sábado, 15 de febrero de 2014

Llámame país: Tres estampas de invierno de lo que ocurre en Venezuela

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"El infierno, al fin y al cabo, no es más que el eterno segundo que uno pasa en el lugar que uno no cree que le corresponde. Y en ese lugar vivimos todos"

Ray Loriga.


Estampa #1

En Madrid llueve desde hace cinco o seis días. Un invierno puñetero, cenizo. Hace frío, claro. Pero un frío de esos que destemplan un poco más cuando se mezcla con otras cosas. Y en estos días pasan muchas.

-Mi madre ha ido a la carnicería. Sólo dejaban llevarse dos pollos por persona- digo.

-¿Y por qué no los compra por Internet?-me responde.

Una ráfaga de viento del invierno entra por la ventana, que está cerrada. Sigo cenando. Me concentro en trocear dos taquitos de pez espada que he comprado en La Sirena. Están algo pegajosos. Acaso poco hechos. Casi crudos. Mi corazón también.

Estampa #2

Llego a la redacción.  Me sacudo las astillas de hielo que comienzan a derretirse sobre el abrigo. Enciendo el ordenador. Actualizo la bandeja de entrada. Recibo el correo de un buen amigo español. Viaja a menudo a Venezuela; está bastante enterado de lo que ocurre. 
Leo: Me imagino que estarás conmovida por los sucesos que se desencadenan en tu país. Es terrible, pero estaba por venir, claro. Un algo de cariño y de puntilla me arropan y me joden, a la vez. Leo de nuevo. Me imagino que estarás conmovida… Mis ojos saltan hasta tu país, esa atribución que tiene  algo de esputo, de reproche y con el que suelen referirse los españoles a mi lugar de procedencia cuando de política y clichés se trata.

Avanzo, acumulo las palabras en la lectura continua de una línea sobre una pantalla blanca. Es terrible, pero estaba por venir, claro. Ese claro, descolgado tras una coma, me resulta todavía más hiriente. Me escuece como los abrazos de compañera de clase en colegio de monjas; cariño envenenado. Sé que no hay más que buenas intenciones en su breve carta y sin embargo, hago lo que puedo por sacar el arpón de mi costado.

Afuera hace un día color coleto. Ese gris de agua sucia de fregona que apesta levemente si te inclinas sobre el cubo. Entonces llego a una conclusión: No, no me conmociona. Lo que ocurre en mi país me jode. Me jode que mi madre consiga anaqueles vacíos y tenga que hacer trampas para llevarse más de paquetes de papel higiénico. Me jode que las pastillas de mi hermano no se consigan. Que a mi hermana la hayan asaltado. Que mis amigos me escriban preguntándose qué hay que hacer para irse, que mis profesores de la universidad de fotografíen sonrientes con una lata de leche en polvo entre las manos.  Sí, me jode.Pero todavía más no poder decir una palabra. La distancia es mi sello de extranjería en el pasaporte de los ciudadanos transparentes.

Estampa #3

Entro al tuiter. Empujo con la yema del dedo la columna del TL, incendiado a las once de la noche con las protestas en Caracas. Leo y empujo. Las palabras estallan como flashes de una cámara antigua. Enceguecidos fogozanos de polvo de magnesio. Balazos. Heridos. Fiscalía. Canal de televisión. Retirada la señal. Difundir, urgente: las estaciones de metro están cerradas. Democracia. Maduro. Régimen. País. Medios. Silencio. Cómplices
Hay tantas letras mayúsculas como gorjeos, trinos que a mí se me hacen infernales, algo así como la sinfonía carnicera que resultaría si alguien sacudiera con fuerza una caja de cartón llena de pollitos. Una sensación de deja vú se manifiesta junto a las potentes ganas de abrir una cerveza que finalmente no abro. 
Esto lo he visto antes. Hace ya mucho tiempo. Gente que sale a la calle con el cencerro de la ira, ese tintineo que avisa al lobo feroz por dónde andan los corderitos. Y no son corderos, son personas que se han visto obligadas a convertir sus derechos en un ejercicio aeróbico. Gente que camina para que no la pisen... más. El resultado es el mismo, esa carnicería doméstica. El calor de hogar que abrasa todo a su paso con su vapor de infierno y hornilla. 
Siento un eco raro, un viento áspero. No sabría explicarlo. Una verdad que es verdad, pero acaso inflamada, ceniza, fría, así como han de saber los garrotazos en la boca con un tubo de metal. Y entonces lo entiendo. Es eso eso, justo eso: la letra que separa el invierno del infierno.


viernes, 7 de febrero de 2014

Veré pasar el invierno

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A Juanbo: algún día tendré el valor de plagiar uno tus cuentos.
 Sé que nada de lo que escriba me salvará de este vagón que atraviesa la ciudad en hora punta.  Ni una sola de mis palabras. Pero sí, acaso, lo que consiga leer entre medias. Un hombre con piernas de plástico y metal se pasea con un pequeño vaso de papel. Su forma de pedir dinero es distinta del resto; cuando lo hace canta.
Releo el comienzo del libro, repaso cada línea, pensando que Nabokov la ha escrito del tirón y la ha confeccionado luego con cuidado; cortando aquí, allá.  Pequeño Frankenstein virtuoso el que ha conseguido tras terminar la faena en el quirófano literario. De otra manera no se explica tanta precisión.
Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era, rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.
Y de qué otra manera se escribe si no así: cortando, mutilando, arrancando; podría pensar uno. Que escribir, como vivir, sea un verbo extractivo me ha parecido siempre natural. Lógico.
Un niño mastica un bocadillo de pan de molde; el snack de media tarde. Lo que los españoles llaman la merienda. Puedo oír cómo mastica. Cómo su saliva penetra un pan frío y triste de viernes a las cinco de la tarde. El niño come con fastidio, sin ganas. Tan pocas como esas con las que su madre sostiene un tetra-brick de zumo de manzana marca blanca. Podría darme la vuelta y pegarle al retoño -acaso arrojar el pan al suelo-. Sólo por gusto, sólo por liberar a esa madre de su autismo y sumirla en una ira legítima. Pero no lo hago. Retomo la lectura.
Éste es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo.
Que escribir sea arrancar, insisto, me parece natural. La vida es, en suma, una mutilación. La primera de todas. ¿Por qué no habría de serlo la narración que hacemos de ella? Hay quienes, como Banville, dicen no avanzar en la historia hasta no completar una frase. Que avanzan a ciegas, cogiendo palabras como quien sigue migajas.
(…) el placer de narrarlo.
Como no sé a quien creerle, si a Nabokov cirujano o a Banville rebañador, prefiero quedarme con el resultado. Con lo que todas esas palabras juntas hacen en mi pecho; con ese temblor que producen, una vez leídas, en mi mente. Aletean las palabras como mariposas con chinchetas –me duele a mí, les duele a ellas-. El lugar que alteran mientras me ducho. Mientras bebo a solas una cerveza. Mientras atravieso una calle mirándome los zapatos o desgasto con los ojos las prótesis estropeadas sobre las que se sostiene un anciano para pedir dinero en un vagón del metro.
Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.
Hace un mes ya –incluso más- que he vuelto de un largo viaje, de esos de los que nunca se vuelve del todo, porque cada equipaje supone, a su manera, una pérdida. Algo de uno se queda allá, doblado en un cajón. Polvo de cualquier cosa derramado en lo que dejamos de ser.  Y como no es la primera vez que lo hago -que voy y vuelvo- puedo fantasear con el hecho de que una breve colección de mi piel ha ido quedándose, pegada como la nata a la taza, en los bordes.
(…) los detalles siempre se agradecen.
Quise escribirla, fijar mi vida de leche hervida, en una libretita. Pero hace ya rato que me dejé de cuadernos. Escribo solo ante la pantalla. Como su blanca violencia me obliga a retroceder, he preferido evitar, esta vez, someterme a la báscula de lo que queda por llenar. Así que al volver no escribí nada. Por eso, a estas alturas, no sé que siento.
(…) aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre (…)
Seguro que Banville miente, que no cree una palabra de lo que dice. Apuesto a que su miedo es mayor que el mío. Porque tiene por escribir más años de los que yo he cumplido. Y sin embargo, ¿qué? Él acaba de revivir a Marlowe. Ha sido bendecido con la propiedad de quienes pueden traer de la muerte a los muertos. Yo, de momento, vivo.
El hombre que pide llega casi a la mitad del vagón. Avanza ortopédico; rara y violenta jirafa sorprendida por la cojera. El niño que aun viaja a mi lado aprieta el pan con sus dedos pequeños, perfectos para triturar con un mazo, para trocear con una linda tijera punta roma. Entonces vuelvo a mi libro como quien se recompone.
(…) y podríamos dejarlo aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo (…)
El placer de narrarlo. ¿Se siente tal cosa? Sí, a veces. Más del que sentimos a veces en otras tareas. Aunque tal hedonismo no sea infalible,  existe. Lo hemos experimentando acaso tanto como la cojera de la jirafa armenia –se me antoja a mí que ese hombre que pide es armenio- o el goce extraño de imponernos  –tirar al suelo el bocadillo sería, ahora, hermoso-. Pero basta una lápida para, contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre. ¿Verdad?
El hombre de piernas metálicas –o plásticas, en parte- llega a mi sitio. Sacude su vasito con ritmo. Yo no despego la mirada de la página. Le temo a su miseria tanto como a la mía –aunque yo, a diferencia de él,  tengo dos piernas que no uso como él usaría las suyas si las recobrara-.
Antes, hace ya mucho, cuando llegué a la ciudad, cada pordiosero me parecía un abismo, un pozo de desolación al que yo podía dar sentido arrojando monedas como los necios arrojan céntimos a una fuente. Ese hombre no quiere mis monedas y yo no quiero sus canciones. A él le faltan piernas y años; yo, de momento, dispongo de ambos.
Sé que nada de lo que escriba me salvará de este vagón que atraviesa la ciudad en hora punta.  Nada, ni una sola de mis palabras. Pero sí, acaso, lo que consiga leer. Eso, sólo eso. Son las monedas que alguien, desde el más allá, arroja a mi vasito de plástico. No sé cuándo el niño se ha marchado. Me bajo en la siguiente parada. Me elevo como una mala virgen que asciende en el milagro mecánico de unas escaleras sucias. Salgo a la calle, tarareando la melodía pordiosera de una jirafa armenia.
(…) los detalles siempre se agradecen.
Mientras escribo esto, como el que se arranca pestañas o despega su piel del músculo,  pienso que me gustaría despertar en un hogar extinto. Ser la que ya no seré. De momento, me quedan mis piernas y un libro. Con eso veré pasar el invierno. Con eso.