Arriba, Pentesilea, de Arturo Michelena. Abajo, los ataúdes de El Caracazo, por Orlando Ugueto. |
Son casi las nueve de la noche. La sala hasta hace unos
minutos a oscuras se despierta con el sonido de las palmas que chocan. El
aplauso desmonta el bastidor. Vuelvo a la vida real con el pestañazo de los
pactos vencidos. Ahora lo ves/Ahora no lo ves. Despierta, mamita: aquello era
literatura. Pero... ¿en verdad lo era?
Cuando leí El pintorde batallas, en pleno calor de un verano puñetero, todo cuanto Arturo
Pérez-Reverte escribía en sus páginas me resultó susceptible de ser robado,
archivado y subrayado. ¡Un botín! Lingotes de oro y huesos para morder con dientes de
leche. Como si cortar las cosas en pedacitos nos hiciera capaces de percibir
mejor el conjunto.
En aquellos días, con mi bisturí punta roma, ejecuté mi cirugía. Esta noche, de pie en un patio de butacas, me siento, al mismo tiempo, las res y el mostrador. Aquel gran retablo de una guerra que Pérez-Reverte había vivido -los Balcanes, claro- y que había abocetado en Territorio comanche; un combate que a mí me llegaba como un aire de familia. Gente derramada a ambos lados de una lanza o una mina, de una pistola o una navaja. Gente muerta, incluso viva. Gente apilada, fundida en su pudrición.
En aquellos días, con mi bisturí punta roma, ejecuté mi cirugía. Esta noche, de pie en un patio de butacas, me siento, al mismo tiempo, las res y el mostrador. Aquel gran retablo de una guerra que Pérez-Reverte había vivido -los Balcanes, claro- y que había abocetado en Territorio comanche; un combate que a mí me llegaba como un aire de familia. Gente derramada a ambos lados de una lanza o una mina, de una pistola o una navaja. Gente muerta, incluso viva. Gente apilada, fundida en su pudrición.
Rocroi, el último tercio, por Agustín Ferrer Dalmau. |
Como un boxeador que combate con su sombra, entonces El pintor de batallas me dio perspectiva. Me permitió encuadrar. Víctima y verdugo cambiándose la capucha. Aquí pego, aquí recibo. Aquí castigo, aquí defiendo. Faulques, el fotógrafo de guerra –el que dispara-, e Ivo Markovic, el soldado retratado que ha venido a matar, a cobrar su venganza contra el periodista travestido en pintor. Alguien que busca el proyectil incrustado: una razón, un por qué. Por eso esta noche algo cambia. Algo es distinto. Reunidos en un mismo escenario, sin puntos ni comas, ambos personajes me congelan. Miro alrededor y sólo veo la sombra tiesa de un sparring que no se defiende.
De pie, en el patio de butacas, mi sombra flaquea, los
dientes de leche se me astillan y mis piernas de púgil se entumecen, como si me
las hubiesen cortado. El público aplaude. Y si yo bato y choco las palmas es
porque quisiera llamar la demolición. Si la vida fuera como las metáforas,
estoy segura de que al salir del teatro habría avanzado a paso de hecatombe.
Derrumbándolo todo.
Una imagen de la adaptación de Álamo de El pintor de batallas, novela de Arturo Pérez-Reverte. |
He visto muertos, moribundos, cadáveres y fantasmas. Algunos reales, otros fantasmagorías. Los muertos en mi vida son un apresto. El ábaco de la picadora de carne para quienes nacen en una guerra sin aspavientos, una que ocurre día tras días tras día tras día: o ellos o tú. Todos repartidos a ambos lados de una línea: Catia y Petare; bueno y malo; mierda y pulcritud; esta acera y la siguiente; vivo o muerto. No ayudes. Desconfía. Te van a joder. Te van a matar. O ellos o tú. Elige o escóndete.
Son las nueve de un sábado de lluvia. He visto la adaptación pulcra, correcta, que Antonio Álamo ha hecho de El pintor
de batallas . El montaje hace lo que debe: respetar el trono de la prosa original. Por eso el texto retumba en
mi cabeza, por eso me llena el corazón de plomo, esa apalabra que usan en mi país los
asesinos para despachar a su víctima. Llenarte de plomo. Cocerte a plomo. Que
te quemo. Te quemo. Te incendio. Te mato.
Soldado muerto en febrero de 1992, en la base aérea La Carlota. Foto: Fraso. |
Siempre he pensado que nací y crecí en un país en guerra.
Contarlo y entenderlo me resulta difícil. Por eso surgen en mi cabeza, como un
vapor o un hedor, Pentesilea, de
Arturo Michelena (nuestro gran pintor decimonónico) y una fotografía -creo que
Orlando Ugheto- del Carcarazo, aquella carnicería de 1989, eso que ocurrió en
mis narices cuando yo tenía siete años.
Ahora, en el patio de butacas recuerdo todo aquello: el Caracazo; los bellos durmientes, soldados con los ojos anegados en sangre en el año 1992; las elecciones del 94 y las del 98. El 2000 y el 2002 con todos sus muertos; y el 2003 con todos muertos; y el 2004 con todos sus muertos; y el 2005 con todos sus muertos; y el 2007 y 2007 y 2008 y 2009 y 2010... Y todos sus muertos.
A veces - no sé por qué- me sabe mal haber sobrevivido a todo ese infierno, mientras veía engordar el contador de cadáveres que comenzaban a ser míos. Me sienta mal hablar de muertos que yo había vivido, entrevistado, escuchado. Por eso, esta noche, me gustaría medir dos metros y pesar cien kilos, para liarme a puñetazos contra un semáforo.
En el patio de butacas de los Teatros Canal una mezcla de amor e ira se juntan
como un beso. Una cólera –Ay,
Aquiles- me embrutece y no me permite contar. Aunque robe guerras de otros,
parece que nunca encontraré el
ángulo para escalar mi carnicería. Ese elefante rosa que me acompaña no hace
más que repetir la misma pregunta: cuál es mi lugar en esta jungla.Ahora, en el patio de butacas recuerdo todo aquello: el Caracazo; los bellos durmientes, soldados con los ojos anegados en sangre en el año 1992; las elecciones del 94 y las del 98. El 2000 y el 2002 con todos sus muertos; y el 2003 con todos muertos; y el 2004 con todos sus muertos; y el 2005 con todos sus muertos; y el 2007 y 2007 y 2008 y 2009 y 2010... Y todos sus muertos.
A veces - no sé por qué- me sabe mal haber sobrevivido a todo ese infierno, mientras veía engordar el contador de cadáveres que comenzaban a ser míos. Me sienta mal hablar de muertos que yo había vivido, entrevistado, escuchado. Por eso, esta noche, me gustaría medir dos metros y pesar cien kilos, para liarme a puñetazos contra un semáforo.
Por eso, esta noche, me gustaría medir dos metros y pesar cien kilos, para liarme a puñetazos contra un semáforo.
El país que soy... y el que dejé atrás. Me da miedo olvidar. Y me hiere recordar. El pintor de batallas me removió, como si lustrara mis tripas con una bayoneta enjabonada. ¿Quién muestra y quién se muestra? ¿Quién quema a quién? ¿Quién mata y quién cuenta? ¿Quién elige? ¿Quién recuerda…? ¿Quién retrata? ¿Quién hiere? ¿Quién vive y quién mata? En el fondo, al final, todo es derrota y escarmiento. Todo.