viernes, 8 de octubre de 2010
Acerca de Don Mario, el Nobel y los tirapiedras (que pudimos ser)
Vargas Llosa suele hablar mal de la inspiración. Y se le va la lengua al peruano sobre cómo y cuánto se documenta. Enumera sus métodos. Desprestigia los arrebatos. En aquella entrevista -la releo ahora, después de cuatro años-, el escritor lucía reposado. Ya no decía, como a sus veintitantos, que la literatura era fuego. Ya no hablaba de su brasa política.
En esa entrevista, como ahora, había olvidado a los escritores-presidentes.Estaba, como hoy, apoltronado en en sus canas, mirando, de lejos, con sus ojos viejos de papel de periódico. Ya no era el flacuchento autor de La Casa Verde que posaba al lado de un arruinado y calvo Rómulo Gallegos. Ya Doña Bárbara no le cuidaba las espaldas. En ese entonces, como ahora, un Premio Nobel no necesitaba ya de aquellas provincianas compañías.
Por alguna razón, en esa entrevista que ahora releo, a Vargas Llosa le daba por recordar el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Lo mencionaba, de pasada. Y algo, como hoy, se echaba a andar, algo retrocedía en mis ojos y los suyos.
Busco en Google una foto vieja. La encuentro. El maestro Gallegos, civilizador y decrépito, se retrata al lado del joven galardonado. La leyenda dice: “Foto del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. La Justa novelística dirimida por primera vez el 2 de agosto de 1967, fue creada en Venezuela el 1° de agosto de 1964 por decreto N° 83 del entonces Presidente de la República, Raúl Leoni, con la finalidad de perpetuar y honrar la obra del eminente novelista y estimular la actividad creadora de los escritores de habla castellana”. Vuelvo a la entrevista reencontrada de El País.
En ese entonces, el premio metálico del Rómulo Gallegos, además de medalla de oro y diploma, era de cien mil bolívares. (El bolívar existía a secas. No era fuerte ni bolivariano, ni revolucionario, ni patriota. Era Bolívar. Y ya). El país entero era un país a secas que se daba el privilegio de nadar en petróleo, no en sangre.
El jurado del Premio Rómulo Gallegos estaba formado por 13 integrantes, quienes remitían su veredicto a un jurado internacional constituido por Andrés Iduarte (México), Benjamín Carrión (Ecuador), Fermín Estrella Gutiérrez (Argentina), Juan Oropesa (Venezuela) y Arturo Torres Rioseco (Chile). En ese momento, el jurado nacional, en el cual figuraban Fernando Paz Castillo, Pbro. Pedro Pablo Barnola S.J. y Pedro Díaz Seijas, recomendó La Casa Verde del peruano Mario Vargas Llosa.
El socialdemócrata Raúl Leoni había hecho la primera entrega del Premio, en 1964. La próxima edición la presidiría el socialcristiano Rafael Caldera. La entrega del Premio la presidió ese año Simón Alberto Consalvi, en ese entonces responsable del Inciba. Lo cultural era una insignia, una prenda. Lo fue.
La ceremonia fue realizada con la presencia del Maestro, de Don Rómulo Gallegos, quien posa, derrocado y moribundo, en las instantáneas de aquella noche. Luce menos civilizador y pedagogo que nunca. Nada de esto aparece en la entrevista que releo. La periodista no lo escribe, ignora esta parte de la historia que rodea al Vargas Llosa de La casa verde. Hoy, tanto ella como Don Mario ignoran mis recuerdos.
Al día siguiente de declararse a Don Mario ganador del Premio Nobel, releo silencios. El escritor prefiere hablar de otras cosas. Nada queda en sus palabras del novelista de antaño, de ese menesteroso tirapiedras. Porque todos en su década quisieron ser eso. Todos. Tirapiedras a lo Seix Barral. Boom, ¿verdad? Boom.
En su discurso, durante la entrega del Premio, en 1967, leyó el entonces joven peruano: “El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal”. Y él, sus palabras y su corbata se afirman en una foto deslucida.
El joven novelista insistió esa noche de 1967: “Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”. ¿Quién nos recordaría lo que nos esperaba? ¿Ellos?
Imagino a Gallegos escuchándole. Le imagino deletrear en su mente las palabras que lee el ganador. Insurrección, ese sustantivo entonces militar, debió sonarle agria a todos. Gallegos, el novelista derrocado en 1948 por una Junta Militar, debió babear de olvido escuchándole. Pero la periodista de El País no escribe nada de esto. Lo ignora. Vargas Llosa también. Ignora incluso el parentesco que esa foto pudo tener: dos pedagogos, uno maltrecho y otro por malherir. No en vano Vargas Llosa se hizo español luego de asomar las narices a un 1990 electoral en el que Fujimori le asestó una derrota. La literatura es fuego, decía. Ya no lo dice. NO lo necesita. Ya nada de eso es necesario.
Y sus ojos de papel periódico me hieren. Leo y releo, pero por alguna razón, he dejado de comprender. Todo me suena hueco. Todo me lastima. Vargas Llosa dice que algo le obsesiona. Que le enloquece la palabra justa. Por eso reescribe y reescribe. Al menos eso dice. Y él, que decía ser un pasajero de lo permanente, dejó el mechero en casa. Ya no habla de fuego. La periodista de la entrevista que ahora releo intenta lucirse. Suelta su pregunta final: ¿Cuándo se acaba una historia? "Cuando llego a la convicción de que, si no termino la historia, ella acaba conmigo".
Si la historia acabara con él, sería otra Guerra del fin del mundo. ¿Capitulamos? Vuelvo a Gallegos. Pienso en el Nobel. Siento brisa, una especie de desagravio. Jurungo mi historia. No me gusta lo que consigo. Mi corazón se vuelve inflamable.Mis palabras arden.Decido quemar mi herencia. Trozo por trozo. En este brindis por Don Mario, me desharé de algunas cosas. Deletreo mi propio incendio. Recorro lo que puedo.Miro atrás. La casa verde se ha quemado. La historia también. Brindo por Don Mario, alzo mi copa llena de combustible. Brindo con alegrías de otros.
¡Sencillamente genial!
ResponderEliminar¡Salud KSB!
¡Juan Ignacio!
ResponderEliminar¡Cuánta agua ha pasado desde entonces! Combustión, combustión... combustión.
El tiempo pasa y a nosotros nos quedan cenizas. Estoy apocalíptica, demasiado apocalíptica.
Hola querida Sra. Sáinz, ¿cómo está?
ResponderEliminarMire, no entiendo su punto.
¿Se queja Ud. de que ya la literatura según don Mario no es fuego?
¿Por qué habría de ser siempre fuego?
Nadie es fuego siempre y eso no tiene nada de malo.
Un beso.
El punto es, Sr. Echeto, no es que la literatura tenga que se fuego, ni que haya que ser eterno tirapiedra, el puento es que siento ceniza... siento que nos hacemos ceniza. Eso es todo.
ResponderEliminarTal vez se necesiten otros Fénix, tal vez Don Marío sólo abre otra puerta para el mágico continente, tal vez las cenizas no son ruina, sino posibilidad. Será entonces tarea de otros escribir y re-escribir
ResponderEliminarYo sólo espero, suspiro por al menos buenos palimpsestos.
Bueno, si es así, no se angustie. Recuerde a don Francisco (al de la perilla, no al del copete chileno): Seremos polvo, pero polvo enamorado.
ResponderEliminarUn beso.
¡No me hagan mucho caso! Lo de la cenizas, ésa soy yo. que ando falta de ceniceros por casa... ese síndrome de lo propio, que no es lo propio sino lo individual... ¡Brindo por Don Mario!
ResponderEliminarSeñorita Karina, yo sí que entiendo su punto. La literatura es fuego, luego ceniza, luego polvo de ceniza pululando en el ojo. Caray, sí que la entiendo. Yo también brindo por Don Mario: antiguo, fulgurando en ese cielo plomizo mientras arde en preguntas. ¿En qué momento se jodió todo?
ResponderEliminarSí, Julien. ¿En qué momento se jodió todo? ¿O será que sobrevaloramos los fuegos pasados?
ResponderEliminarNo lo sé...
No lo sé...
Lo que sí te digo es que llevo unos cuantos días buscando mi ejemplar de La Guerra del fin del mundo y no lo consigo...