Tengo un amigo de acento andaluz y ojos brillantes. Un amigo aficionado a las rubias y a la áspera genialidad de Paco Umbral. Tengo un amigo que, como yo, contrajo el odio por su ciudad de origen. Jesús, un amigo al que apenas le llevo tres años y al que, sin darme cuenta, le hablo como si en lugar de 29 tuviera yo 60; al menos eso me reprocha, el malagueño, en la barra del Bar Polo. Tengo un amigo, Jesús, que odia y se entusiasma con la misma fuerza; alguien desaforado, que atraviesa los días con el énfasis de los que desean vivirlo todo.
Para él los días ocurren a fondo blanco. La vida entera se resuelve con frases definitivas: el talento Marsé se consumió en Últimas tardes con Teresa - y punto-, y Vargas Llosa es tan sólo un escribidor. En otros personajes, esto hubiese terminado mal, muy mal. Y sin embargo, en él las cosas parecen hechas de otro material más auténtico; un territorio libre de gafas de pasta y rebanadas untadas con grasienta nocilla; un perímetro en el que cada barbaridad podría ser el comienzo de una recapitulación que nunca ocurre, seamos sinceros, pero que me coloca en la tesitura de la fe perdida.
Mi amigo Jesús posee, quizás, las buenas intenciones que he dejado en el camino; las ganas de creer que a mí se me fueron quebrando, de a poco, como las piezas huérfanas de una vajilla. Y cuando digo esto, lo hago desde la absoluta envidia. Lo digo con la sensación de quien debe una respuesta a cambio. Por mi culpa, Roberto Bolaño fue a parar a manos de este malagueño, que no dudó en recibir al chileno con ese entusiasmo que intercambian entre sí los individuos de una misma tribu al reconocerse. Y yo no hago más que preguntarme, cuando le escucho, adónde se fueron mis buenas intenciones.
Nos vimos hace unos días, mi amigo y yo, con el propósito de crear una generación. ¿Se fabrican, acaso, las generaciones?, pienso ahora. ¿Se levantan, con hormigón, como edificios vacíos? ¿O acaso estaban ahí y tan sólo les damos nombre para que nos vean mejor? Que no estamos a comienzos de siglo. Que los manifiestos dejaron a más de un escritor en la lona. Que el método ahora es otro. Que los buenos propósitos son engañosos. Todo eso, y más, quisiera decirle. Y sin embargo, me da por creer.
Nos sentamos a hacer la ingeniería de una generación literaria, convencidos los dos, de que podría tener sentido. Él quisiera darle nombre de cerveza; yo de analgésico. Y así nos dan unas horas para llegar al mismo punto donde comenzamos. Él, creyente; yo, oficinista. “La nacional 340 conecta Pedralejo con la modernidad”, escribe mi amigo en su novela El año de la rubia. Y pienso, al leerlo, que la modernidad hace tiempo que se fermenta o se pica, como un vino pasado que no tuvimos tiempo de probar.
Tengo un amigo de acento andaluz y ojos brillantes. Un amigo aficionado a las rubias y a la áspera genialidad de Paco Umbral. Un amigo que haría de su casa La Latina y remataría el mar por dos euros, si pudiera. Lo que él no sabe es que, de poner en venta el mar que tanto detesta, se lo compraría, sin duda, como lo haría alguien con un pescado a la baja, para ver si en el anzuelo del pez muerto encuentro la parte de mi fe que le falta a esta historia.
mijiiita regalame algo de tu genialidad si? plis?
ResponderEliminar¡Chase!¡QUé gustazo leerte por acá! Ay mujer, tú sí que me quieres. Ojalá tuviera, al menos, sentido común. Con eso me conformo.
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