jueves, 13 de abril de 2017

Mi hermana no consigue pan y yo tengo un chichón

Una imagen del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, quien fue recibido por la multitud con objetos y desechos en una visita a San Félix. 

Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días. Tiene galletas, me ha dicho. Las ha comprado antes de que cerraran el supermercado (aún con personas en su interior, por temor a saqueos). Lo poco que llega se lo reparten por rango: revendedores y dependientes primero; el resto, que se las arregle. Eso si tienen la suerte de que el número de su carnet de identidad coincida con el día de su simbólica compra, que normalmente suele ser nada o lo que haya llegado, que a fin de cuentas siempre es poco. Otra vez, nada.

Mi hermana espera, y yo también, a que rindan… las galletas. La escucho, con ganas de gritar. La escucho, con ganas de venganza. La escucho, con ganas de acudir con una manta y cubrirla. Aunque ella es fuerte. Mucho más que yo. Las dos, ella y yo, hemos decidido los extremos del mar que habitamos. Y sin embargo, yo aún siento el privilegio de escoger. Por ella elige la fuerza, y la valentía, y las muchas ganas y algo que yo ignoro y  ya no llega a mi corazón. Porque mi corazón se pudre. Hace años se pudre. Porque la vida ayuda y porque el país remata.  

Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días. Tiene galletas, me ha dicho. Las ha comprado antes de que cerraran el supermercado

En mi ciudad de origen  las personas no son clientes, mucho menos ciudadanos, son seres que se agolpan, que se matan, que mueren, que resisten. Gente a la que encierran en los supermercados. Gente que sale a la calle –esa ruleta rusa del azar- y puede no volver. Gente a la que el dinero se le evapora. Gente que ya no tiene. Que ha dejado de ser. Que ya no es. Que  ya no está. La ciudad echa humo en estos días –lo veo en RTVE y la BBC- y aunque arrojen huevos contra un payaso, eso ya no compensa. Ya no me tranquiliza. Ya no me importa. Mi odio es mayor, más espeso y peligroso. Mi odio es negro. Es un petróleo. Una maldición. Unas ganas de escarmentar, de devolver. Ojo por ojo… 
 La ciudad echa humo en estos días –lo veo en RTVE y la BBC- y aunque arrojen huevos contra un payaso, eso ya no compensa. Ya no me tranquiliza
Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días y yo tengo un chichón en la cabeza.  Esta madrugada, a las tres, he vuelto a escuchar una de las palabras a las que más temo en el mundo: malandro, un sustantivo que se usa en Venezuela para designar a los peores delincuentes. Gente que mata sin razón, gente que arrasa, que quema, que hiere, que roba.  Al escucharlo, he salido de mi cama y me golpeado contra un viga, pero qué es un viga cuando un país se desangra.Me asomé a la ventana. Se trataba de una de esas peleas que ocurren muy adentrada la madrugada de los días laborables. Reyertas de gente que no entra a trabajar las nueve de la mañana en ningún sitio. Horas de sombras. Me escondí detrás de la cortina para mirar.

-Yo, en Venezuela, soy un malandro, ¡mamahuevo! -decía un sujeto.

Las tres palabras -Venezuela, malandro, mamahuevo -me pusieron alerta. Palabras de monstruos. Palabras que huelen a muerte. El que se decía malandro perseguía a otro con un palo. Me dije a mí misma: ¡No es una pesadilla. Después de mucho huir han llegado aquí. Han cruzado el mar! Y maldije, con todos mis dientes rotos, al malnacido, y a su malandro, y al país que lo expulsó. Y al país al que pertenezco sin formar ya parte de él. En mí crece el odio. Año tras año, tras año: se agrava, se endurece. Como una estaca de boñiga. Por eso nunca digo de dónde soy, ni dónde nací, porque si lo dijera, me envenenaría.
Las tres palabras -Venezuela, malandro, mamahuevo -me pusieron alerta. Palabras de monstruos. Palabras que huelen a muerte. 
Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días. Llevo años contando lo que siento y justo hoy no me sirve para nada. No me calma, no me apacigua. Odiar un país es de las sensaciones más ásperas que puede experimentar alguien. Vivir con los dientes apretados, deseando un castigo bíblico para sus compatriotas. Ganas de cobrárselas, de hacer pagar. Y ahora, a las tres de la madrugada, mirando a un hombre con un palo, pienso que no sirve de nada. El castigo ha llegado y lo pagan la personas equivocadas. 

Sigo escondida detrás de la cortina (tengo miedo) y observo. Mientras el sujeto que se proclama malandro da golpes contra las persianas de los comercios con una vara de metal, el chico al que persigue le llama 'panchito'. Y yo, como el que insulta, siento un desprecio parecido. Incluso peor. Algo se me sube por la garganta. Bajaría yo misma a arrancarle los ojos. Sólo por esa palabra: malandro, eso que suena a cañón caliente y gente muerta.

Cuanto más lo pienso, más cuaja mi odio, que es lo único que crece democráticamente en ese lugar del mundo: Eso, y la muerte, y la pobreza…

Maldito país, déjame dormir. Se lo han llevado todo: la vejez de mis padres, mis recuerdos de infancia, la familia unida, los lugares donde crecí, el periódico por el que lo habría dado todo, mi montaña, mi casa. Cuanto más lo pienso, más cuaja mi odio, que es lo único que crece democráticamente en ese lugar del mundo. Eso, y la muerte, y la pobreza… El acento venezolano me lastima, me avergüenza. Saca lo peor de mí. Me estoy enfermando con algo que no es mío, pero me come, me roe. Rata dura contra huesos blandos. Roer. Y no me importaba no ser: no ser madre, no ser de un lugar, no ser del todo algo (exilado, huérfano, desahuciado). Pero esta noche sí. Me importa. Y me envilece.


Miro por la ventana. Y nada me apetece más que llamar a la policía. Que vayan a por ese hombre que se dice malandro. Que lo apaleen. Que lo reduzcan. Que lo hagan polvo. Hace diez años, le pedí a un amigo que me recomendara a un autor que hubiese escrito sobre el odio a su propio país. Thomas Bernard, me dijo. Empecé por Sótano seguí con Tala. Y nunca paré de leer. Ni de odiar. Me dediqué a escribir un diario, mejor dicho, una bitácora que alimentaba con los post de mis humores. Se lo entregué hace unos meses a una editora. Ella me dijo: no sé qué me estás contando. Yo lo veía clarísimo. Entonces la ensalada se me subió a la nariz. Entendí que el odio roba, saquea, apalea… se lleva consigo lo que nos pertenece. Hasta el lenguaje.

Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días. Yo tengo un chichón en la cabeza y el odio me crece como una buganvilla 

Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días. Yo tengo un chichón en la cabeza y el odio me crece como una buganvilla … de esas que nadie querría tener en casa. Algo me embrutece. Un salpullido. Una pústula. Siento odio. Mucho odio. Mi hermana no consigue pan desde hace ocho días. Yo tengo un chichón y  un hueco en mi biografía. No sé cuántas cabezas tendré que cortar para rellenarlo. Pero jamás serán suficientes. Jamás.
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