A Juanbo: algún día tendré el valor de plagiar uno tus cuentos.
Sé que nada de lo que escriba me salvará de este vagón que
atraviesa la ciudad en hora punta.
Ni una sola de mis palabras. Pero sí, acaso, lo que consiga leer entre
medias. Un hombre con piernas de plástico y metal se pasea con un pequeño vaso de
papel. Su forma de pedir dinero es distinta del resto; cuando lo hace canta.
Releo el comienzo del libro, repaso cada línea, pensando que
Nabokov la ha escrito del tirón y la ha confeccionado luego con cuidado; cortando
aquí, allá. Pequeño Frankenstein
virtuoso el que ha conseguido tras terminar la faena en el quirófano literario.
De otra manera no se explica tanta precisión.
Érase una vez un
hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era, rico, respetable,
feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su
vida acabó en un desastre.
Y de qué otra manera se escribe si no así: cortando,
mutilando, arrancando; podría pensar uno. Que escribir, como vivir, sea un
verbo extractivo me ha parecido siempre natural. Lógico.
Un niño mastica un bocadillo de pan de molde; el snack de
media tarde. Lo que los españoles llaman la merienda. Puedo oír cómo mastica.
Cómo su saliva penetra un pan frío y triste de viernes a las cinco de la tarde.
El niño come con fastidio, sin ganas. Tan pocas como esas con las que su madre
sostiene un tetra-brick de zumo de manzana marca blanca. Podría darme la vuelta
y pegarle al retoño -acaso arrojar el pan al suelo-. Sólo por gusto, sólo por liberar a esa madre de su autismo y sumirla
en una ira legítima. Pero no lo hago. Retomo la lectura.
Éste es el cuento, en
suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de
narrarlo.
Que escribir sea arrancar, insisto, me parece natural. La
vida es, en suma, una mutilación. La primera de todas. ¿Por qué no habría de
serlo la narración que hacemos de ella? Hay quienes, como Banville, dicen no
avanzar en la historia hasta no completar una frase. Que avanzan a ciegas,
cogiendo palabras como quien sigue migajas.
(…) el placer de
narrarlo.
Como no sé a quien creerle, si a Nabokov cirujano o a
Banville rebañador, prefiero quedarme con el resultado. Con lo que todas esas
palabras juntas hacen en mi pecho; con ese temblor que producen, una vez
leídas, en mi mente. Aletean las palabras como mariposas con chinchetas –me
duele a mí, les duele a ellas-. El lugar que alteran mientras me ducho. Mientras bebo a solas una cerveza. Mientras atravieso
una calle mirándome los zapatos o desgasto con los ojos las prótesis
estropeadas sobre las que se sostiene un anciano para pedir dinero en un vagón
del metro.
Pues aunque basta el
espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión
abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.
Hace un mes ya –incluso más- que he vuelto de un largo
viaje, de esos de los que nunca se vuelve del todo, porque cada equipaje
supone, a su manera, una pérdida. Algo de uno se queda allá, doblado en un
cajón. Polvo de cualquier cosa derramado en lo que dejamos de ser. Y como no es la primera vez que lo hago
-que voy y vuelvo- puedo fantasear con el hecho de que una breve colección de
mi piel ha ido quedándose, pegada como la nata a la taza, en los bordes.
(…) los detalles
siempre se agradecen.
Quise escribirla, fijar mi vida de leche hervida, en una
libretita. Pero hace ya rato que me dejé de cuadernos. Escribo solo ante la
pantalla. Como su blanca violencia me obliga a retroceder, he preferido evitar,
esta vez, someterme a la báscula de lo que queda por llenar. Así que al volver
no escribí nada. Por eso, a estas alturas, no sé que siento.
(…) aunque basta el
espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión
abreviada de la vida de un hombre (…)
Seguro que Banville miente, que no cree una palabra de lo
que dice. Apuesto a que su miedo es mayor que el mío. Porque tiene por escribir
más años de los que yo he cumplido. Y sin embargo, ¿qué? Él acaba de revivir a
Marlowe. Ha sido bendecido con la propiedad de quienes pueden traer de la
muerte a los muertos. Yo, de momento, vivo.
El hombre que pide llega casi a la mitad del vagón. Avanza
ortopédico; rara y violenta jirafa sorprendida por la cojera. El niño que aun
viaja a mi lado aprieta el pan con sus dedos pequeños, perfectos para triturar
con un mazo, para trocear con una linda tijera punta roma. Entonces vuelvo a mi
libro como quien se recompone.
(…) y podríamos
dejarlo aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo (…)
El placer de narrarlo. ¿Se siente tal cosa? Sí, a veces. Más
del que sentimos a veces en otras tareas. Aunque tal hedonismo no sea
infalible, existe. Lo hemos
experimentando acaso tanto como la cojera de la jirafa armenia –se me antoja a
mí que ese hombre que pide es armenio- o el goce extraño de imponernos –tirar al suelo el bocadillo sería,
ahora, hermoso-. Pero basta una lápida
para, contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un
hombre. ¿Verdad?
El hombre de piernas metálicas –o plásticas, en parte- llega
a mi sitio. Sacude su vasito con ritmo. Yo no despego la mirada de la página. Le
temo a su miseria tanto como a la mía –aunque yo, a diferencia de él, tengo dos piernas que no uso como él usaría
las suyas si las recobrara-.
Antes, hace ya mucho, cuando llegué a la ciudad, cada pordiosero me parecía un abismo, un pozo de desolación al que yo podía dar sentido arrojando monedas como los necios arrojan céntimos a una fuente. Ese hombre no quiere mis monedas y yo no quiero sus canciones. A él le faltan piernas y años; yo, de momento, dispongo de ambos.
Antes, hace ya mucho, cuando llegué a la ciudad, cada pordiosero me parecía un abismo, un pozo de desolación al que yo podía dar sentido arrojando monedas como los necios arrojan céntimos a una fuente. Ese hombre no quiere mis monedas y yo no quiero sus canciones. A él le faltan piernas y años; yo, de momento, dispongo de ambos.
Sé que nada de lo que escriba me salvará de este vagón que
atraviesa la ciudad en hora punta.
Nada, ni una sola de mis palabras. Pero sí, acaso, lo que consiga leer.
Eso, sólo eso. Son las monedas que alguien, desde el más allá, arroja a mi vasito
de plástico. No sé cuándo el niño se ha marchado. Me bajo en la siguiente
parada. Me elevo como una mala virgen que asciende en el milagro mecánico de
unas escaleras sucias. Salgo a la calle, tarareando la melodía pordiosera de
una jirafa armenia.
(…) los detalles
siempre se agradecen.
Mientras escribo esto, como el que se arranca pestañas o
despega su piel del músculo, pienso que me gustaría despertar en un hogar extinto. Ser la
que ya no seré. De momento, me quedan mis piernas y un libro. Con eso veré
pasar el invierno. Con eso.
Buena esa acerca de los escritores de la Diáspora venezolana
ResponderEliminarGracias Alí, que somos una isala... del espíritu, que diría Ida Gramcko...
ResponderEliminarperdón, quise decir isla
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