Era negro y estaba ensillado. Lo miré desde el suelo, derribada tras una
larga lucha. El pelo del caballo era brillante: carbón aceitado, reluciente bajo
un sol de media tarde. Una silla repujada con adornos de cuero trenzado se
sostenía gracias a la cincha apretada sobre el vientre oscuro. Intenté ponerme
de pie para mirarlo de cerca, pero apenas y pude levantarme. Me quedé tumbada sobre la tierra seca, incapaz de
moverme. Nubes de polvo amarillo se levantaban con el viento alrededor del corcel negro, todavía impasible.
No hacía frío y sin embargo lo recuerdo así. El dolor entero
del cuerpo, la falta de fuerza en los brazos, las piernas muertas. Alguien a quien tuve que hacer frente había pasado por
allí y me había machacado, pero no lo suficiente como para no poder darme
cuenta de que, sea lo que hubiese ocurrido, estaba yo peor que cuando comenzó
todo. El jinete había desaparecido, ¿dónde estaba? Ahora no podía saber si en su lugar vendrían
miles o si me quedaría yo, varada, para siempre, en aquella tierra perdida.
El caballo seguía ahí, como si esperara una orden. Algo en él parecía poderoso, amenazante. De pronto mi atención se desvió por completo hacia sus patas largas; la cola negra y quieta; la crin suelta; las riendas colgantes y flojas. En otro lugar, aquel caballo habría sido hermoso. Pero su oscura estampa escondía mañas o muertos. Algo raro.
Después de mirarme, todavía yo en el suelo de un lugar del que no sé nada, el caballo abrió los ollares, resopló, y echó a andar; primero paseándose frente a mí de un lado a otro, como para asegurarse de que le viera bien, de que grabara en mi mente el movimiento de sus patas robustas y su negra grupa. Después echó a correr, veloz y furioso. Lo vi alejarse; con miedo. Como si se tratara de una versión positivada de los caballos blancos, heroicos, de Tovar y Tovar. Pero éste ni era blanco, ni llevaba jinete. Tampoco corría desorientado. Adonde quiera que fuere, llevaba el aspecto de una bestia que no necesita dueño ni bridas.
El caballo negro se alejó, como una fuerza oscura que dibuja
una línea negra y continua en el fondo
del horizonte. Corriendo, ensillado y decidido, el corcel se alejó quién sabe adónde.
Me
había acostado muy tarde. Cuatro y media. Quizás cinco de la mañana. Llevaba escribiendo
desde las siete de la tarde la crónica de la muerte de Hugo Chávez. La anunció su sucesor, a las 4.25 de la
tarde, hora de Caracas –casi las diez en Madrid-. Ya tenía lista una parte; la
había escrito después de contarle al director que hoy se daría a conocer la
noticia. Y aunque ya había comenzado, me faltaba lo peor: enterarme. Así, en
vivo y directo: enterarme.
Escribí bebiendo, lo suficiente como para mantenerme despierta; para resistir a la página en blanco y los fantasmas rojos. Mientras tecleaba y buscaba cifras, datos, palabras esterilizadas y quirúrgicas que me defendieran, todo me vino a la mente. Un río bravo de gente muerta anegándose en la pantalla. El sol apretado de las caminatas por autopistas cerradas. La vida seca de los que tuvieron que marcharse o reinventarse. La bandera como una camisa tendida. El himno nacional –cómo quise escucharlo-. No sabía qué hacer ni dónde colocar todo cuanto sentía. Me fui a dormir con la crónica escrita, el cuerpo maluco y la cabeza en otra parte.
Desperté todavía con la imagen del caballo negro corriendo furioso. Y como en el abatimiento del sueño, las veces que intenté, no pude levantarme de la cama. Sentía el cuerpo cansado, como si yo también en la vigilia hubiese luchado contra alguien. Volví a pensar en los caballos de Tovar y Tovar en la Batalla de Carabobo que decora el techo del Salón Elíptico del Palacio Federal. Un mes o dos semanas antes, había hablado con un amigo sobre esa pintura. El país se parecía, dijo él, a uno de los caballos ensillados y sin jinete que corrían en medio de casas arrasadas y soldados muertos. Caballos asustados. Caballos sin jinete en una estepa yerma. Pensé también en las bestias de ojos abiertos que pintó Michelena en el Vuelvan caras. Caballos, caballos, caballos… bestias perdidas en medio de una guerra de montoneros y caudillos.
Lo que no llegué a entender, ni esa mañana ni ahora, fue el color oscuro de mi caballo durmiente. No era una imagen alegórica. No se parecía al corcel blanco que de niña intentaba dibujar en el escudo bajo el haz de espigas y las espadas. Entonces era más difícil representarlo, porque a diferencia del actual, aquel no corría: doblaba el cuello, resistiéndose indómito contra algo. Pero ni los caballos que crecí dibujando en un block Caribe de hojas blancas ni los que he visto pintados por Tovar y Tovar o Michelena tienen el aspecto del que he soñado. El mío parecía, acaso, un caballo cuervo; un mensajero que espera, posado sobre sus cuatro patas, a que algo ocurra y que vemos alejarse mientras permanecemos derribados en la estepa de un mal sueño tras una lucha.