Aquella violencia vino de un lugar que ya ocurría. Y sin embargo parecía lejano. Era dulce, apacible. Sorda y melodiosa. Yo tenía seis años la primera vez que se expuso. No fui a verla, claro está, y no la descubrí hasta los 20 cuando me la topé de frente en una sala blanca que bien podría haber sido la de un psiquiátrico o la de un museo. Pude verla una sola vez. Sólo una. Los sueños no duran más de cinco minutos, de José Antonio Hernández Diez. Pieza única. Año 1988, en la 'víspera' del Caracazo.
Un año antes de que produjese su instalación In god we trust, aquel bidón de gasolina contra el síndrome Frescolita de los años siguientes, Hernández Diez creó la que puede que hoy sea la imagen más valiosa, la que espero que aparezca en mis fogonazos de muerte o lucidez. Ésa en la que todo parece ocurrir como en sueños: a dentelladas y con lentitud. En technicolor. En pastillas. En silencio.
Vi la pieza hace unos seis o siete años. Permanecí en la sala del Museo Alejandro Otero unas dos horas. La vi una y otra vez, una y otra vez. Y aún después de tanto tiempo, todavía permanece fija en mi retina una imagen, mejor dicho, la imagen (la que ilustra este post). En el centro, aquella chica rubia de vestido blanco. Frente a ella, extendiéndole una pata, un perro de raza callejera, hace poco me enteré –por el propio Hernández Diez- que se trataba de una perra en celo, de lo contrario la jauría que corre tras de ella jamás lo hubiese hecho en esas condiciones tan verosímiles.
Las dos figuras juntas, la dulce rubia y la perra, me resultaban y me resultan, siniestras y conmovedoras. Azules como vírgenes. Santas de una pesadilla química. Camafeos de psiquiátrico en el formato de la cinta de un betamax azul. Ellas dos, ahí, repitiéndose como pesadillas. Siempre fueron hermosas. Incluso ahora que he vuelto a encontrarlas. Violentas, poéticas y llenas de explicaciones que incluso no estoy segura de querer saber.
Y aunque de la obra de Hernández Diez me tocó muchas veces ponerme a fondo con otras series, por ejemplo a las que pertenecen sus obras Marx, Jung, Hegel, o Ceibó (1999), sus largas uñas acrílicas de Soledad Miranda (1998) o las patinetas de La Hermandad (1994), siempre quiero volver a Los sueños no duran más de cinco minutos (1988) este lugar, a este recuadro azul de sueño y miedo, esa violencia que vino de un lugar que ocurría mucho antes de que llegáramos, siquiera, a imaginarlo.