"Yo, casi nunca decía nada. Escuchaba, como si los demás fuesen clarividentes. Y ninguno lo fue".
Ida Gramcko. 'Tonta de capirote
Ida Gramcko. 'Tonta de capirote
Espera la primavera, Bandini.
John Fante
La primavera llegará, un día de estos. Llegará. La tarde es
cálida y en las terrazas las abuelas ordenan gin-tonics que beben con tragos
cortos mientras el aperitivo de patatas fritas se reblandece al contacto con el
aire. Hojuelas de algo que se desmaya, cáscaras olvidadas en un plato blanco
astillado. Yo he llegado antes de lo acordado y al poco de enviar un mensaje, la
veo aparecer con su cabeza rapada casi al cero, llena toda de tatuajes, dueña
aún de aquellos ojos con forma de almendra. Sigue siendo la misma chica
hermosa, aunque ahora perfeccionada por las heridas que reparte la vida a su
paso. Es miércoles, ya no hace frío y han transcurrido ocho años desde la
última vez que nos vimos.
Es miércoles, ya no hace frío y han transcurrido ocho años desde la última vez que nos vimos.
Llevo tacones y en estoy maquillada en exceso. Soy la versión más coqueta del sargento nazi que he encontrado en mi armario, pero sólo porque tengo una cena después. Sólo por eso. Sentadas ante la mesa metálica de una terraza, nos separan varias vidas: las que tuvimos cuando coincidimos ante bandejas de comida fría y cajones llenos de canutillos para fabricar abalorios. Entonces ella no lucía tatuajes. Y mis dientes, como mi corazón, estaban fuertes y vivos. Éramos otras. Ella una niña; yo, una que comenzaba a arrancarse la piel, que descubría en los columpios no el viento que mece sino el vértigo que invita. Miro las cornisas de los edificios en obras y pienso lo de siempre: que si no me maté entonces, ya no lo haré nunca. En aquellos años aprendí que, ocurriera lo que ocurriera, me sujetaría a la vida como un gato que alguien ha atado a un guardafangos. Me arrastrarán en el camino, pero aún así viviré. Hecha pedazos, viviré.
Entonces ella no lucía tatuajes. Y mis dientes, como mi corazón, estaban fuertes y vivos.
De momento, ocurre esta tarde. Este encuentro que yo he
propiciado. Acaso porque mis pasos ya no conducen a ninguna parte y porque no quiero
aprobar o suspender ningún afecto, ningún examen. El día que aprendí que a casa
siempre se vuelve solo, no quise saber nada más. Y con eso me quedo, aunque a
veces me falte todo. Dejo poco margen a la cortesía; abro fuego. Explico por qué
este encuentro después de tanto tiempo. Y sé que su voz me dirá algo que he
olvidado, sé que ella me traerá de vuelta. Porque quizá, como yo, ella todavía
se está buscando.
“Yo he llegado hasta aquí a fuerza de colapsos”, la frase me escupe y me abraza. Me explica.
“Yo he llegado hasta aquí a fuerza de colapsos”, la frase me
escupe y me abraza. Me explica. Recompone mis huesos sin calcio y mis ojos
opacos. Miro su cráneo con apenas pelo; me parece femenino, elegante. Hay
castigo y estilo en ese peinado. Miro sus tatuajes. Caigo en la trampa. “Me he
tatuado porque sé que quienes me miran mirarán lo que llevo en la piel y no me
mirarán a mí”. Lleva las uñas con esmalte negro. Viste entera de negro. Severa,
espartana, soldada de una guerra a la que nadie la convocó. Y yo que la conocí
en una época de vestidos estampados y jerseys de punto. Da igual. Conserva el
perfil de la mujer que será. Y aunque sé que me alejaré dando taconazos,
invocando colapsos que ya llevo en mi interior, la miro como un milagro.
Y aunque sé que me alejaré dando taconazos, invocando colapsos que ya llevo en mi interior, la miro como un milagro.
Ocho años. Yo he recuperado a la persona que fui antes de
conocernos. Ella levanta pesas. Sostiene el templo de su propia vida. Se ha
inventado una fortaleza que la supere, que la sujete. “Necesito algo más fuerte
que yo”, dice. La miro y pienso en los aeropuertos, en las rotondas con ángeles
porfiristas, en mis mudanzas en tacones, en los cuartos sin ventanas, en los
folios sin futuro, en los barrios llenos de carritos con niños primero y de borrachos
después, en los baños sucios de discotecas solitarias, en los taxis oscuros y
la fuerza loca de quienes queremos resistir. Pienso en algo ya extinto. Pienso
en los vestidos sucios que aun guardo en cajas, en los armarios de pronto
pequeños, en los blister, y las
maletas, y las minifaldas, y las madrugadas, y los insomnios, y los abandonos,
y las otras mudanzas, y las muchas veces en que quiero volver a casa, aunque ya
no sepa a cuál. Mirándola, pienso
en las personas que he destrozado sin aprender nada. Pienso en los incendios y
las jaulas. En las paquidermias y las vajillas, en las madres que no seré y las
muertes que tendré. Me soplo la yema de los dedos, acaso para apagar el fuego
que llevo todavía dentro. El hambre, la candela. Eso que mata y resucita y que
yo todavía no sé llevar con la elegancia de un bolso de asas.
Nos separan muchas vidas, las muchas mujeres que hemos dejado de ser. Y sin embargo, nos preguntamos, ambas, si llegaremos a los cuarenta
La primavera llegará, pienso mientras la veo beber un café
con leche y unas pocas patatas se
desmayan en ese plato estropeado que ninguna ha tocado. Mi cerveza se derrite y
mi cajetilla de tabaco se vacía. Nos separan muchas vidas, las muchas mujeres
que hemos dejado de ser. Y sin embargo, nos preguntamos, ambas, si llegaremos a
los cuarenta. Yo la escucho hablar, me planto frente a un espejo que me
resulta familiar. No necesito explicar, ni ella a mí tampoco. Dejamos de creer,
ya no esperamos nada, excepto sobrellevar lo que sea que esté dentro de
nuestros corazones. A mí solo me queda este incendio. A mí sólo me queda
arrastrar y derretir. Y no sé porqué, pienso que a ella le ocurre algo similar,
aunque tenga tiempo para cambiar el rumbo. Ser infierno es, a su manera, un
parentesco. Un aire de familia.
Es miércoles. No hace frío y las terrazas chisporrotean como
un sartén con trozos de carne muerta para asar. Yo
llevo tacones y ella la cabeza rapada. La primavera llegará como un recuerdo o
un parentesco. El aire caliente lo anuncia. Sí, algo sopla en Santa Engracia.
No había leído esta crónica... mi cronista favorita 😘
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