sábado, 11 de marzo de 2017

Algo sopla en Santa Engracia




"Yo, casi nunca decía nada. Escuchaba, como si los demás fuesen clarividentes. Y ninguno lo fue".
Ida Gramcko. 'Tonta de capirote

Espera la primavera, Bandini.
John Fante

La primavera llegará, un día de estos. Llegará. La tarde es cálida y en las terrazas las abuelas ordenan gin-tonics que beben con tragos cortos mientras el aperitivo de patatas fritas se reblandece al contacto con el aire. Hojuelas de algo que se desmaya, cáscaras olvidadas en un plato blanco astillado. Yo he llegado antes de lo acordado y al poco de enviar un mensaje, la veo aparecer con su cabeza rapada casi al cero, llena toda de tatuajes, dueña aún de aquellos ojos con forma de almendra. Sigue siendo la misma chica hermosa, aunque ahora perfeccionada por las heridas que reparte la vida a su paso. Es miércoles, ya no hace frío y han transcurrido ocho años desde la última vez que nos vimos.
Es miércoles, ya no hace frío y han transcurrido ocho años desde la última vez que nos vimos.

Llevo tacones y en estoy maquillada en exceso. Soy la versión más coqueta del sargento nazi que he encontrado en mi armario, pero sólo porque tengo una cena después. Sólo por eso. Sentadas ante la mesa metálica de una terraza, nos separan varias vidas: las que tuvimos cuando coincidimos ante bandejas de comida fría y cajones llenos de canutillos para fabricar abalorios. Entonces ella no lucía tatuajes. Y mis dientes, como mi corazón, estaban fuertes y vivos. Éramos otras. Ella una niña; yo, una que comenzaba a arrancarse la piel, que descubría en los columpios no el viento que mece sino el vértigo que invita. Miro las cornisas de los edificios en obras y pienso lo de siempre: que si no me maté entonces, ya no lo haré nunca. En aquellos años aprendí que, ocurriera lo que ocurriera, me sujetaría a la vida como un gato que alguien ha atado a un guardafangos. Me arrastrarán en el camino, pero aún así viviré. Hecha pedazos, viviré.

Entonces ella no lucía tatuajes. Y mis dientes, como mi corazón, estaban fuertes y vivos. 

De momento, ocurre esta tarde. Este encuentro que yo he propiciado. Acaso porque mis pasos ya no conducen a ninguna parte y porque no quiero aprobar o suspender ningún afecto, ningún examen. El día que aprendí que a casa siempre se vuelve solo, no quise saber nada más. Y con eso me quedo, aunque a veces me falte todo. Dejo poco margen a la cortesía; abro fuego. Explico por qué este encuentro después de tanto tiempo. Y sé que su voz me dirá algo que he olvidado, sé que ella me traerá de vuelta. Porque quizá, como yo, ella todavía se está buscando.
“Yo he llegado hasta aquí a fuerza de colapsos”, la frase me escupe y me abraza. Me explica.
“Yo he llegado hasta aquí a fuerza de colapsos”, la frase me escupe y me abraza. Me explica. Recompone mis huesos sin calcio y mis ojos opacos. Miro su cráneo con apenas pelo; me parece femenino, elegante. Hay castigo y estilo en ese peinado. Miro sus tatuajes. Caigo en la trampa. “Me he tatuado porque sé que quienes me miran mirarán lo que llevo en la piel y no me mirarán a mí”. Lleva las uñas con esmalte negro. Viste entera de negro. Severa, espartana, soldada de una guerra a la que nadie la convocó. Y yo que la conocí en una época de vestidos estampados y jerseys de punto. Da igual. Conserva el perfil de la mujer que será. Y aunque sé que me alejaré dando taconazos, invocando colapsos que ya llevo en mi interior, la miro como un milagro.
Y aunque sé que me alejaré dando taconazos, invocando colapsos que ya llevo en mi interior, la miro como un milagro.
Ocho años. Yo he recuperado a la persona que fui antes de conocernos. Ella levanta pesas. Sostiene el templo de su propia vida. Se ha inventado una fortaleza que la supere, que la sujete. “Necesito algo más fuerte que yo”, dice. La miro y pienso en los aeropuertos, en las rotondas con ángeles porfiristas, en mis mudanzas en tacones, en los cuartos sin ventanas, en los folios sin futuro, en los barrios llenos de carritos con niños primero y de borrachos después, en los baños sucios de discotecas solitarias, en los taxis oscuros y la fuerza loca de quienes queremos resistir. Pienso en algo ya extinto. Pienso en los vestidos sucios que aun guardo en cajas, en los armarios de pronto pequeños,  en los blister, y las maletas, y las minifaldas, y las madrugadas, y los insomnios, y los abandonos, y las otras mudanzas, y las muchas veces en que quiero volver a casa, aunque ya no sepa a cuál.  Mirándola, pienso en las personas que he destrozado sin aprender nada. Pienso en los incendios y las jaulas. En las paquidermias y las vajillas, en las madres que no seré y las muertes que tendré. Me soplo la yema de los dedos, acaso para apagar el fuego que llevo todavía dentro. El hambre, la candela. Eso que mata y resucita y que yo todavía no sé llevar con la elegancia de un bolso de asas.  
Nos separan muchas vidas, las muchas mujeres que hemos dejado de ser. Y sin embargo, nos preguntamos, ambas, si llegaremos a los cuarenta
La primavera llegará, pienso mientras la veo beber un café con leche y unas pocas  patatas se desmayan en ese plato estropeado que ninguna ha tocado. Mi cerveza se derrite y mi cajetilla de tabaco se vacía. Nos separan muchas vidas, las muchas mujeres que hemos dejado de ser. Y sin embargo, nos preguntamos, ambas, si llegaremos a los cuarenta. Yo la escucho hablar, me planto frente a un espejo que me resulta familiar. No necesito explicar, ni ella a mí tampoco. Dejamos de creer, ya no esperamos nada, excepto sobrellevar lo que sea que esté dentro de nuestros corazones. A mí solo me queda este incendio. A mí sólo me queda arrastrar y derretir. Y no sé porqué, pienso que a ella le ocurre algo similar, aunque tenga tiempo para cambiar el rumbo. Ser infierno es, a su manera, un parentesco.  Un aire de familia.


Es miércoles. No hace frío y las terrazas chisporrotean como un sartén con trozos de carne muerta para asar.  Yo llevo tacones y ella la cabeza rapada. La primavera llegará como un recuerdo o un parentesco. El aire caliente lo anuncia. Sí, algo sopla en Santa Engracia.

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