“Un amor real es como vivir en aeropuertos”.
Charly García
Los vuelos que se retrasan huelen a bizcocho frío. No sé porqué, pero así es. Y por alguna razón, quienes se retrasan –los pasajeros en trance- tienen ese color insuficiente, amargo e impuntual de siempre. Que sean las nueve en Caracas y las dos de la mañana en Madrid. Las ocho en México y la una aquí. Que las cosas vayan y vengan, como los aviones, nos convierten en fríos y desamparados pedacitos de algo: bizcochos flotantes, peceras en baño de maría. El reloj, redondito como un disparo en la frente, es capaz de lograrlo todo, excepto hacernos llegar a tiempo. Por eso todos los aviones llevan retraso.
Tengo un amigo con nombre de consonante que se sabe memoria los husos horarios. Practica la aritmética sentimental de las agujas. Conoce de cerca a las atletas de los aeropuertos, por solidaridad y defecto. Mi amigo con nombre de consonante es áspero y sincero, único en su especie. Es oyente, viajante, chef, maratonista y escritor de muecas; un cretino con dentadura; un silencioso pasajero en el corazón de los aeropuertos.
Viviendo aún en Caracas, sentados en la mesa del restaurante Chino de Los Palos Grandes, le pedí que resolviese la ecuación imposible. Que le pusiera a mis miedos un proyecto, que me ayudara a sacarles otro pasaporte. Pero él ya estaba curado de mis peticiones sin sentido. Me había visto ir y volver de México y San Francisco. Me había visto llorar, emborracharme y agredir artistas en verbenas culturales. Por eso su silencio siempre me resultó el más tierno de todos los consuelos. No había nada qué hacer que yo no supiese ya. Por eso aquel día, escoltado por un montículo de arroz chino, me miró amargamente, como los monos de los cuentos miran a sus escritores.
Y ahora que he resuelto la ecuación horaria, justo en este momento, es mi amigo alfabético quien necesita un montículo de arroz donde volcar los ojos. No sé cómo explicarle que sus fotos de relojes me lastiman los oídos. No sé decirle que conozco de cerca a la gimnasta de su aeropuerto. Que sus dedos –los de ella- son más largos al bajar de los aviones y su risa más extraña cuando cuelga el teléfono. Pero no pienso decírselo ni a mi amigo con nombre de consonante ni a su gimnasta.
Sencillamente no consigo una parte del tiempo lo suficientemente útil para que el avión retrasado que ambos –la gimnasta y mi amigo consonante- esperan llegue a tiempo. Dice Ítalo Calvino que las ciudades, como los sueños, están llenas de deseos y miedos. Pero también de relojes, vitrinas que chirrían y anuncios de neón estropeados.
Que el tiempo sea suizo es lo que menos me importa. Es el rugido de los escaparates, el silencio de los relojes lo que me deshilacha los ojos. Es mi amigo consonante cada vez más pasajero en el corazón de los aeropuertos, fotografiando la hora con el réflex plástico de su cámara digital. Pero el reloj, redondito como un disparo en la frente, es incapaz, el más incapaz de los aparatos. Por eso en Madrid las gimnastas se pierden en las autovías. Por eso todos los aviones llevan retraso. Por eso sus fotos me matan de frío. Bang. Bang. Por eso al llorar me cambio de acera.