Sí, eso:
una colección de puntos suspensivos, un collar con el que apretar las palabras
para que no salgan, necias, dispuestas a representar una opinión que nadie
necesita. Las certezas padecen la mala educación, o mejor, de una doble mala
educación: no sólo insisten en existir, además se creen susceptibles de
interés. ¿Quién las necesita?, me pregunto ¿Para llegar antes al fin del mundo y
exclamar te lo dije, como quien
entierra una bandera en un monte lunar? Desde hace días me afano en
componer una gargantilla, salgo a pasear con un collar al cuello; a veces doy
bruscos tirones. Mantente a raya. Retrocede.
Calla y observa, recito en mi misterio glorioso.
Mi amigo
Bernard –aficionado a propinar certezas- me ha hecho ver mi confusión entre la
vida y la literatura; una visión libresca de las cosas que distorsiona mis
imágenes del mundo como las novelas de caballería con Alonso Quijano. Pienso en
ello mientras contemplo el frigorífico
de una carnicería. Mastico sus palabras, las de Bernard, mientras repaso con la
mirada unos pocos trozos de carne hinchada y oscura servidos en bandejas
desiertas. Avanzo por los pasillos de un súper. Contemplo los anaqueles vacíos
mientras sobo mi rosario de signos de puntuación y compruebo que algunos
productos valen la mitad del sueldo de mi hermana.
Llegué a Caracas,
desde Madrid, hace unos días. Aterricé en Maiquetía después de ocho horas de
vuelo en las que sólo me dediqué, con rigor, a dos cosas: a completar una modesta colección
de latas vacías de cerveza y a dar cuenta de Liubliana, una novela de Eduardo Sánchez Rugeles de la que no pude
zafarme hasta que un hombre selló mi pasaporte en la ventanilla de inmigración.
La de Rugeles es una historia terrible,
hermosa como los truenos, escrita con el ritmo de las infancias caducadas, esas
que hablan de países que fueron bellos y se dedican luego a aparecerse ante
quienes lo habitaron como espantos, fotocopias sin tóner de recuerdos que
fueron nítidos, pedazos escasos de carne caducada que alguien pone a la venta. En
lugar de dedicársela a una madre o una esposa, Rugeles dedicó Liubliana a la urbanización Santa
Mónica, un mal de amor del que entiendo tanto como de decapitaciones.
Confundida
entre literatura y vida, a decir de Bernard, una de las primeras cosas que hice
al llegar a casa fue recorrer las estanterías de una antigua biblioteca que
nunca he conseguido llevarme completa a Madrid. Encontré cierta decrepitud en
el repaso a aquellos volúmenes. Algo debo de hacer con ellos, pensé. Ocupan
demasiado espacio. Atormentan a mi madre, como si su sola existencia agregara
plomo a su deseo de abandonar, de una vez por todas, la ciudad. Y aunque lo intento, no consigo una selección
correcta. No logro separar a los condenados de los indultados. No consigo saber
cuáles podrían salvarse y cuáles arderán de olvido, cerrados en la biblioteca
del colegio de monjas en el que estudié y al que pretendía donar una parte
importante. Como en el súper, descubro algo en ese gesto; elogio de la
biblioteca incluido. Salvar y condenar.
Al hacer el
equipaje, no fui previsiva. Acabé antes de tiempo la novela de Rugeles y El que apaga la luz, un libro del que
pediré –mejor dicho exigiré- a Juan Bonilla la renuncia a un relato suyo que yo
habría deseado como tema para una novela. El asunto es que despaché la ración
libresca demasiado pronto y necesitaba
repostar. Del paseíllo ante las estanterías me quedé con dos títulos: El corazón de las tinieblas, que leí hace ya algunos años sin entender una palabra
y El Quijote, cuyas páginas he picoteado gracias a una ortopédica selección de capítulos,
como quien, para poder tragarlo, esparce trocitos de un potente solomillo en un
danonino.
Todos los
días hago lo mismo. Muy temprano empiezo la lectura de Conrad y acabo el día
con Cervantes. En el medio, en las horas de sol que separan un libro de otro,
salgo a recorrer –malamente- la ciudad. Mi hermana me hace de lazarillo y uno
que otro viejo conocido intenta explicarme lo que ocurre mientras mordisqueamos
una lechosa pocha. Yo avanzo tirando de mi collar. He visto
cosas que no creerían: filas que anteceden a casi cualquier operación,
desde sacar dinero de un cajero o salir –que no entrar- a una agencia bancaria
hasta esperar ser atendido por los poquísimos dependientes que pueblan tiendas
y expendios de estanterías sin productos. He visto también enormes carteles en
los que el gobierno obliga a los comerciantes a rebajar sus precios; viviendas
cuadriculadas que brotan como setas; emisiones televisivas en las que un funcionario
denuncia la usura de una juguetería la víspera de navidad y un vicepresidente que habla de algo parecido a una ofensiva
económica y de una cosa llamada Plan Patria. La gente que encuentro en las
calles luce distinto, habla distinto, se viste distinto, un no sé qué que
recubre la vida con una película de estropicio.
Alrededor
de la morgue de Bello Monte –donde van a parar todos los cadáveres de la
ciudad- se aglomera ahora mucha más gente que espera entre contenedores de
basura y nubes de moscas. El 2013 cerró en Caracas con una cifra de 39
homicidios por cada cien mil habitantes, aunque hay quienes hablan de 79. No es
posible saberlo. Resulta difícil aferrarse a la certeza de los números, porque
no se publican estadísticas: ni de muertos a manos del hampa, tampoco de la
inflación, mucho menos la tasa de emprobrecimiento y desquicio, ni nada que se
la parezca. Miro a los hombres y mujeres
que pastorean en la morgue. Transpiran derrota. Algo de esa resignación la
consigo también en otros lugares: en los ojos de quienes me hablan, en la
gruesa capa de sucio que se cierne sobre casas y edificios, en el cielo hermoso
de una ciudad que se licúa, se pierde, entre la devastación y la montaña, acaso
como el mal de amor de Rugeles y su Santa Mónica.
Salgo a la
calle como el Marlow de Conrad -busco al Kurtz del que todos hablan-. Al llegar
a casa, me paseo por el jardín sobre el lomo de mi borrico imaginario. Me convierto
en el trasunto caraqueño del grueso Sancho, ese hombre que afea la Mancha,
incapaz de ver gigantes donde en verdad hay molinos. El tufillo libresco
acorrala mis cigarrillos, que fumo con el pecho apretado, con dolor en cada
calada. Atornillo mitades de pitillos, los apago enroscándolos en un cenicero
mientras sobo el collar de puntos suspensivos que habrá de salvarme de las
certezas. No has venido a cantar el Apocalipsis, me digo.
He visitado
librerías, no muchas –todavía-. He descubierto entre las estanterías
despeinadas libros que valen lo que un café junto a otros que triplican el precio
de cualquier objeto de lujo. También entusiastas y acicaladas ediciones de
sellos independientes que se afanan en darle forma a la literatura nacional que
se escribe como quien se agarra, fuerte, a una soga. Desordenados, acaso
estoicos o inexplicables, he conseguido burbujas, lugares construidos con una
paciencia que yo no sería capaz de hallar en medio del vertedero en el que la
ciudad está empeñada en convertirse. Son pocos, pero existen. Y reconozco en
esos pequeñísimos espacios –un centro cultural o acaso una librería, una galería,
un teatro- un acto de rebeldía contra el
abatimiento, una isla del espíritu –diría Ida Gramcko- que intenta resistir a
los golpes de agua salada y caliente.
Miro a las
personas que caminan apretadas buscando productos. Colecciono fotografías de
las nuevas prohibiciones –acaso demasiadas en número y temática-. Cuento el
número de veces que ocurren cosas en un lugar en el que todo se apaga o se
incendia -dependiendo de cómo se mire-; en medio de las llamas surgen otras,
acaso brasas más esperanzadoras –la gente es el fuego que importa-. Cuento
edificios enanos y me dejo observar por los ojos de un presidente muerto que el
gobierno hace imprimir en muros y vallas. Visito la plaza Bolívar y me siento a
observar cómo llueven iguanas desde los árboles. Mido la duración de los
semáforos y compruebo que ahora los rompecabezas que venden en algunas jugueterías
construyen -en lugar de la imagen un páramo merideño o una playa- una estampa
de los cinturones de miseria de Petare –¿unir las ruinas es acaso un nuevo
pasatiempo?-. Entonces vuelvo a casa -la de mis padres, en laque ya no vivo-, a veces como Marlow, sobando el rosario,
tirando de la cuerda, acariciando mi collar de puntos suspensivos. Leo El
Corazón de las tinieblas mientras completo otra
ruta, acaso más extraña. Y entonces ocurre, otra vez, lo que Bernard
acusa como un mal: confundo trozos de carne negra con los rostros de la gente,
mezclo las novelas con la vida, me
descubro dando vueltas al monte lunar con el asta de una bandera que en algún
lado habré de clavar. Llevar apretado al cuello una gargantilla de cuentas silenciosas. Tararear la balada de la diáspora. Ser extranjero, también al volver a casa.
Este Bernard... creo que sé a quién te refieres. No te fíes de él.
ResponderEliminarImposible. La mayoría de las veces lleva razón.
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