Una maleta
nunca es la misma. Cobra una nueva existencia en cada equipaje; vive de lo que
alguien aprisiona en sus correas. Late, pesada, con el pulso de su carga. Puede
vérseles tropezar en sus coreografías, como barrigas de peces que caen sobre
los terminales de los aeropuertos. Todo lo que ellas contienen es frágil. Son
eso: equipaje, el sobrepeso de las buenas intenciones.
A su
alrededor, pasan los viajeros, inspeccionan en ellas un distintivo: la marca
prolija con la hora y el destino del vuelo, o la simple etiqueta aeroportuaria.
Las miran bien, las protegen. Luego las dejan ir, no sin antes pasar lista a la
combinación: esa despedida implícita de sus cerrojos.
Una maleta
nunca es la misma; son ese vuelo a punto de partir, ese montón de ganas
envueltas en papel plástico. En eso pensaba mientras me vestía con el chaleco
fluorescente de los que tienen algo que declarar. Llevaba conmigo toda la furia
del mundo, la fiebre más roja de todas. Pero mis párpados son más fanfarrones
que mi voluntad. Dejé mi pasaporte en el mostrador. Bajé a la pista. Obedecí.
Allí estaba,
de pie, frente a mi ultrajada ballena, viendo cómo un funcionario de la Guardia
Nacional venezolana se daba el último gusto –al menos conmigo-. Levantaba los
cerrojos con fruición. Tac, tac. El funcionario me apuntaba con su verde
uniforme, con su cartelera de medallas en el pecho; el arma en el cinto y el
país desangrado en sus cartucheras. Pero de qué vale maldecir, ¿de qué vale?,
pensé. El distinguido auscultaba, husmeaba sólo como suele hacerlo la autoridad
cuando está muy ocupada, precisamente, en ser La Autoridad. “¿Por qué tantos
libros?”, increpó. Quise decirle que llevaba toda la coca del mundo en esas
páginas. Pero soy cobarde. Obedezco fácilmente.
Me contuve,
miré mis cosas revueltas: libros, cajas de cigarrillos, suéteres que no sirven
para el frío, objetos inútiles, lugares portátiles. En medio de la pista del
aeropuerto Internacional Simón Bolívar vi desfilar mi vida, las escasas
pertenencias que habrían de atravesar el Atlántico conmigo. Sentí, de pronto,
estar frente al vientre abierto de una ballena que se deja tocar las vísceras.
Sentí pudor, quise cubrirla y cubrirme. Y aunque quise muchas cosas, no hice
ninguna. Y aunque desee patear a los perros antidroga, escupir al distinguido,
arrebatarle de sus manos mis sujetadores y camisas. Aunque quise, no lo hice.
No le pedí ni una sola explicación. No alcé mi dedo. No le pregunté cuántas
balas suyas llevan nuestro nombre escrito. No le pregunté nada. No quise
refugiarme en la solidaridad de los civiles; todos a mi alrededor actuaban
igual. Todos éramos minoría. Monté un pie en la baranda de seguridad, sólo por
darle a mi postura algo de rebeldía. El resto fue sólo obediencia.
Una maleta
nunca es la misma, su pasajero tampoco. Compartimos una indefensión de
pescadería. Alguien nos descuartiza, nos abre en dos, nos jurunga, nos ultraja.
El día que tomé mi primer avión a Madrid, entendí de qué están hechas ciertas
despedidas. La mía fue eso: aquel puñado de mierda y vísceras; aquel litoral
acabado; ese país insolvente al que no pude devolverle si quiera una lágrima.
-¿Pollo o
carne?
-Pescado,
por favor- le respondí a la azafata.
(*) Este texto lo escribí hace ya casi ocho años. Va por ustedes, por nosotros.
(*) La imagen es de 2006. El cadete completaba un Cadáver exquisito. En una 'vaina' que inventamos, cosas de ésas, que se podían hacer. Si yo 'hecho'/'echo' (añorar es construir) de menos un país, es ése. Y por ése apuesto. Por ése ansío (ya, ya sé... que la RAE no deja acentuar el pronombre demostrativo, pero 'me la suda'). Por ése añoro; como hoy... y casi todos los días.
Tu texto escrito hace ocho años es de una vigencia que pasma. Cada día se van sumando venezolanos que se van, y se van con ese mismo sentimiento. Estupenda crónica.
ResponderEliminarGracias Beatriz, muchas muchas gracias.
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