jueves, 12 de octubre de 2017

Esperaré a mi próxima pesadilla




Yo soy el desarraigo. Me repetía ante un espejo en mi última pesadilla... de la que desperté acelerada, metiendo y sacando ideas de un bolso revuelto a los pies de la cama. Encendí el último cigarrillo de la cajetilla y poco después la tele, para que hiciera ruido. Comencé a leer editoriales sobre el desafío catalán.¿Qué celebramos el día de la Fiesta Nacional?, escuché en la voz de un tertuliano de Espejo Público. Sólo entonces me di cuenta. 12 de octubre. Un día como hoy de 2006, hace ya once años, llegué a España. Había olvidado mi propia efeméride. Qué buena memoria tienen mis pesadillas.

Año 2006. José Montilla se convirtió en presidente de la Generalitat, que ya era un desamor en aquellos días del Plan Ibarretxe. Cuatro años después, José Montilla, aquel hombre que se hacía llamar catalán de Iznájar, dejó a los socialistas la peor derrota electoral en Cataluña. Artur Mas llegó a la escena política y Montilla se retiró. Han pasado once años, una crisis económica, una acampada indignada de la que salió un partido político, y una abdicación monárquica... Ni Montilla ni Mas gobiernan ya. El largo reproche de sus años desembocó, eso sí, en el esperpento que forman juntos sus propios monstruos y los que se unieron luego a la fiesta.

Un día como hoy de 2006, hace ya once años, llegué a España. Ni Montilla ni Mas gobiernan ya...

En aquellos días hasta el agua suponía un desencuentro con Cataluña: el trasvase... siempre el trasvase entonces, y la educación, y la sanidad, y los presupuestos. Nunca nada era suficiente y el reproche salía a borbotones hasta de un 'espetec'. De aquellos años –la sequía catalana, porque apenas llovía- conservo las crónicas de este blog, que comencé como una prescripción farmacéutica. Para no volverme loca. O mejor dicho, para no volver… la vista atrás. En ellas escribía todo cuanto escuchaba o presenciaba, para colocarlo en orden. Lo hacía, creo, para hacerme a la idea de que llegaba a un lugar y obviar lo importante: que me arrancaba de otro. De un país que ya no me recuerda y al que me une, al mismo tiempo, un amor y un agravio.

Hace un tiempo uní todas esas crónicas en un libro. Diez años encuadernados en la piel de la persona que se había marchado y la de quien jamás regresó. El pellejo de la que se descubrió ya lejos. En una terraza de la Castellana, durante la comida acordada para hablar del manuscrito, la editora a quien entregué el texto me dijo que le gustaba el libro pero que no sabía exactamente de qué hablaba.  Hubo educación y empatía en su pregunta, no lo niego. Pero a mí me parecía que saltaba a la vista. Que era incluso redundante todo cuanto contaba ahí. Escribiera de fútbol -pásate, macho, el Marca- , de la Norma de Bellini o las aventis de Juan Marsé, en realidad siempre hablaba de lo mismo: del hecho de no hallarse, de no ser. Me marché con el estómago apretado y una sensación extraña, áspera. No volví a abrir el manuscrito.

Al llegar a casa, un grupo de tunantes instalado en la terraza del bar frente a mi portal pasaba la tarde con cervezas y rojigüaldas

Este jueves festivo, blando como un domingo resacoso, miro una pantalla de televisión en la que desfilan tropas y la bandera se significa,  sobreactúa a veces. Un tertuliano pregunta qué celebran el día de la Fiesta Nacional. Los signos de interrogación me sujetan como a un pez que ya boquea  en el anzuelo. Pensé en mi llegada a España. Sonreí con esa mueca rota que me sale a veces. Pensé en la efeméride del desarraigo. El encuentro de dos mundos, jo jo jo, y esos chistes fáciles sobre la leyenda negra y la identidad. Al segundo, me sentí frívola.

Vi el desfile, el reparto más o menos simétrico de hombres y mujeres igualados en sus ropas, en su paso. Salí de casa, haciéndome la misma pregunta. Pasó el día, con el garfio de la celebración, con la duda del aniversario. Al llegar a casa, un grupo de tunantes instalado en la terraza del bar frente a mi portal pasaba la tarde con cervezas y rojigüaldas. Me senté, otra vez ante el ordenador, a leer la prensa e intentar escribir la novela que debería acabar en un mes. El ruido entra por la ventana. Cantan los tunantes mientras leo el poema de Jaime Gil de Biedma que hoy Juan Marsé recuerda en la Tribuna de El País:

Por todo el litoral de Cataluña llueve
con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,
ennegreciendo muros,
goteando fábricas, filtrándose
en los talleres mal iluminados.
Y el agua arrastra hacia la mar semillas
incipientes, mezcladas en el barro,
árboles, zapatos cojos, utensilios
abandonados y revuelto todo
con las primeras Letras protestadas.


Me asomo a la ventana. Abajo, en la calle, los tunantes cantan Que viva España. Son el espectáculo de la terraza. Les hacen fotos y vídeos.  Una japonesa aplaude, entusiasmada, su ración de color local. Uno de los entusiastas tunantes la saca a bailar y perpetran un paso doble entre escupitajos y pegotes del suelo sucio, transitado por los miles de turistas e inmigrantes que tocan sus exhaustos acordeones. Un anciano con paraguas -por qué lo lleva, hoy no hay previsión de lluvia y el termómetro marca 30 grados- observa la estampa de la japonesa y el tunante. El hombre se lleva un pisotón. Se duele del tropiezo que le propina otro curioso. Ríen y bailan el joven y la japonesa. El viejo se duele.

Entonces todo se me anega en las sienes: el desfile, las banderas, Montilla, el desafío…  Las efemérides  tienen una naturaleza coreográfica pero golpea como olas. Unen en la certeza de los símbolos a los que quieren pertenecer. A los que quisieran formar parte de sus propios deseos, acomodados al fin en un lugar. Once años después,  trepada en ese balcón como una gárgola, descubro que mi vida sigue siendo este litoral que se reparte, todavía, a este y al otro lado del mar. Y ya no sé muy bien cuál herida o pisotón me duele. Si el del hombre del paraguas o el mío, mirando todo aquello.

Esperaré hasta mi próxima pesadilla para averiguarlo. 


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