domingo, 31 de octubre de 2010

El pimentero se ríe de mí


A la derecha, con bigote de autócrata civilizador, el salero. A su izquierda, con barba sin rasurar y ceja rota alzada, el pimentero. Tengo mucho más trato con el primero. De hecho, nos enfrascamos en serios tomas y daca. Ni él echa la sal suficiente ni yo tengo la paciencia necesaria como para sobrellevar su blanda sonrisa de “la culpa no es mía, es Lego, que me ha hecho así”. Mis tomates siempre quedan desabridos y él, como la ONU, se queda tan tranquilo, mirando mis urgencias con la promesa de una resolución.
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Pero con el pimentero todo cambia, absolutamente todo. Comenzando por el hecho de que rara vez uso la pimienta, y aún así, algo me atrae magnéticamente al recipiente. Los ojos… me le quedo mirando, largamente; la mano, cuando estoy apurada… lo cojo cual acto reflejo.
Algo… ¡algo siempre desemboca en ese pequeño pipote! Creo que es su proyecto de barba césped, o algo más. Ha de ser porque, a diferencia del neutral salero, el pimentero se trae algo entre manos.
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De pequeña podía caer en estas trampas, podía dedicarme, feliz como una rata de Skinner, a unir bloques de plástico con verdadera pasión de campo de concentración. Pero ahora, se supone, soy mayor y estoy capacitada para desmontar el paradigma “juega bien”, que mirándolo con cuidado no deja de tener un punto sospechosamente homogeneizador. Pero bueno, eso es otra cosa.
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Que los daneses la hayan pegado del techo con el “Leg godt” fue tan sólo una de nuestras batallas perdidas, lo admito. Y ahí están esos objetos, en la cocina, para recordármelo. Ese par de recipientes no salan bien, no condimentan bien. Sus agujeros se tapan fácilmente. Pero gustan. Son entrañables y opresores. Son artefactos infantiles devueltos al mundo adulto con el único propósito de decorarlo, aunque sean completamente inútiles.
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Por eso creo que el pimentero es el poli malo de todo este asunto. Mirándolo, he hecho un repaso por la brevísima educación sentimental de los niños de mi época y nuestros manuales de juego. Con sus variantes, a todos nos tocó pasar por Lego Duplo y el Lego Experto, que yo rápidamente sustituí por el Tente, una herencia de mis hermanos mayores a la que saqué, sin duda, el jugo y que curiosamente traté con un respeto religioso. No me tragué ninguna pieza y podría asegurar que esa colección sigue intacta, pieza por pieza, en una enorme caja, en un piso del litoral caraqueño.
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Jugar, entonces, no era tan grave. Después, claro, vino el Atari y entonces, ¡HALA!, el Nintendo o La Nintendo, el Super Mario Bros. ¡El uno! … Y Claro, ¡cómo no! El Super Mario 3. Pero volvamos al uno, el Primer Super Mario, del que este año se cumple su 25 aniversario.

¡Un cuarto de siglo! La aparición de la consola ocurrió un año después de la muerte de Foucault y apenas siete antes del apocalipsis Fukuyama. ¡Esto no fue una casualidad! Y si de algo estoy segura es que de ahí, justo de ahí, viene el cachondeo del pimentero y esta sensación de imbéciles quema caucho y de globalizados maduros a punto de caerse de la mata. Y si nos ponemos solemnes diré, para ustedes y los vecinos de mi patio interior: La diáspora es mi raza.
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Aprendimos a jugar bajo el principio de las instrucciones, no de las órdenes. Eso -se supone- nos daba ventaja frente a nuestros padres, los universitarios del modelo de la sustitución de la importaciones de una prometedora y democrática América Latina. Aprendimos a ser productivos. Niño… conecta bloques. Y los conectábamos encantados de la vida, invertíamos tiempo, pasta y materia gris en acumular estaciones de servicio, barcos, castillos, construidos en aquella visión Donald Judd del mundo.
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Cuando nos volvimos digitales nos convertimos en un profesional autónomo, no un superhéroe, ni un detective ni una heroína o un malvado, no, no, no, nos convertimos en un fontanero, un hombre de formación técnica, un macarroni que corre sin sentido (bueno sí, va a salvar a Peach, a la princesa) pero corre como un poseso, mata tortugas, supera mundos, pruebas y salta precipicios sin tener muy claro porqué… y con un agravante: ¡Mario nunca puede retroceder!
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Dotamos nuestra zona de ficción en el mundo de un fontanero que operaba, en verdad, en un mercado liberal puro y duro. ¡Si se equivocaba, moría! Nunca se nos estaba permitido retroceder. A diferencia de nuestros bloques, de nuestros pre-industriales divertimentos donde podíamos pasar horas dándole la vuelta a un objeto, en Super Mario el error no podía enmendarse. Hace unas semanas, los estudiantes franceses decían. "No queremos vivir peor que nuestros padres". Yo tampoco, pero...
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Hace un par de veranos, visité la tienda Nintendo, en el Rockefeller Center, en Nueva York. Cuando me asomé a uno de sus escaparates sentí esas cosas que sólo pueden pasarte en un país como ése. Estaba expuesto un Game Boy que usó uno de los soldados del ejército de los EEUU en el ataque a Irak, en 1992. El aparato estaba completamente quemado y deshecho, pero aún funcionaba.

Ahí, en una tienda de Manhattan, casi 20 años después me reencontré con el tetris, aquel juego de encajar piezas en la diminuta pantalla de aquel souvenir estropeado. Y pensar que yo pasé mis horas de aburrimiento durante los toque de queda de los dos intentos de golpe de Estado de 1992 jugando eso. ¿A qué demonios jugábamos?
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Pienso estas cosas después de estar todo el día escribiendo unos mustios folios que en nada me complacen. Pienso todo esto congelándome y fumando un cigarrillo con la ventana de la cocina abierta. Miro el pimentero mientras la greca hace su pitido antipático de café descafeinado listo para beber.
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Crecimos aprendiendo a jugar cosas en los que las piezas tenían que encajar por que sí; juegos en los que teníamos que correr sin saber exactamente porqué y en los que la opción de darse la vuelta nunca estuvo permitida. Miro al pimentero. ¿Estuvimos aprendiendo a perder todos estos años?
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Ya no me queda duda. El pimentero se ríe, extranjero, falso objeto infantil en mi selva adulta de ollas y facturas. Él sabe que aún tengo bloques por encajar, que hay instrucciones y nubecitas llenas de monedas que debo reventar de un salto. El punto es que yo, como el fontanero, tampoco puedo retorceder.

2 comentarios:

  1. esta sensación de imbéciles quema caucho y de globalizados maduros a punto de caerse de la mata. Y si nos ponemos solemnes diré, para ustedes y los vecinos de mi patio interior: La diáspora es mi raza.


    Solemne!

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