domingo, 12 de febrero de 2012

El puddle de Lucía Etxebarría



La Fugitiva, calle Santa Isabel, número siete, lunes, nueve y media  de la mañana.

He quedado con un buen amigo para hablar de cosas que se hablan en sitios como estos. Me permito toser, como quien justifica el chiste,  o directamente declararme habitante de un universo de personas que problematizan sobre la fenomenología del peluche, entiéndase por tal, esa disciplina que versa sobre conversaciones, razonablemente civilizadas,  basadas en la especulación  y fundamentalmente pretenciosas.

Justo antes de entrar, mi amigo -que ha publicado un magnífico ensayo en The Nation motivo de este encuentro- y yo, hablamos sobre el nivel del lector. También sobre traducciones, periodismo y demás inquietudes de los 'story tellers' -cabe destacar que el story teller es él-. Yo sólo escribo para vivir.

Nada más atravesar el umbral de la puerta, me sentí incómoda. Había pasado antes frente a esa especie de librería café, pero jamás había entrado. Y mis primeros pasos en el interior del local no hicieron más que empeorar la primera sensación de aquella mañana.

 Y no fue desagradable porque el lugar fuese feo; al contrario, tenía hermosos pisos de madera; columnas antiguas; altos techos, también de madera; mesas envejecidas, con coquetos maceteros; ediciones de bolsillo, cuidadas tapa dura, curiosas traducciones...

Pero todas aquellas estanterías llenas de libros me produjeron una especie de malestar físico. Como si en verdad fueran palabrotas, excentricidades o imposturas ante las que es mejor hacerse la vista gorda.

-Un café con leche y un cortado, por favor.

Cuando retomamos la conversación, ya sentados en una mesa, volvimos sobre el ensayo que mi amigo había escrito. Buscaba en la versión PDF almacenado en mi Ipad el párrafo donde creí que mi amigo mejor retrataba la figura de uno de los editores españoles clave para explicar el auge y caída de un cierto tipo de periodismo de los últimos 30 años. Mientras hacía esfuerzos por conseguirlo, sentía a mi alrededor el peso de presencias. Libros, libros, libros.

Novedades. Unas tras otras. Diario de un invierno, de Paul Auster. Delicadas y coquetas traducciones de Salamandra. Todo ahí, muy junto, con un poder orgiástico y acumulativo. Una energía superior a la de todos los bosques tropicales del Amazonas rociados con toneladas de cloro.

Tantos libros, tanto papel. Pensé con mi tableta a cuestas. No soy una entusiasta de los e-books, Ni mucho menos. Líbreme Dios de promover el progreso o militar en las filas del futuro.

Recientemente, en su comparecencia ante la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados, José Ignacio Wert habló de bajar el tipo de IVA del libro electrónico al mismo nivel que el gravamen del libro en papel.

Al momento no podía dar crédito. Primero, por la falta de detalles sobre el anuncio, y segundo por la poca curiosidad que generó entre los parlamentarios, quienes se entretuvieron largamente en el origami electoral de la tauromaquia sí/tauromaquia no; o catalán sí, catalán tal vez.

Tan sólo en enero de 2012, la Agencia del ISBN registró un total de 7.634 títulos de los cuales 1.050 (19%) eran sólo de ficción y 'temas afines'. A eso se suma otro dato, tan curioso como alarmante, en el año 2011, las editoriales  españolas publicaron más de 103.000 libros  en todos los formatos (papel, digital, y otros) y en todas las lenguas.

¿Hay lectores para tantos libros? ¿Qué se edita y qué se lee? Según las cifras aportadas por la Federación de Gremios de Editores de España(FGEE) , más de tres mil editoriales españolas publicaron al menos un libro.

Si las cifras aportadas por la FGEE  son exactas, el sector libro aporta 3.000 millones de euros, un 0,7% del PIB,  y da trabajo a 30.000 personas. El libro es una de las industrias más protegidas empresarialmente hablando, goza de un precio fijo en un mercado en el que los libreros y distribuidores además de determinadas editoriales- gozan de subvenciones y protecciones oficiales, además de compras de bibliotecas. Ajá. ¿Será por eso el recelo de las asociaciones de libreros al e-book y cualquier cosa que se le parezca?

Pero ahora veamos el otro lado. Según el barómetro de lectura de este año, cada español compró una media de 9 libros en 2011. No es una cifra despreciable y sin embargo, existen autores como Lucía Etxebarría, muy dada ella al espectáculo desde el del canalillo al de la escritura vaginal- que han decidido que rasgarse las vestiduras puede incrementar las ventas en el mecanismo de trituradora editorial.

Hace poco menos de dos meses, en los días de navidad, unas semanas antes de lanzar a la venta su nueva novela, Lucía Etxebarría anunció que dejaría de escribir a causa de la piratería. Causó revuelo con una tormenta de tonterías de las que los medios nos hicimos eco.

Al día siguiente del anuncio de Etxebarría, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte aprobó el reglamento de la Ley Sinde y la puesta en marcha de una comisión de Propiedad Intelectual. Etxebarría vio la luz y recobró la vocación. Con medidas como ésa podía volver a escribir. Santo Wert o menuda burla.

Son casi las once y media cuando mi amigo y yo estimamos oportuno levantarnos y seguir con nuestras labores. Estamos levantándonos de la mesa cuando una mujer con actitud ansiosa  -y un perro puddle atado a una cadena- hala para sí una de las sillas en la que todavía está posado uno de nuestros abrigos. 

 “¿Os vais ya?, preguntó la mujer. Si me deja terminar de coger mis cosas, tal vez, pensé en responderle.

Al fijarme bien de quién se trataba, noté que era Lucía Etxebarría, la tosca autora a la que referí en párrafos anteriores, quien ahora se acomodaba, muy histérica ella, en la silla, frente a un portátil mastodóntico. El puddle, que seguía atado,  daba vueltas alrededor de la mesa con la vehemencia insana con la que dueña dirigía sobre todo una mirada maniática y aprehensiva quizás ambos, el perro y ella, tomen la misma medicación-. 

Alrededor, libros... libros y más libros. Volví a mirarla. 
Sentí una mezcla de agotamiento y horror.
Hay cosas sobrevaloradas.

Cogí mis cosas y salí de ahí.


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