De las personas que conozco, Álvaro es el único que entiende y comparte la hipótesis del domingo feliz. Bullicio; gente; paquetes; ancianos con bastones impunes; niños histéricos; madres repulsivas; bolsas de colores; semáforos; agitadores de oficio; mendigos con descaro; estatuas vivientes; autobuses; viandantes; viajantes; consumistas redentos e irredentos. Todos a la calle. Todos en la calle. Todos, sin excepción. No cabe duda. En Madrid, los domingos sólo son felices cuando abren los almacenes de El Corte Inglés.
El primer domingo de cada mes ocurre la alquimia feriada, la compulsión química y perfecta de cada barrio. Los escaparates se encienden y los maniquíes recuperan su dignidad. La calle bulle cual efecto contagio. Si los almacenes de El Corte Inglés abren sus puertas, el resto lo hará: pequeñas panaderías, librerías, floristerías, peleterías, tiendas de sábanas o películas, joyerías … A veces no todas, pero como si fueran. Y lo que normalmente es un insípido día de guardar, se transforma en curiosa relojería del andar callejero. Cualquier otro sería un apagado día de comidas con siesta, parques desplumados y vagones desiertos. Serían lo que son: las sobras del sábado. Quedarían en las aceras restos de la procesión borracha, buzones desconectados, cafeterías sin menú y perros pequeños orinando las esquinas de mi paciencia.
Pero su felicidad no radica en el poder comprar o no esta o aquella baratija. Eso es lo de menos. El verdadero embrujo del domingo feliz va más allá de las bombillas de los mostradores, la codiciosa caravana de bolsas y remates o la coreografía urbana de los pasos peatonales y los bares de aperitivos. El domingo feliz es una demostración de laicismo en tan ecuménica sociedad que -aún después del síndrome take away - duerme su siesta, toma vermut y acude a misa después de los churros, viviendo rancia y felizmente en una vida que transcurre de otro modo. En ella las cosas se desconectan, se retrasan, y en un país en el que pasa de todo, de pronto, de dos a cinco y los domingos del resto del mes, todo se hunde en un profundo ronquido de siesta, como si aún necesitaran dormir para digerir la historia.
Madrid, una villa, una elegante y refinada villa con modales de escapulario, renuncia el primer domingo de cada mes al reposo de monaguillo. Preciados. Goya. Serrano. Conde de Peñalver. Gran Vía y todos sus semáforos, una gragea antidepresiva para la rutina de los aeropuertos –no sé porqué salen tantos vuelos los domingos- y sus despedidas de casa sin luz; un antídoto contra los locutorios y las llamadas larga distancia; un truco para no estar lejos; una fechoría para la imaginación –si estuvieses aquí, ¿verdad?- ; el regalo para los que esperan y han esperado a que las cosas sean posibles. Si la calle es una fiesta, lo es ahora enteramente. Domingos felices contra la música triste. Domingos felices en los que nunca llueve. Domingos felices para un teclado ocioso. De las personas que conozco, Álvaro es el único que entiende y comparte la hipótesis. Porque es cierto, en Madrid, los domingos sólo son felices cuando abren los almacenes de El Corte Inglés.
Alvaro A diferencia de Anton si sabe lo que es bueno.
ResponderEliminarya debo parecer una carajita fan. pero es que estos textos suyos me están gustando cada vez más!
ResponderEliminars.
Sinar: Siempre agradecida por su generosa lectura. Salude a Bogotá de mi parte: al parque de la 93, a la librería Lerner y a la Clínica Javeriana.
ResponderEliminary esa imagen tan maravillosa ?
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