribir. Es en ese momento cuando el texto se convierte en un lugar arruinado; en el restante de la idea original: un párrafo hecho sobre lo que nos fue posible escribir y no sobre aquello que queríamos escribir.
Toda idea escrita es una idea talada. Es la silueta final extraída, a golpes, de un árbol derribado –el personaje que parecía perfecto, la anécdota jugosa-. Y es sobre ese resto ya conseguido –el personaje flojo en lugar del Ulises; la anécdota averiada en lugar del viaje- que el Bartleby –el procastinador- se convierte en escritor ebanista: alguien que escarba para tratar de extraer una forma digna del bloque de una madera todavía demasiado verde.
Los hay prácticos, ebanistas a quienes con la sola silla basta, ¿para qué más? ; otros, en cambio, despistados por la trampa de la corrección, tallan orlas sobre una silla que ni es tal, ni sirve para sentarse. Entonces el demorado esperpento se convierte en el lastre de un carpintero sin oído, alguien incapaz de escuchar la idea original que no advirtió, desde un comienzo, en los anillos del tronco que llegó a sus manos.
El papel, como la madera, cruje. Ofrece vetas y despistes. Ni es blanco ni está vacío. Sobre él está la sombra, la levísima opacidad, donde reside la diferencia entre una palabra y su accidente.
¿Realmente sabe recorrer el escritor el camino que separa la idea de aquello que finalmente se convertirá en objeto literario? La respuesta a esa pregunta tiene dos opciones: o la emprendemos a hachazos para talar la idea equivocada, o esperamos, pacientemente, a que pase de idea posible a idea madura.
El tamaño del accidente literario ocurre mientras se escribe la idea literaria. Se acomete, ahí, en la transferencia de pensamiento a lenguaje. De ahí que, una vez hallada y acometida, quienes consiguen la idea –lista o no- y la escriben, se agarren a un resultad como si fuese irrepetible. El miedo no surge ya ante la posibilidad de lo escrito sino ante la imposibilidad de no poder volver a escribirlo. Y es entonces cuando el escritor se paraliza ante ciertos y pesados adefesios.
¿Borrar o borronear? Desechar del todo la artesanía o entretenerse en ella –muchas veces para empeorarla-. Nunca como en esos momentos había resultado tan incómodo el shit detector de Hemingway . ¿Qué hacen, en realidad, los escritores que corrigen? ¿Perfeccionan o dan rodeos? ¿Escriben o retocan lo ya escrito? ¿Crean o se consuelan? Entonces el escritor leñador se convierte en uno mineral, alguien que adopta la idea talada como una gruesa roca de la que hay que tirar.
Resignarse con lo ya escrito supone, insisto, quedarse sin pulmones para recorrer la distancia entre lo posible y lo escrito, un enorme desierto en el que los textos parecen inevitables, irreversibles, cuerpos derrotados con los que tendremos que conformarnos, como si de averiadas criaturas se tratara –y las alimentaremos, que es lo peor-.
¿Estaban exentos de este mal autores como Coetzee, a quien no le sobra ni le falta una palabra? ¿Se vacunaron Fante o Carver contra ese virus o son ellos el resultado de la capacidad para reponerse a lo ya escrito?
No lo sé. Y me pregunto, releyendo mis notas sobre La captura de Macalé, de Andrea Camilleri, cuándo y cómo surgen las ideas sencillas y eficaces; cómo y de qué manera es posible traerlas al lenguaje sin el fórceps de las propias limitaciones. ¿Cómo el mosquetón de Michilino, o el simple recurso del gramófono con la voz del Duce, pueden resultar tan perfectos? ¿Cómo evitan la tentación de la obviedad?
Insisto: no ha terminado Vila-Matas su empresa del ágrafo. Ni mucho menos una genealogía del Bartleby
.
ya ni siquiera hay papeles KSB
ResponderEliminarlo que crujen son los teclados.
los papeles no son blancos ni los arboles tampoco.
pero tu me salvas del vacío con tus textos alumbrados
y me encanta la foto nueva de tu perfil :)
que si no vivieses tan lejos de mi, no te dejaria ser otra cosa que mi mejor amiga, a ver si se me pega algo de tus neuronas...
Ay Chase!
ResponderEliminarTienes razón: ¡los teclados!
Pues mira... no lo tenemos fácil, pero tampoco imposible. Si llegas a venir a Madrid o yo a DC, podemos quedar para hacer algo divertido: arrojar zapatos rojos al Capitolio, en tu caso, o soltar a uno de los elefantes del Zoo de Madrid. ¿Qué dices?
¡UN abrazo enorme!
Grande, muy grande. Me gustó leerlo una mañana de domingo.
ResponderEliminarPor cierto, hace que no se de usted, señorita! Espero que sigas sonriendo como en la foto aunque no sea por el real Madrid jijijijiji (un poco de puñal)
¡Doctor Letra! Es verdad... tengo yo también mucho tiempo sin saber de usted. Y sí hombre, tienes raz´n... Esta liga no me entusiasma tanto esta vez. CReo que es el técnico, ese hombre cenizo y de gesto torcido.
ResponderEliminar