“Mañana, y mañana y mañana/ Se desliza en
este mezquino paso de día a día/A la última sílaba del tiempo testimoniado/ Y
todos nuestros ayeres han testimoniado a los tontos/El camino a la muerte polvorienta (...)Relatado por un idiota, lleno de Ruido y Furia,
Sin ningún significado”.
William Shakespeare. Macbet
William Shakespeare. Macbet
La ráfaga de disparos hace deducir que las presas no deben
de estar muy lejos. Pero al barrer
el pasillo con la mirada es imposible distinguir nada. Hay demasiados fotógrafos, unos a pie
de alfombra, otros alzados sobre taburetes o pequeñas escaleras de metal.
Rodear el pabellón y escoger la ruta contraria parece lo
sensato. Unos diez pasos por detrás, cerca de la galería catalana ADN, una
multitud de aficionados hacen fotos con sus smartphones. El objeto de su atención
lo absorbe una mujer de vestido fucsia y tobillos enclenques sostenidos sobre
unas plataformas de charol.
Una pelirroja mayor vestida con un apolillado Balenciaga
blanco dobla con gracia una rodilla y hace una reverencia a la mujer de las
plataformas, la misma que hasta hace unos años presentaba los Telediarios de la Uno y ahora, tras sus nupcias con el Príncipe de Asturias, con el tratamiento de alteza ha perdido el
habla.
La del Balenciaga deja prendidas sus manos en las también
delgadísimas muñecas de la Princesa, que sonríe. No es una sonrisa como tal,
sino un gesto permanente. No importa si le hablan de un Ai Wei Wei, de un
Antonio López o del cultivo de arroz en Asia, ella tendrá esa rara media
sonrisa en la boca.
Y no es que sea tonta la Princesa. Es que está trabajando.
Es su obligación, parece, maquillarse y sacar a pasear sus vestidos y los
efectos secundarios de los antidepresivos, que borran toda expresión propia y
le hacen más fácil, más sencillo, no tener opinión ni preferencias, sólo
tobillos, delgados tobillos.
En los pasillos que forman las galerías, los Príncipes
ejecutan su paseíllo oficial entre el fuego de dos bandos: el de los fotógrafos
profesionales con sus ráfagas de flashes y el de los aficionados, con sus
silenciosos perdigones de teléfonos inteligentes.
En el medio, los costaleros de una estrafalaria hermandad sostienen el paso de los Monarcas: una Alcaldesa aburrida, un Ministro de Cultura incómodo; los funcionarios abochornados por semejante papelón -Borja
Villel incluido-; aduladores; yonkis del posado rosa y reporteros camuflados
que deben cazar un dato, un movimiento, un gesto publicable, que no hablar de
arte, ¿eh?.
Seis Tàpies –el artista catalán ha muerto hace una semana-
llevan una etiqueta roja en señal
de que han sido vendidos y seis más la verde de reservados, incluso antes de
abrir la feria de arte contemporáneo. Los reporteros escogen un cuadro de
Francis Bacon valorado en 25 millones de euros, en la galería Marlborough, para
hacer sus falsos-directos y decir ante la cámara encendida cosas sobre la crisis.
El Príncipe Felipe, que sustituye a su padre el Rey en estos
actos desde hace casi dos años, parece genuinamente feliz con lo que le cuenta
la galerista sevillana Juana de Aizpuru. La delgada silueta vestida de negro de
la histórica Soledad Lorenzo, por
cuyo stand pasa ahora la comitiva real, luce bastante aburrida para ser su
último ARCO –anunció el cierre de su galería a finales de verano-.
La anciana pelirroja del blanco Balenciaga es la costalera
incansable del paso real. Esta vez
saluda a la baronesa. Sí, la baronesa,
así le llaman todos, aunque no lo sea, al menos no una auténtica. Se convirtió
en una luego de casarse con el II Barón Thyssen Bornemisza.
Para ese entonces, ya se había casado con el actor de cine
Lex Barker, el productor y playboy Espartaco Santoni. También había sido Miss
Cataluña, participado en el Miss Universo y también había viajado a Hollywood,
donde una maternal Marilyn Monroe la había protegido de los chistes verdes que
en su presencia contaron Frank Sinatra y Dean Martin: «Frank, no digas esas cosas a la chica, que es muy ingenua».
Ahora a la baronesa todo el mundo le llama baronesa. Ella
lleva las riendas de su viudedad y su colección. También pinta sus propios
cuadros, cargados de colores pasteles y poderosas alucinaciones marbellíes, e
incluso ha llegado a montar un museo bautizado con su propio nombre. Bueno,
mitad suyo y mitad del Barón.
Esta mañana con oleada de frío polar de febrero incluida, la
baronesa viste sandalias, pendiente esmeraldas, abrigo color camel y un
inmejorable buen humor –no del todo común-, tanto que hasta su asistente
personal parece asombrada de que acceda a responder preguntas de un periodista.
La baronesa sonríe con sus labios hinchados y dice que sí,
que probablemente renueve la cesión de su colección al Estado este año, pero
que éste no es el momento para hablar
de eso, ¿no?, porque está mirando la feria y todo el mundo sabe que
para ella el arte es lo primero y ella no
querría robar el protagonismo al arte, ¿verdad?.Dicho
esto, la baronesa ríe y estira su blanco y maquillado cuello un poco más y cual
Venus, o Maja sobrevestida, se marcha.
Justo al lado de la estampa al estilo El discreto encanto de la burguesía, el artista más solicitado de
la feria, Eugenio Merino, declara a un grupo de periodistas. El chico no cabe
dentro de sí de la alegría. Esta mañana, el vicepresidente ejecutivo de la
Fundación Francisco Franco, Jaime Alonso, ha acudido al stand de la galería catalana
que le representa (ADN) para fotografiar una obra suya (Always Franco) como
prueba para abrir una denuncia.
La pieza de
Merino es una instalación que ronda los 30.000 euros y representa a una versión enana del
Caudillo encerrada dentro de una nevera de refrescos. Para la Fundación que
preserva la memoria del ex dictador, la pieza es una “zafiedad”, para Merino es
una metáfora. En medio de ambas lecturas cabe el equivalente a una larga fila
de parados o de analfabetas que comen chocolatinas.
La del Balenciaga todavía da vueltas por los alrededores de
Ivory Press y mira con algo de escepticismo las piezas del artista disidente
chino Ai Wei Wei, un poco más
adelante, en el stand de El País, su director, Javier Moreno, sonríe junto alos grafiteros que este año ha escogido el periódico que él representa para la mise en scène cultural que de tan progre
termina por molestar o aburrir.
Y cuando se podría pensar que el hecho de que la selección
de galerías de los Países Bajos fuera mucho más pequeño que el gigantesco del
espacio de IKEA era suficiente como para anunciar el Apocalipsis, algo mucho más
siniestro brota de la moqueta para demostrar lo contrario.
Mientras un grupo de afanados mozos sirve copas de cava y
prodiga servilletas a los asistentes, una mujer de un metro y 29 centímetros se
hincha a canapés en una de las meses del catering de bienvenida. En una mano
lleva un micrófono con el logotipo de Telecinco, en la otra un móvil por el que
da voces. Chiqui, o Almudena Martínez, uno de los personajes estrella de las ediciones
pasadas de Gran Hermano, parece hablar con un productor.
“Que aquí lo que hay es arte, tronco… Que no, que no he
visto Cayetano Rivera ni a la novia. Que no hay famosos por ningún lado. Vete a tomar culo,
¿quieres? Que no… Que te estoy diciendo que no. Que sólo los príncipes y la
Tita. Que no… no vino el hijo con la Cuesta. Pero qué me estás contando”. La
mujer introduce otro canapé de salmón en su boca mientras hojea un catálogo de
IKEA que acaba de coger de una inmensa torre. Alrededor, riadas de gente, que
pretende parecer mejor vestida, o más instruida, proyectos ciudadanos de
superación y saber estar, da
vueltas, presta atención, o intenta hacerlo.
Intenta. Lo intenta.
Y seguirán intentándolo, probablemente, el año próximo
también.
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