martes, 21 de junio de 2016

La mucha verdad

    
Cristopher Fourcart, el banderillero de la 'mucha verdad', fotografiado por Juan Pelegrín el 12 de junio de 2016, en la plaza de toros Las Ventas.

En  mi mundo la gente no se desangra; no así. Las cosas van a parar a los sumideros inofensivos: los ceniceros, la transparencia de las copas que se vacían y el aspecto estropeado de las zapatillas después de tanto pulir el asfalto. Pienso estas cosas mientras camino por la planta segunda del hospital San Francisco de Asís, en Madrid. Atravieso un pasillo que se me antoja triste como una tarta de bodas.  Busco la habitación 232, pero ya en la segunda ronda vuelvo al lugar donde comencé, la puerta 202, una habitación cerrada de la que no sé nada excepto una cosa: no es la que busco. De pie, ante dos cunas con aspecto de algodón de azúcar, peleo con la sensación de estar perdida. Miro las canastillas con la curiosidad de quien cree que estallarán en pedazos. Y emprendo mi camino, otra vez.

En la unidad de recién nacidos, busco a los renacidos. A aquellos que viajan hacia la muerte y vuelven de ella

En la unidad de recién nacidos, busco a los renacidos. Bebés y matadores comparten la misma planta de un hospital de la calle Joaquín Costa. En los pasillos busco, no a los que llegan, sino a aquellos que viajan hacia la muerte y vuelven de ella; esa operación de la que solo son capaces los héroes exagerados, aquellos a los que alguien ha contado en un poema escrito en hexámetros. Canta, oh Diosa...  En mi mundo, ya lo he dicho, la gente no se desangra; no así. La vuelta al ruedo ocurre siempre anónima, superviviente, entre intercambiadores  y vagones exhaustos. La gente como yo no va a partirse la cara con lentejuelas bordadas en el pecho. Por eso resulta extraño ir al encuentro de quienes acuden al trabajo vestidos de Purísima y oro, con una espada en la mano.

Son las siete menos cuarto de una tarde que pinta verano. En el Hospital San Francisco de Asís examino el mar calmado de la sedación y las batas de papel. Puerta 202; yo voy a la 232. Faltan treinta números. Así que empiezo, otra vez, la búsqueda de quienes todavía permanecen en el mundo.

Muy de verdad


Guillermo Valencia, fotografiado en Las Ventas por Juan Pelegrín.

La del 12 de junio fue una tarde ferrosa, de esas que saben como la sangre: a metal; a tubería y desagüe.  Esas que dejan el corazón exhausto de puro apretón. En el quinto de la novillada con picadores, Guillermo Valencia, el diestro de Popayán, volvía a Las Ventas por la oreja no concedida un año atrás. Valencia, que ya se había aplicado con elegancia y ganas  dando muerte a Jaquito (el segundo de la lidia) se dirigió con el castaño al centro del ruedo. El diestro lo hizo, a veces lento y a veces desquiciado… de puras ganas. Él, de blanco y oro, ante un astado de 486 kilos.  El toro se llamaba Prendito. Al mirar el programa de mano de aquel día, me pregunto: ¿recuerdan los matadores a los toros a los que dan muerte?

¿Recuerdan los matadores a los toros a los que dan muerte?

Por aquello de morir matando, el colombiano fue de los medios a la enfermería. Lo hizo con una cornada de diez centímetros en la entrepierna. El vestido y el cuerpo convertidos en una misma y escandalosa herida. Su gesto quebrado parecía hablarnos de un dolor que nunca conoceremos. Tendido ahora en una cama del hospital San Francisco de Asís, el novillero habla de aquello con buen semblante, como si todo hubiese ocurrido en otra vida.

En el rostro de Valencia no hay rasgo de dolor, ni siquiera el verde pálido de quienes sienten malestar. Algo extraño le recorre el cuerpo: la fuerza de quienes creen en lo que hacen. Así habla Guillermo Valencia, con la gracia de una verónica. Sí, así habla el novillero. Y lo hace mientras devora con una cucharita plástica una ración de pudín rescatada de la cafetería del hospital. Quien lo mira intenta imaginar a qué sabe ese postre sencillo en una tarde como esta. Viéndolo comer, todo parece nuevo. Lo dulce más dulce, el sol más sol.

Rafael Serna, llegó al ruedo como los mozos de los que habló Gil de Biedma, dispuesto “a llevarse la vida por delante”

Después de la cogida de Valencia, la tarde del 12 de junio siguió maluca, con ese viento que levanta papelillos como si de advertencias se tratara.  El tercero del cartel, el debutante sevillano en Las Ventas, Rafael Serna, llegó al ruedo como los mozos de los que habló Gil de Biedma en su poema No volveré a ser joven: dispuesto a llevarse la vida por delante”. Impositor, el negro listón de Guadaira, atendía a las citas del diestro, humillaba sin emborrones. La bestia se dejaba hacer, de a poco, mientras el novillero se fajaba a trazar giros con la muleta y los pies bien plantados en la arena. “Dejar huella, marcharse entre aplausos -envejecer, morir-, eran tan sólo las dimensiones del teatro”.

En el burladero, Cristopher Fourcart, que saludó tras banderillear con belleza a Lanzallamas -el tercero de la tarde-, aguardaba tras las tablas, listo para echar un capote, ese gesto que marca la diferencia entre un hombre muerto y otro vivo.  De berenjena y azabache, el banderillero arrojó en el aire instrucciones que se abrían paso con la fuerza de los deseos. O al menos él los pronunciaba con la electricidad de las buenas intenciones. “Sácale el pecho. Eso, eso. Así, así, así. Muy de verdad, muy de verdad. Izquierda, izquierda. Es noble. Te va a dejar”.

Burlardero. Las Ventas. Domingo 12 de junio de 2016. Foto: Karina Sainz Borgo
No resultaba fácil saber si Rafael Serna podía escuchar al banderillero de su cuadrilla. Sin embargo, de tan fuertes en el ímpetu, las palabras de Fourcart sonaban como letanías, ese soniquete en el que alabanza y plegaria se confunden. A cada muletazo, acompasado con el aire que levantaba la tarde, Fourcart inauguraba una nueva instrucción. “Sácale pecho. Así, así. Muy de vedad. Eso, eso. Muy de verdad”.  Su retahíla hacía lo que las banderillas bien puestas: sujetar, doblar al más bronco, aplacar una fuerza que proviene de un mundo remoto.  La ruleta rusa de quienes visten de oro o plata.

De berenjena y azabache, Fourcart arrojó en el aire instrucciones que se abrían paso con la fuerza de los deseos.

Muy de verdad. Escucho. Muy de verdad. El viento soplaba, acaso dando la razón a esa frase gramaticalmente imposible, una que no podría existir en la RAE pero sí en el ruedo. La verdad, en este caso la mucha verdad, ocurría como el raro milagro de una tarde que prometía costurones en nombre de lo cierto, de lo auténtico. En dos platos: la mucha verdad, servida con sudor, humor y locura –la que hace falta para lidiar una bestia de casi media tonelada-.

Sentada en la fila uno del tenido nueve, apunté las frases del banderillero  como quien no quiere perderse nada. Ya lo he dicho: en mi mundo, la gente no sangra, al menos no así, no con el olor metálico de los que ofrecen su vida a cambio de otra. ¿Puede ser La Verdad mucho más de lo que es? ¿Puede acaso ser muy verdadera? Sí, puede.  

Entrando a matar, el pitón se hundió en la pierna de Serna. Como quien se palpa al recibir un balazo, el novillero se llevó la mano al muslo, que comenzó a sangrar con la exageración de una fuente rota. Manaba con fuerza: un chorretón oscuro, casi borgoña. Transcurrieron apenas segundos cuando el banderillero, Fourcart, saltó al albero para llevarse en volandas a Serna rumbo a la enfermería.

Rafael Serna sufrió una cornada en el sexto. Fotografía: Cultoro.com 

Aquel domingo, Serna fue operado dos veces, la primera en la plaza y la segunda,  de madrugada, en el Hospital. La trayectoria de la cogida ocasionó lesiones graves en la femoral y la safena. Si no murió fue por milímetros o porque la mucha verdad así lo quiso. Ocho días después de aquella tarde, Serna aguarda en la habitación 233 hasta que el equipo dé el alta médica. En el ala de los renacidos, la paciencia es una urticaria, una penitencia, un trámite molesto para los que solo desean una cosa: volver al ruedo. Eso piensan los matadores mientras se comen un postre con la gula de los niños que aun son.  

Coces en el aire

Un mes antes de la tarde carnicera del 12 de junio, en la séptima de San Isidro, un hombre regresaba a su segunda corrida como matador en Las Ventas. Sí, la segunda, justo seis meses después de tomar la alternativa en la Feria de Otoño. Desde entonces, Gonzalo Caballero se había mostrado poco en los ruedos. Por eso reapareció de aquella forma,  como si hubiese acumulado en todo aquel tiempo las muchas verónicas y lances no prodigados. Movimientos guardados, urgentes… Así, como los largos besos que alguien desea fundir de un  corrientazo.

Gonzalo Caballero hizo el paseíllo de canela y oro: el  cuerpo entero convertido en una exclamación

Ese día, el 12 de mayo, Gonzalo Caballero hizo el paseíllo de canela y oro: el  cuerpo entero convertido en una exclamación; la musculatura como una coreografía por estrenar, esa que se cuece en las heridas que están por llegar. Aquel día, los versos de Gil de Biedma –sí, aquellos- se prendían al vestido de Caballero como lentejuelas. “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”.

Gonzalo Caballero, fotografiado por Juan Pelegrín (Las Ventas)

Lo de venir a darlo todo no siempre es un latiguillo, sino el mismísimo látigo de Truman Capote en Música para Camaleones: aquello que Dios reparte con los dones para que quien los posee no olvide jamás que vencer exige atizarse. Así llegó Caballero a su primer toro: elegante y enajenado, chulo e invencible, más torero que cualquier otro de los que ha salido a hombros de Las Ventas hoy.  Los que saben de toros dijeron, durante casi todo San Isidro, que los animales de la feria tenían poca fuerza y bravura, que se trataba acaso de ovejas resabiadas; animales sin trapío, ya estocados incluso con el lomo perfecto sin pinchazos ni picas. Astados sin belleza, decían. Eso no soy capaz de verlo. No así. Acaso por eso mi libreta y yo nos damos ánimos. En sus páginas apunto cosas que comprobaré más adelante. Pero una cosa sí sé: puedo oler a distancia el sudor de los que, aun temiendo, se plantan en la arena.

Aquello de  que Dios reparte con los dones un látigo, para que quien los posee no olvide jamás que vencer exige atizarse

En el tercero de la tarde del 12 de mayo, el primer toro de Caballero, la grada se prodigaba entre el ¡Ay! y el ¡Ole! El aplauso convertido en vértigo, en puro asombro ante la forma hermosa que adquieren ciertas modalidades de la locura. El látigo lacerando al don para subrayar que la gracia se recibe a la vez que se forja. Caballero lo quería todo. A cambio, debía dejarlo todo. Y así fue. AL entrar a matar,  pasó lo que pasó: el toro, de la ganadería de El Ventorrillo, tiró un derrote seco y prendió al torero por la cara interna del muslo izquierdo, lanzándolo por los aires y pasándolo de pitón a pitón.


Otra vez la pierna hecha un guiñapo, el diestro se resistió. La cuadrilla intentó llevárselo a la enfermería. El muchacho no se dejó. Como una bestia, dio coces en el aire. Tenía que matar. Y así fue. Después de zafarse, de puro cabreo, Caballero cogió la espada, otra vez. Verlo matar, bien colocado, con la pequeña corbata prieta en el muslo rojo, ha sido la forma más humana que jamás he visto del látigo de Capote. Mató, claro, y de ahí directo al Hospital.

Pienso en estas cosas una tarde del 19 de junio, cuando observo a Caballero salir por la puerta grande junto a David Mora, en Torrejón de Ardoz. Uno tiene 24 años, el otro 35. Los separa una década: pero todavía más los varetazos y costurones que se producen en el tiempo que uno ha vivido y que el otro está por vivir. Ha de ser lo que decía Fourcart. La mucha verdad, aquello desconocido que mantiene de pie a quienes podrían doblar. Quién sabe cómo. Quién sabe de qué forma.  Es la mucha verdad, haciéndose ver.

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