lunes, 5 de julio de 2010

Echar a correr


Quedaban dos cáscaras de limón y tres dedos de tinto de verano cuando sentí el impulso de echar a correr. La parada del autobús marcaba treinta y dos grados. El paisaje hirviente de un cruce de peatones se trepaba en mi estado de ánimo como una silla de doma en el lomo de un caballo salvaje. Miré las cáscaras en el fondo de la copa. Mordí mis uñas. Apreté los dientes.

Encendí un cigarrillo, buscando una calada que me ahogara el corazón. Y aunque chupé con fuerza y desesperación, nada dentro de mí se hizo añicos, excepto lo que ya era una ruina. Miré mis pies vestidos con unas manoletinas rojas. Quise volver a correr. Entre la gente, contra la gente, a través de la gente. Correr.

Correr y reventar vitrinas. Correr y escuchar vidrios quebrarse. Correr y derribar para derribarse. Correr como una entrega. Correr y echarse a llorar. Correr y arrancar crines. Correr para no darse la vuelta. Correr para levantar aceras como quien revuelve nubes de polvo y rabia.

A las nueve y veinte minutos de la tarde, a unos metros del paso de peatones de la Calle Goya con Alcalá, sentí el impulso de echar a correr. Volví a casa, lentamente, con una calma que amplificaba cada coz, derribaba transeúntes y sellaba una tapa de cemento sobre mi pecho empedrado.

Crucé el portal como siempre desde hace cuatro meses, sin ganas. No tardé más de cinco minutos en anudar las zapatillas de correr que hace años no uso y coger Tu labio superior, de Christina Rosenvinge, lo único que llevo conmigo para escuchar -mi Ipod se dañó, y mis últimos seis o siete años de música desaparecieron-. Echo a andar sin ningún propósito excepto el propio desfallecimiento.

Algo sube de temperatura. Y no sé si son mis músculos por los que ahora circula demasiada sangre, si es la temperatura de una furia que entierra mis zapatos en el cemento o si es Christina Rosnevinge afinándome la ira con la calma envenenada de Chicago. “I made a lot of mistakes” “I made a lot of mistakes” “I made a lot of mistakes”, y cuanto más lo repite mi rubio gorrión, más acelero mi paso, como si la velocidad aclarase el color de la rabia en mi cabellera.

Cruzo Juan Bravo. Los semáforos me irritan. También los niños, y las camisetas, y los autobuses, y los cajeros automáticos, y los perros enanos, y las terrazas, y el atardecer, y las estilográficas, y mis piernas que no corren lo suficiente, que no pueden, que no saben demoler, que no entienden los mapas y no se dan prisa, que no derriban ni revientan ni tampoco me llevan al mar, donde quiera que esté.

5 comentarios:

  1. correr para llegar al mar...

    y despues, morir de una muerte hermosa?

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  2. No, dedicarme a pescar me parece mucho, pero mucho mejor.

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  3. Un placer leer estas entradas. Por cierto, el mar está aquí mismo, aquí delante, aunque hay pocos pescadores.

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  4. Ibán, muchas gracias.
    ¿En verdad hay pocos pescadores?
    Oh, oh... ¿quién enseñará a este ser de ciudad a pescar?
    Un saludo.

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  5. Escogí, por un motivo no más complejo que por la cercanía de mi fecha de cumpleaños, la entrada de este día de tu blog para hacer mi primer comentario.
    Sencillamente es un gusto descubrir otra virtud más de ti.
    Si vas a correr, que sea en círculos, por favor, sería una lástima que te alejaras.

    Fdo.: el intruso de La Latina

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