Los exhaustos
De hablar. De salir a la calle. De tener amigos. De empezar otra vez. Gente que se cansa de los mismos lugares y algunos que lo hacen ante la sola posibilidad de conocer uno nuevo. Gente que para cabrearse necesita un responsable de su ira, un hipotético causante del mal, que sin duda existe, pero ¿acaso lo es también para los malestares mínimos de nosotros, los exhaustos? La idea de que algo más fuerte nos empuja, nos excluye, nos margina o lastima, nos aísla o desgasta, nos vence o nos apaga es, a su manera, un drama escrito en letra pequeña. Hablamos de pronto como si la voluntad fuese un triste faralao que usamos cuando nos place y del que tiramos, indignados, cuando no. Eso creo, a veces. No siempre. Otras, me anclo en el denso pozo del resoplido y las cabriolas, como si una brida muy fuerte me apretara de tanto en tanto en las mandíbulas. Salgo a la calle, y aún sin salir a ella, percibo esa agotadora y bastarda sensación de no saber de dónde proviene el cansancio de los que caminan a mi alrededor, conmigo y lejos de mí. Inflar la teoría de que se acabaron los recursos, las ideologías y los motivos es algo que beneficia a muchos, incluyendo a aquellos que se dicen vengadores, de los que dicen dar voz a los que no la tienen. De un tiempo a esta parte, veo más hombres y mujeres capaces de echar a llorar, anónimos, en un vagón de metro. Gente que me pide tabaco, céntimos, ayuda; veo más batallones de estropeadas prostitutas; gente que me pide cosas que no puedo dar. De un tiempo a esta parte veo, también, cada vez más, gente de felicidad combustible, pura gasolina en vaso de cubata; el fin de mes y sus apretados atajos de olvido y resaca. Yo no llevo clara ninguna de estas cosas. Ninguna. Yo, como el resto, recibo y reparto coces de animal confundido al que, a veces, le gustaría descorrer de su frente el velo del día a día. Y sin embargo, intuitivamente, renuncio al cansancio, a la posibilidad de meter el corazón en un vaso con hielo, como si la capacidad del amor o la ira fueran aperitivos. Puedo entender que hace 50 años se escribiera sobre un hombre que mata a otro por el –aparente- hecho del calor –“siempre ese maldito calor”-. Puedo entender la tentación de convertirnos en Monsieur Meursault. Puedo entenderlo todo, lo que no comprendo es de qué forma la sangre se nos ha ido aguando, cómo de roja ha pasado a ser un inofensivo y burbujeante plasma de seres exhaustos , coleccionistas de batallas y oprobios domésticos para arrojar como confeti sobre el oponente de turno… nos importa demasiado nuestro espacio como para defenderlo con una cucharilla de postre encaramados en nuestros pisos de menos de 40 metros y frigoríficos llenos de marcas blancas. ¿Pequeños y aún más grises señores Mersault? No lo sé. No creo. Y sinceramente, a veces, no me importa. Excepto hoy.
si. Mas que indignados estan exhaustos. y ese cansancio cansa.
ResponderEliminarme has regalqdos ganas de escribir poesía KSB.
eres una maravilla
¿COn zapatos de cuál color va a sentarse a escribir, mi querida Chase?
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