lunes, 6 de agosto de 2018

Yeguada: noticia de un incendio en las sabanas y los viaductos




Esta historia ocurrió hace ya muchos años, en la vida de una mujer que durmió y despertó del otro lado del mar. La bestia de aquel episodio no era un ejemplar cualquiera. No era oscura como el caballo que hace unos días echó a galopar en una autovía barcelonesa, enloquecido y salvaje, dispuesto a estamparse de puro miedo contra un camión. Esta otra era una hembra furiosa de pelaje encendido que resaltaba en la yeguada. Las encontró en la autovía, cerca del jardín botánico de una ciudad que dejó de existir. En aquel país en trance de morir, toda pesadilla era un deseo oscuro. Algo que se abría paso a puñetazos, como alguien sepultado que golpea un ataúd.

Ocurrió, insisto, hace años. La manada corría a un lado del tráfico. El sonido de sus cascos sobre el asfalto zumbaba como el latido de corazones en estéreo. Azotes herrumbrosos sobre el atasco de mediodía. Nadie parecía haber reparado en ellas, sólo aquella mujer de edad abolida que ahora observa el televisor,con la quijada abierta de quienes se descubren soñados por la realidad. Aquel día, ella se llevó las manos a la boca, tocó sus dientes, rozó la sierra de sus incisivos con la yema de los dedos, justo como ahora yo toco mis dientes lisos de animal herbívoro... Ya no me queda nada para desgarrar a dentelladas las cosas, pienso.

La imagen de la que os hablo no es ésta que ahora se repite en los informativos. No. El pavimento parecía ablandarse bajo el galope de aquellas quince yeguas de pelaje rojo, esa manada veloz que atravesaba el horizonte trazando una línea de fuga e incendio. Atrapada en el tráfico de una capital funesta y hermosa, la mujer cogió su monedero, bajó del coche y comenzó a correr entre el atasco. Las yeguas galopaban, cada vez más rápido, unidas, como un enjambre de abejas locas que peina la ciudad. Ella iba detrás, muy por detrás, recuperando ira en su propio galope.

La mujer, aquella que vivía al otro lado del mar, se quitó los zapatos de tacón alto y los tiró. El tiempo que perdió deshaciéndose de ellos lo recuperó dando tirones de furia. A su paso, levantó una nube de asfalto. Dio coces en los viaductos. Fue, al fin, la bestia que siempre quiso ser. El calor del pavimento le hacía hervir los pies y abría ollares en su corazón. Supo que avanzaba, por el dolor de las quemaduras en la planta de sus pies. Llagas rojas abriéndose de zancada en zancada, una forma de llorar que exigía la entrega.

Tardó en alcanzarlas, pero allí estaba, esparciendo el incendio de las crines rojas en medio de la autovía. No era su intención trepar a sus lomos. Sólo quería estar entre ellas, seguirlas hasta que la llevasen a un lugar puro, abierto, desconocido. Porque todas, las yeguas, incluida ésa en la que ella se transformaba de a poco, huían en la misma dirección. Todas mostraban pelajes afeitados, como si quien las crió  hubiese querido arrancarles de cuajo el pelo fino para hacer cepillos con ellas, como si quitándoles el pelaje les asignara otra naturaleza.

Mientras corría, impotente, con sus piernas depiladas de animal doméstico, la mujer se preguntó  porqué huían las yeguas... y ella. A pesar de sus evidentes condiciones –patas gruesas, largas-, las yeguas no habían nacido para demostraciones hípicas. Sus ojos negros y los hocicos a punto de espuma no eran los de un animal de cría, sino signos de la furia de los encierros. Eran bestias durante años cautivas. Bestias renuentes a la clausura y la doma. Criaturas nacidas en sueños que arrancaron a correr como purasangres sin jinete en medio de un campo de batalla sembrado con los tallos de hombres muertos.

El tráfico estornudaba, padecía el embotellamiento de bebés que lloran y coches que no avanzan. Ella y las yeguas perdieron el hombrillo y los zapatos de tacón alto. Galoparon por encima del mundo que temblaba a su paso. Arrancaron la furia como quien tira de sus cabellos o desliza cuchillas sobre una piel tierna. Afeitadas de toda razón, la mujer y la yeguada se abrieron paso como un fuego, ése que en la pantalla del televisor empuja a un caballo sin jinete a buscar su propia muerte.

Esta historia, insisto, ocurrió hace años ya y sin embargo crepita ante mis ojos. Hace arder mis recuerdos. Ella y las yeguas, manada y mujer a solas, conquistando el terreno de quienes van descalzos sobre la tierra quemada o calzan las copas de champán de las que alguna vez habló Elisa Lerner.

Miro al caballo avanzar en dirección contraria en una atovía de Barcelona, la C17. Intuyo los muertos que trepan a su grupa. Imagino los mensajes que envían los sueños en el tiempo. Descifro la belleza de las pesadillas mientras me quedo, de pie, con la boca aún abierta. Pienso en la mujer que aún entendía la vida como una doma. Ese incendio que sólo prende en los campos lisos y las autovías. Algo hace ruido en mi corazón: acaso la yeguada, dando coces en el aire. Después de todo, ¿qué es una mujer sola que corre entre caballos? ¿qué ensaya? ¿qué busca? Lo que todas…  Formas de llorar parecidas  a las de  los incendios en las sabanas y los viaductos.

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